5
Un Terl nervioso, macilento, llegó a la cita. Conducía el coche blindado de superficie con una pata, y mantenía la otra en los gatillos de los pesados revólveres cargados de munición.
No había descubierto la razón de la presencia de Jayed en la Tierra. Personal le había dado al agente del Bureau Imperial de Investigación un humilde puesto en salida de metal. Terl no se había atrevido a sugerir otro. En salida de metal sólo se trabajaba cuando llegaba material al final de los turnos, y un tipo podía desaparecer de su puesto durante horas sin ser echado en falta y reaparecer luego como si hubiera estado ahí todo el tiempo. Terl no se atrevía a poner equipo de vigilancia cerca de Jayed, porque éste era un maestro en detectarlos después de décadas de trabajo en el BII.
Terl había tratado de enredar a Jayed con Chirk, su secretaria. Hizo locas promesas a Chirk si ésta lograba meterse en la cama con Jayed… con una cámara diminuta metida en un molar. Pero Jayed no le había prestado atención. Siguió caminando por allí, con la cabeza baja, ofreciendo la apariencia exacta de un empleado que no se ocupaba absolutamente de nada. Pero ¿qué más podía hacer? Así trabajaba el BII.
Con temblorosas patas, Terl había revisado las cajas de despacho que salían hacía el planeta central. En ellas no había nada de Jayed. Ningún tipo de informe nuevo, ninguna alteración extraña del papeleo de rutina. Terl pasó noches de agonía revisando el tráfico. No pudo encontrar nada.
Dando vueltas por allí, sintiéndose mareado, Terl trató de descubrir si el BII había inventado nuevos medios de comunicación. La compañía y el gobierno imperial no inventaban cosas… por lo que Terl sabía, no lo habían hecho en los últimos cien mil años. Y sin embargo podría haber algo que él desconociera. Como por ejemplo escribir en las muestras de metal que se embarcaban. Pero para eso se necesitaría un metal especial y no podía encontrar ningún punto de salida.
Por lo general, el gobierno imperial sólo se interesaba en los volúmenes de metal de la compañía, porque el gobierno tenía un porcentaje. Pero también podía intervenir en asuntos de delito grave o presunción de delito.
Terl no podía descubrir qué estaba haciendo Jayed. Y la aparición de un cruel agente secreto en la base, con papeles falsos, no le había permitido a Terl ni un segundo de descanso en los últimos dos meses.
Hacía su trabajo con una furia y una perfección que le eran bastante ajenas. De inmediato inició investigaciones. Contestaba en el momento los despachos. Destruyó o enterró cualquier cosa extraña en sus archivos. Personalmente, Terl había revisado y cargado los veinte aviones de combate que había en el campo, a fin de parecer alerta y eficiente.
Había hecho un informe banal sobre los animales. Había en el trabajo de minería puestos peligrosos, laderas por las que no se podía subir, y como experimento «ordenado por Numph» había reunido algunos animales para ver si podían manejar máquinas sencillas. Los animales no eran peligrosos; en realidad, eran estúpidos y lentos en el aprendizaje. A la compañía no le costaban nada y podrían aumentar los beneficios en caso de que el experimento resultara. De todos modos, aún no había ningún resultado realmente bueno. A los animales no se les enseñaba metalurgia o técnicas de combate, tanto a causa de las ordenanzas de la compañía como porque eran demasiado estúpidos. Comían ratas, animalejos muy abundantes en el planeta. Envió el informe sin asignarle prioridad. Estaba a cubierto. O al menos eso esperaba.
Pero quince veces al día Terl llegaba a la conclusión de que debía destruir a los animales y devolver las máquinas al almacén. Y otras quince decidía continuar con el proyecto un poco más.
El asunto de los centinelas lo había perturbado, no porque hubieran matado psiclos (necesitaba cadáveres para sus planes), sino porque uno de los centinelas, al poner Terl el cuerpo en un ataúd para el transbordo del año siguiente, demostró tener la marca de los criminales en la piel del pecho. Esta marca de tres barras era la que ponía el gobierno imperial a los criminales. Designaba a alguien «excluido de los procedimientos judiciales, excluido de la ayuda gubernamental y excluido del empleo». Esto significaba que el departamento de personal del planeta central era descuidado. Hizo sobre esto un inocuo informe.
Durante un ardiente momento de esperanza, pensó que tal vez Jayed pudiera estar investigando eso o buscando otros casos semejantes. Pero cuando hizo que un empleado se lo mencionara a Jayed, éste no demostró interés.
Sencillamente, Terl no podía descubrir qué estaba buscando Jayed ni por qué estaba allí. La tensión y la incertidumbre de la situación lo habían puesto al borde de la histeria permanente.
Y esa mañana, como llovido del cielo, el animal había hecho algo que literalmente erizó de terror la pelambre de Terl.
