6

En el claro y frío mediodía estaban en camino para echar una primera mirada al filón. Jonnie, Roberto el Zorro, los tres muchachos parecidos a Jonnie y los dos líderes de equipo minero iban a toda velocidad en el pequeño carguero de personal, muy alto por encima de la grandeza de las Rocosas.

Esa mañana temprano había llegado Terl, amenazante y cauteloso. Un centinela había visto su coche de superficie un rato antes y había advertido a Jonnie.

Envuelto en una piel de puma para protegerse del frío del amanecer, Jonnie llegó junto al coche cuando éste se detenía. Acababa de finalizar el desayuno en el comedor y habían hecho correr la voz de que todos permanecieran allí. El terreno estaba casi desierto y no había nada que distrajera la atención de Terl.

Salió ajustándose la máscara y se quedó allí, tirando al aire y volviéndola a coger la caja de control remoto, con gesto distraído.

—¿Por qué estás interesado en un detector de uranio? —preguntó Terl.

Jonnie frunció el ceño y pareció sorprendido… o procuró parecerlo.

—El otro día, después que te fuiste, me enteré de que habías «reparado» la máquina de control del polvo de metal. ¿Con un pictógrabador alrededor del cuello? ¡Bah!

Jonnie se decidió por un súbito ataque verbal.

—¿Espera que yo suba a esas montañas sin saber qué debo evitar? ¿Espera que vaya por ahí como un insensato, destrozándome…?

—¿Destrozándote?

—Sí, físicamente, a causa de la contaminación del uranio…

—Mira, animal, ¡tú no puedes hablarme así!

—… cuando usted sabe muy bien que podría enfermar si no evitara el polvo de uranio. ¡Usted me ha dicho que allá arriba hay uranio! ¡Y espera que yo…!

—Espera un minuto —dijo Terl—. ¿De qué estás hablando?

—¡Toxicología minera! —dijo Jonnie con brusquedad.

El centinela con falda que le había avisado estaba de pie junto a la puerta del comedor, echando puñales por los ojos en dirección a Terl.

—¡Centinela! —gritó Jonnie—. Coja un libro cualquiera, en inglés, y tráigalo. ¡Rápido!

Jonnie volvió a mirar a Terl. Dentro del edificio podían escucharse los pasos apresurados del centinela. Terl volvió a poner en el bolsillo la caja de control, para tener la pata libre por si acaso.

El centinela salió a toda prisa con un antiguo volumen llamado Los poemas de Robert Burns. Lo había arrancado de manos del pastor, que leía mientras desayunaba. Tenía que servir.

Jonnie lo abrió. Puso el dedo en un verso que decía: «Nosotros, impecables, encogidas, timoratas bestezuelas…».

—¡Vea! —le dijo a Terl—. En contacto con el uranio, al hombre se le caen el cabello y los dientes, aparecen manchas rojas en la piel y los huesos se desintegran. Y esto sucede con unas pocas semanas de exposición.

—¿No explotas? —preguntó Terl.

—Aquí no pone nada de explosiones, pero dice que la continua exposición al polvo de uranio puede ser fatal. ¡Léalo!

Terl miró un verso que decía algo sobre «¡Oh, qué pánico en tu pecho!», y dijo:

—Es verdad. No lo sabía.

—Ahora lo sabe —dijo Jonnie. Cerró el libro y lo golpeó—. Descubrí esto por casualidad. Usted no me lo dijo. Y ahora, ¿dejará que tenga un detector, sí o no?

Terl pareció pensarlo.

—Así que los huesos se convierten en polvo, ¿eh? Y solo en unos meses.

—Semanas —dijo Jonnie.

Terl empezó a reír. Soltó el arma que llevaba al cinto y se golpeo el pecho, reteniendo el aliento.

—Bueno —dijo por fin—, supongo que tendrás que correr riesgos, ¿no?

No había funcionado, pero Terl estaba totalmente despistado. En realidad, se sentía más seguro.

—De todos modos, no vine aquí para eso —dijo Terl—. ¿Podemos ir a un lugar menos público?

Jonnie devolvió el libro al centinela con un guiño, para tranquilizarlo. El escocés tuvo suficiente sentido común como para no sonreír. Pero Terl estaba dando vueltas en torno al coche de superficie. Pidió a Jonnie que lo siguiera y lo llevó a la parte trasera de la capilla, donde no había ventanas. Tenía un enorme rollo de mapas y fotografías y se sentó en el suelo. Hizo un gesto a Jonnie para que se inclinara.

—¿Los animales están todos entrenados? —preguntó Terl.

—Tan bien como podría esperarse.

—Bueno, observa que te he dado dos semanas más.

—Lo harán.

—Muy bien. ¡Tiene que llegar el momento de empezar a ser verdaderos mineros! —y desenrolló el mapa.

