6
Las semanas siguientes estuvieron llenas de tensión. Recorrieron la veta con la esperanza de encontrar una segunda bolsa, pero sólo se veía cuarzo blanco, no oro. Y sin oro, nada podía funcionar.
El incidente de los caballos provocó su indignación. Habían entrenado esos caballos y los querían. Los dejaban pastando en la Academia mientras esperaban días mejores. Los escoceses se sentían ultrajados, no sólo a causa de la pérdida sino también por la detestable manera en que se había producido. Algunos de ellos comprendieron entonces la naturaleza del enemigo. ¿Eran así todos los psiclos? Por desgracia, sí. Los vigías habían localizado otros animales baldados alrededor del complejo. ¿No ponía esto en gran peligro a las muchachas? Sí, pero había que apretar los dientes y asegurarse de que cumplían el plan prescrito. ¡Por todo lo sagrado, no debían errar en nada! Era como jugar una clase de ajedrez violento con maníacos.
Aparte del oro, hacían progresos en otras áreas.
Angus había hecho llaves para todos los lugares posibles. Era muy arriesgado: cuerpos cubiertos para no dejar escapar calor, pies silenciosos hollando la nieve nocturna, impresiones en cera, huellas borradas. Había en esto un peligro doble, porque si los descubrían podía costar no sólo la vida de un hombre, sino también alertar a los psiclos.
Se dedicaron en los momentos de descanso a estudiar la batalla librada hacía mil años. Ahora tenían todos los archivos en orden, y las vistas aéreas de los satélites estaban en la secuencia correcta.
Jonnie y el doctor Mac Dermott revisaron todo, buscando algo que pudiera ayudar. Había numerosos informes de los aviones de combate en aquella lucha solitaria.
Algo extraño era que un avión de combate psiclo hubiera bombardeado un tanque en el centro de Denver, pero según las declaraciones del ejército de los Estados Unidos no había ningún tanque allí. Esto llamó la atención de Jonnie y lo llevó a descubrir un segundo informe sobre el mismo avión.
Después de bombardear el tanque que según el informe no estaba allí, el avión de combate se alejó a gran velocidad hacia el noroeste y se le vio chocar contra la ladera cubierta de nieve de una montaña. No explotó. El observador de tiro daba la posición exacta. La buscaron en los mapas. Estaba a sólo trescientas millas al norte de donde se encontraban.
Dunneldeen lo verificó sobrevolando el lugar con un detector de metales, y allí estaba el avión de combate, enterrado por completo, salvo una punta de la cola, en las nieves perpetuas.
Utilizando dos plataformas volantes, lo desenterraron y lo levantaron en el aire durante la noche, para evitar la detección, llevándolo a la vieja base. Allí, en el helipuerto, lo sometieron a un minucioso estudio.
El avión estaba inservible pero contenía mucha información que ningún explorador podría obtener en el complejo. Los dos pilotos psiclo habían muerto en el choque, pero su equipo, aunque gastado, estaba intacto.
Estudiaron cada detalle de las máscaras respiratorias. Descubrieron que tenían un compartimiento que contenía retropropulsores, como una forma de paracaídas en caso de apuro. Los cinturones de seguridad no se diferenciaban de los utilizados en los vehículos de la mina. Los pilotos también usaban armas de cinturón. Los controles del avión eran idénticos a las naves mineras de pasajeros. Las únicas adiciones eran los gatillos e interruptores para una magnética «lucha cuerpo a cuerpo».
Examinaron los patines sobre los cuales se posaba el avión, y descubrieron que eran electromagnéticos. El avión podía fijarse con ellos a cualquier superficie metálica, eliminando la necesidad de sujetarlo.
Localizaron también los orificios de las llaves y determinaron de qué tipo de llave se trataba.
Lo limpiaron lo mejor que pudieron y lo utilizaron para ejercitar a los pilotos.
El pastor disecó los cuerpos momificados de los psiclos para descubrir dónde estaban localizados sus órganos vitales. El corazón estaba detrás de la hebilla del cinturón y los pulmones muy altos, sobre los hombros. El cerebro lo tenían en la parte posterior de la cabeza, muy abajo, y el resto de la cabeza era hueso. Después el pastor los enterró con la debida solemnidad. Estaban ocupados con muchos proyectos. Construyeron una maqueta a gran escala del complejo en el enorme desván de la Intrépida Imperial, instruyendo a todos los miembros del grupo.
Marcaron en un prado las distancias aproximadas —de modo que no registrara nada el avión de reconocimiento— y controlaron el tiempo de todo: a qué velocidad había que trasladarse para ir de un lugar a otro, cuáles eran los tiempos de salida a partir de la hora cero para converger todos simultáneamente. Había mucha información que no tenían y no podían obtener, de modo que dieron flexibilidad a los planes.
El problema que tuvieron que resolver fue el de reemplazar los caballos. Un pequeño grupo lo consiguió, capturando y entrenando caballos salvajes y trabajando con rapidez.
Todos ellos habían llegado a ser buenos tiradores con los rifles de asalto y los bazookas.
Con el excelente entrenamiento de Roberto el Zorro, antiguo maestro de incursiones, estaban progresando de verdad.
—Si nos equivocamos —repetía sin cesar Roberto el Zorro— y pasamos por alto el detalle más nimio, los aviones volverán a llenarse de tanques psiclo y el cielo se cubrirá de aviones de combate. El planeta Psiclo responderá con ferocidad. No nos quedará otro camino que retirarnos a la vieja base militar y probablemente perecer por asfixia cuando recurran al gas. Tenemos sólo una pequeña posibilidad. No debemos pasar por alto ni el más pequeño detalle. Volvamos a ensayarlo.
¿Una fuerza de choque de sólo sesenta hombres tomando por asalto el imperio psiclo? Reforzaban su determinación y volvían a entrenarse. Una y otra vez.
Pero seguían careciendo del pasaporte vital, crucial: el oro.