Como de costumbre, Terl estaba examinando las fotos diarias del receptor del avión teledirigido, cuando se encontró mirando una foto de la mina con un cartel.
Allí, en el filón y con toda claridad, el animal estaba sosteniendo un inmenso cartel de doce pies por doce. Estaba apoyado en un lugar llano que habían hecho los animales sobre el filón. En claras letras psiclo, ponía: «Urgente. Es vital una entrevista. En el mismo lugar y a la misma hora».
¡Eso ya era bastante malo! Pero una cubierta de máquina parecía haber caído sobre la última parte del texto. Había otra línea que decía: «El…».
Terl no pudo leer el resto.
El estúpido animal no parecía haber notado que parte del texto quedaba tapado.
Con temblorosas garras, Terl trató de encontrar otra toma de la secuencia, pero no pudo.
Se sintió acometido por el pánico.
Gradualmente, su confusión cedió el paso a un terrible acceso de cólera. El pánico desapareció cuando comprendió que aquél era el único receptor de avión teledirigido del planeta; el repetidor que indicaba si se estaba recibiendo algo más permanecía mudo. Examinaba diariamente esas fotos y había vigilado minuciosamente el progreso hecho en el filón. El animal que había capturado estaba siempre ahí, con un equipo. Si bien todos esos animales se parecían, podía reconocer la barba rubia y el tamaño del que había entrenado. Por lo general, eso lo tranquilizaba, porque significaba que el animal estaba ocupado y no vagando por ahí.
El progreso en el filón era mínimo, pero conocía los problemas mineros que presentaba y también sabía que ellos podrían solucionarlos sin su consejo. Le quedaban meses por delante, de hecho cuatro meses más, antes del día noventa y dos.
Superó el pánico y desgarró las fotografías. Jayed no tenía acceso a ellas. Pero no podía permitir que lo complicaran directamente con el proyecto. Comenzó a pensar si el cartel empezaba con su nombre y lamentó haber roto tan pronto las fotos. Debió asegurarse. Tal vez comenzara poniendo «¡Terl!».
Terl no era lo bastante introspectivo como para comprender que estaba al borde de la demencia.
La oscuridad se extendía como un negro saco sobre el tanque. Había estado conduciendo sin luces, fiándose de los instrumentos. Era un terreno traicionero. Una vez hubo allí una vieja ciudad, pero ahora era sólo una criba de pozos mineros abandonados en los que la compañía había encontrado un antiguo depósito cientos de años antes.
En la pantalla detectora apareció algo, justo enfrente. ¡Algo vivo!
Puso la pata sobre el botón de disparo, listo para apretarlo. Cautelosamente, se aseguró de que estaba ya lejos del complejo y oculto por una colina y antiguos muros. Entonces encendió una tenue luz de inspección.
El animal estaba montado en un caballo, en el lugar de la cita. Era un caballo diferente, nervioso a causa del tanque. La tenue luz verdosa del tanque bañaba al jinete. ¡Había alguien más! No, era sólo otro caballo… tenía un gran bulto en el lomo.
Terl hizo funcionar las sondas de exploración. No, no había nadie más. Miró al animal. La pata de Terl tembló a una pulgada de la palanca de disparo. El animal no parecía alarmado.
El interior del tanque tenía gas respiratorio, pero Terl llevaba puesta también la máscara. La ajustó.
Terl cogió una unidad de intercomunicación y la pasó por el portillo atmosférico. La unidad cayó al suelo. Terl cogió la unidad del interior.
—¡Baja del caballo y coge el intercomunicador! —ordenó Terl.
Jonnie se deslizó del caballo y se aproximó al tanque. Levantó del suelo la unidad y buscó a Terl, mirando por los portillos del tanque. No vio nada. El interior estaba oscuro y el vidrio estaba colocado de manera que impedía la visión.
A través del intercomunicador, Terl dijo:
—¿Mataste a los centinelas?
Jonnie llevó la unidad exterior a su cara. Pensó rápidamente. Terl estaba extraño.
—No hemos perdido ningún centinela —dijo velozmente.
—Ya sabes de qué centinelas hablo. Los del complejo.
—¿Ha tenido problemas? —dijo Jonnie.
La palabra «problema» hizo girar la cabeza de Terl. No sabía qué problema tenía, de qué tipo o de dónde provenía. Se controló.
—Oscureciste la última parte del cartel —dijo acusadoramente.
—¿Qué? —preguntó inocentemente Jonnie. Lo había hecho adrede, para hacer venir a Terl—. Decía: «El invierno avanza y necesitamos su consejo».
Terl se tranquilizó. Consejo.
—¿Sobre qué?
Lo sabía. Sacar el oro era casi imposible. Pero tenía que haber una manera. Y él era minero. En realidad, un estudiante destacado de la escuela. Y estudiaba diariamente las fotografías del vuelo de reconocimiento. Sabía que las estacas arqueadas no les permitirían construir una plataforma.