Era un montaje de instantáneas en corte tomadas por un avión de reconocimiento y condensaba unas doscientas mil millas cuadradas de las Montañas Rocosas, desde Denver hacia el oeste.

—¿Sabes leerlo?

—Sí —dijo Jonnie.

Con una garra, Terl arañó la entrada a un cañón.

—Está allí —dijo.

Jonnie podía casi sentir la avidez de Terl. Su voz era un murmullo conspiratorio.

—Es un filón de cuarzo blanco que contiene vetas de oro puro. Es un fenómeno. Quedó expuesto en los últimos años por un deslizamiento de tierra —y sacó del paquete una biografía grande.

Allí estaba, una franja diagonal blanca en la ladera roja del cañón. Terl cogió una instantánea tomada más de cerca y se la mostró. Incrustados en el cuarzo, podían verse vetas de oro puro.

Jonnie iba a hablar, pero Terl levantó la pata para detenerlo.

—Vuelas y lo observas bien. Cuando lo hayas visto y lo tengas orientado como problema minero, vuelves, me ves y aclararé cualquier duda sobre el procedimiento a seguir. —Y señaló la posición en el mapa más grande—. Memoriza ese punto.

Jonnie observó que el mapa no tenía marcas. Inteligente Terl. Si el mapa se perdía, no delataría nada.

Se quedó sentado allí mientras Jonnie estudiaba el mapa. Jonnie conocía esas montañas, pero nunca había tenido una foto detallada desde ese ángulo; es decir, desde arriba.

Terl apartó todos los papeles menos el mapa.

—Mira bien eso —y se puso de pie.

—¿Cuánto tiempo tenemos para sacarlo? —preguntó Jonnie.

—Hasta el día noventa y uno del año próximo. Quedan seis meses y medio.

—Será en invierno —dijo Jonnie.

Terl se encogió de hombros.

—Allí siempre es invierno. Diez meses de invierno y dos meses de otoño —y rió—. Vuela hacia allí y obsérvalo, animal. Tómate una o dos semanas para estudiarlo. Después vuelve y tendremos una reunión privada. Y esto es confidencial, ¿me oyes? No digas nada a nadie, aparte de los animales.

Terl había seguido jugando con la caja de control. Su coche de superficie regresó rugiendo al recinto.

Un par de horas más tarde, el grupo de Jonnie volaba por encima de las Rocosas.

—Es la primera noticia que tengo —dijo uno de los escoceses que estaba detrás de Jonnie— de que Robbie Burns era tóxico.

Jonnie se volvió. Pensó que el centinela se hallaba a bordo.

—¿Hablas también el psiclo?

—Por supuesto —dijo el escocés, y mostró las marcas de la férula en el dorso de la mano. Era uno de los muchachos elegidos a causa de su semejanza con Jonnie—. Estaba encima de ustedes, en la segunda planta, con la oreja apoyada en la ventana. Él no entiende el inglés, ¿no?

—Es una de nuestras pocas ventajas —dijo Jonnie—. No conseguí el detector de uranio.

—Bueno —dijo Roberto el Zorro—, el hombre que piensa que puede ganar todas las batallas es demasiado optimista. ¿Qué son aquellas aldeas de allá abajo?

Era verdad. En este sector de las montañas había antiguos pueblos aquí y allá.

—Están desiertas —dijo Jonnie—. He estado en algunas. No hay población; sólo ratas. Pueblos mineros fantasma.

—Es triste —dijo Roberto el Zorro—. Todo este espacio, tanta comida y nada de gente. Y allá en Escocia hay poco espacio, mal suelo y casi nada de comida. Hemos atravesado un oscuro capítulo de la historia.

—Ya lo cambiaremos —dijo un joven escocés.

—Sí —dijo Roberto el Zorro—, si tenemos suerte. ¡Este enorme mundo lleno de alimentos y nada de gente! ¿Cómo se llaman aquellos grandes picos que hay allá?

—No lo sé —dijo Jonnie—. Si mira en el mapa minero, verá que sólo pone números. Creo que alguna vez tuvieron nombres, pero la gente los olvidó. A aquél de allá lo llamamos simplemente Highpeak.

—¡Eh! —dijo un joven escocés—. ¡Hay ovejas allá, en aquella ladera! —estaba usando un telescopio manual.

—Se llaman carneros —dijo Jonnie—. Cazar uno es toda una hazaña. Pueden estar en una cornisa no mayor que la mano, saltar y aterrizar en otra que apenas tiene el ancho de dos dedos.

—¡Y hay un oso! —dijo el escocés—. ¡Qué grande es!

—Pronto los osos iniciarán la hibernación —dijo Jonnie—. Me sorprende que haya uno a esta altura.

—Lo siguen unos lobos —dijo el escocés.

—Muchachitos —dijo Roberto el Zorro—, ¡estamos buscando caza mayor! Busquen el cañón.

Poco antes de la una, Jonnie lo localizó.

Campo de batalla: la Tierra. El enemigo
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