—Necesitas una escalera portátil. Tienes una en el equipo. La clavas en la ladera exterior y trabajas desde allí.
—Muy bien —dijo Jonnie—. Lo intentaremos.
Terl estaba más tranquilo ahora que hablaban de un tema de interés rutinario.
—También necesitamos protección en caso de que haya uranio —dijo Jonnie.
—¿Por qué?
—En esas montañas hay uranio —dijo Jonnie.
—¿En el oro?
—No lo creo. En los valles y alrededor —dijo Jonnie, pensando que lo mejor era subrayar el hecho de que a Terl le estaba prohibido ir a esos lugares, aunque también estaba desesperado por obtener datos. No podía experimentar con el uranio sin tener protección—. He visto a hombres llenos de manchas a causa de eso —añadió, lo que era verdad pero no con respecto a sus actuales compañeros.
Eso pareció alegrar a Terl.
—¿No mientes? —preguntó.
—¿Qué protección hay?
—Siempre hay radiación en un planeta como éste y con un sol como ése —dijo Terl—. En pequeñas cantidades. Por eso las máscaras respiratorias tienen vidrio con plomo en la zona facial. Por eso las cúpulas están hechas con vidrio con plomo. Tú no tienes.
—¿Es el plomo el que protege?
—Tendrás que correr riesgos —dijo Terl, divertido, sintiéndose mejor.
—¿Puede encender una luz? —preguntó Jonnie. Se escuchó un ruido sordo cuando colocó un saco en la parte chata frente al parabrisas.
—No quiero luces.
—¿Cree que lo han seguido?
—No. Ese disco giratorio que hay en el techo es un neutralizador de ondas de detección. No es necesario que te preocupes por eso.
Jonnie miró el techo del tanque. En la luz apagada podía ver una cosa plantada allí. Parecía un ventilador y estaba funcionando.
—Encienda una luz —dijo Jonnie.
Terl miró las pantallas. No había interferencias.
—Avanzaré hasta quedar debajo de aquel árbol.
Jonnie sostuvo el saco de metal mientras Terl maniobraba lentamente para colocar el coche bajo una pantalla de siemprevivas. Volvió a detenerse y encendió una luz que iluminó la zona que quedaba frente al parabrisas.
Con un gesto del brazo, Jonnie esparció unas diez libras de metal sobre el capó del coche. Resplandecía bajo la luz. Era cuarzo blanco con vetas de oro. Brillaba y chispeaba como si fueran joyas. Habría ocho libras del más puro oro del filón.
Terl se quedó sentado, mirando a través del parabrisas. Tragó con dificultad.
—Allí hay una tonelada de esto —dijo Jonnie—. Si se puede sacar. Está a la vista.
El psiclo se quedó mirando el oro a través del parabrisas. Jonnie lo esparció para que brillara más.
Volvió a coger el intercomunicador.
—Nosotros respetamos el trato. Usted debe respetar el suyo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Terl, percibiendo la acusación.
—Prometió dar comida, agua y leña a las mujeres.
Terl se encogió de hombros.
—Promesas —dijo con indiferencia.
Jonnie pasó el brazo en torno al oro y comenzó a meterlo otra vez en el saco.
Terl no se perdió el movimiento.
—Deja eso. ¿Cómo sabes que no se las está cuidando?
Jonnie dejó el oro y se movió de modo que la luz le diera en la cara. Se golpeó la frente con un dedo.
—Hay algo que usted ignora sobre los humanos —dijo—. A veces tienen poderes psíquicos. Yo los tengo con relación a esas hembras.
Decirle a Terl que era la ausencia de fuego o un explorador lo que lo había alertado no serviría. Todo vale en el amor y en la guerra, decía Roberto el Zorro, y esto era amor y era guerra.
—Quieres decir sin radios, ¿eh? —dijo Terl, que había leído algo acerca de eso. No se había dado cuenta de que estos animales lo tuvieran. Malditos animales.
—Exacto —dijo Jonnie—. Si no se la cuida bien y si no está bien, yo lo sé —y volvió a golpearse la cabeza—. Tengo aquí un paquete —continuó—. Hay comida, agua, pedernales, leña y ropas de abrigo, además de una pequeña tienda. Voy a atarlo al techo del tanque, y cuando vuelva allá lo meterá en la jaula. También haga limpiar la jaula, por fuera y por dentro, y arregle el suministro de agua.
—Es sólo el tanque —dijo Terl—. Se vacía y hay que llenarlo. He estado ocupado.
—Y quite los centinelas. ¡Usted no necesita centinelas!
—¿Cómo sabes que hay centinelas? —preguntó Terl, concibiendo sospechas.
—Usted me lo ha dicho esta noche —dijo Jonnie en el intercomunicador—. Y mis poderes psíquicos me indican que se burlan de ella.
—Tú no puedes darme órdenes —barbotó Terl.
—Terl, si no cuida a las hembras, tal vez se me ocurra acercarme a esos centinelas y mencionar algo que sé.
—¿Qué? —preguntó Terl.
—Simplemente algo que sé. No haría que lo despidieran, pero resultaría embarazoso.
De pronto Terl decidió que lo mejor que podía hacer era librarse de los centinelas.
—¿Y si no hago eso, lo sabrás? —preguntó Terl.
Jonnie se golpeó la frente a plena luz.
Pero la amenaza había perturbado los atormentados sentidos de Terl. Cambiando de táctica, preguntó:
—¿Qué harás con el oro si no lo entregas?
—Nos lo quedaremos nosotros —dijo Jonnie, guardándolo otra vez en el saco.
Terl ladró profunda y amenazadoramente. Sus ambarinos ojos ardieron en la oscuridad del tanque.
—¡Que me lleve el diablo si puedes hacerlo! —gritó. Ventaja, ventaja—. Escucha. ¿Alguna vez oíste hablar de un bombardero? Ja, ya me parecía que no. Bueno, deja que te diga algo, animal. Yo puedo elevar un bombardero y enviarlo a aquel sitio, exactamente encima del campamento, encima de cualquier refugio que tengan, y bombardearlos hasta que mueran. ¡Todo por control remoto! ¡No estás tan seguro como piensas, animal!
Jonnie se quedó de pie, mirando las ciegas ventanas negras del tanque, mientras las palabras pasaban como una avalancha por el intercomunicador.
—Tú, animal —ladró Terl—, vas a extraer el oro y vas a entregarlo, y vas a hacerlo para el día noventa y uno. Y si no lo haces, os haré volar a ti y a todos los animales de este planeta, ¿me oyes? ¡Hasta el infierno! —Su voz se perdió en un chillido histérico y se detuvo, jadeando.
—¿Y cuando llegue el día noventa y uno y lo hayamos hecho? —preguntó Jonnie.
Terl emitió una risa aguda, histérica. Realmente sentía que tenía que controlarse. Sentía que estaba actuando de manera extraña.
—¡Entonces les pagaré! —gritó.
—Usted cumpla su parte del trato —dijo Jonnie—. Lo entregaremos.
Bien, pensó Terl. Había logrado asustar al animal. Eso estaba mejor.
—Pon ese paquete en el coche —dijo, magnánimo—. Llenaré el tanque de agua, limpiaré el lugar y me ocuparé de los centinelas. Pero no olvides mi caja de control remoto, ¿eh? ¡Si te portas mal morirán las hembras!
Jonnie ató el importante paquete al techo del vehículo. En el proceso, quitó el neutralizador de ondas y lo puso detrás de un árbol. Tal vez Terl pensara que había sido derribado por las ramas de los árboles. Podía resultar útil.
Terl había apagado la luz del capó y Jonnie volvió a coger el saco con el metal. Sabía que Terl no querría llevárselo.
Sin decir adiós, Terl arrancó y el tanque desapareció.
Minutos más tarde, ya fuera de la vista y a salvo por la distancia, Dunneldeen salió de un pozo minero en el que había estado oculto, con una pistola ametralladora entre las sudorosas manos. Sabían que el arma no podría con el tanque, pero no esperaban que Terl se quedara dentro del vehículo blindado. Aunque no le hubieran disparado, pensaron que, si las muchachas estaban muertas, habría intentado raptar a Jonnie. Dunneldeen emitió un corto silbido. Salieron otros diez escoceses de diferentes pozos, ocultando sus armas.
Roberto el Zorro descendió la colina, desde detrás de un viejo muro en ruinas. Jonnie seguía de pie, mirando hacia el complejo.
—Ese demonio está al borde de la locura —dijo Roberto el Zorro—. ¿Observaron cómo saltaba de un tema a otro? ¿La histeria que había en su risa? Está muy presionado por algo que no sabemos.
—No sabíamos nada de los bombarderos —dijo Dunneldeen.
—Ahora lo sabemos —dijo Roberto el Zorro—. Mac Tyler, usted que conoce a ese demonio, ¿cree que es un retrasado mental?
—¿Crees que pensaba dispararte cuando llegó? —preguntó Dunneldeen—. Lo manejaste muy bien, Jonnie Mac Tyler.
—Es peligroso —dijo Jonnie.
Dos horas más tarde vio el comienzo de un fuego, un diminuto punto de luz en la lejana jaula. Más tarde un explorador confirmaría que los centinelas hubieran sido retirados y él mismo vigilaría el agua y a Chrissie.
Un Terl loco empeoraba considerablemente el juego que estaban jugando. Un Terl traicionero era una cosa; un Terl maniaco, algo muy distinto.