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Jonnie yacía dentro de un ataúd, en el extremo más cercano de la morgue. La tapa estaba ligeramente abierta para proporcionarle aire y una visión del interior. Sobre el tejado, una cámara de botón transmitía la escena exterior a un visor manual que descansaba junto a él. Iba vestido con azules ropas chinko, pero llevaba mocasines, lo mejor para moverse velozmente.
Porque, en el espacio de exactamente dos minutos, tenía que cubrir unas distancias exactas y hacer cosas muy precisas y concretas en el momento justo, porque de otro modo el proyecto fracasaría y él moriría. Y también morirían Chrissie y Pattie. Y todos los escoceses y los demás que quedaban en la Tierra.
Escuchó la sirena de advertencia de la torre de control del área de transbordo, anunciando la siguiente fase.
«Apaguen los motores. ¡Apártense!».
Empezó la vibración. El suelo vibraba. La tapa del ataúd temblaba. El sonido fue haciéndose más y más fuerte.
De pronto, doscientos psiclos aparecieron en la plataforma con su equipaje.
El zumbido se desvaneció. Quedó una ligera vibración.
«Se mantienen las coordenadas para el segundo estadio».
La zona volvió a la vida. Pasaría una hora y trece minutos hasta que devolvieran el disparo a Psiclo.
Los miembros del departamento de personal conducían a los recién llegados a un lado y los ponían en fila.
Terl echó una ojeada al conjunto. La última vez que recibiera una remesa había padecido un fuerte shock y ahora no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Casi esperaba encontrar un nuevo jefe de planeta en este grupo, alguien para reemplazar a Ker, y en ese caso tendría que pensar con rapidez. Caminó junto a la fila, sin revisar el equipaje en busca de contrabando. Miraba las caras detrás de los cascos de transporte, controlando los nombres. Doscientos. Era parte de la insensatez del viejo Numph tener tantos como pudiera en la falsa lista de pagos. Terl recorrió toda la fila. Lanzó un suspiro de alivio. Aquí no había reemplazo para Ker, sólo los desechos de los tugurios de Psiclo, más un joven y aislado ejecutivo y un par de licenciadas de la escuela de minería. Rutina. En el grupo no había nadie cualificado como jefe de planeta. Resultaba algo letárgico. ¡Tampoco había agentes del BII!
Terl levantó una pata en dirección al personal y ellos apartaron algunos para esperar los aviones de transporte destinados a otras minas y a otros para quedarse allí. Los cargaron en remolques junto a sus equipajes y se fueron.
Fue un alivio para Terl. Se aproximó a la morgue. El maldito caballo del animal, que siempre daba vueltas por el recinto, estaba pastando en la parte trasera.
—¡Vete de aquí! —aulló Terl al caballo, y movió las patas para alejarlo.
El caballo lo miró con indiferencia y, cuando Terl abrió la puerta, se acercó aún más.
Terl abrió de par en par la puerta de la morgue.
Había diez ataúdes listos para ser levantados por las grúas. Revisó las equis marcadas en las tapas. No había nada como tomar precauciones. Cada tapa tenía grabada su pequeña equis.
Palmeó afectuosamente un ataúd e hizo una inspiración profunda. Tal vez dentro de ocho o diez meses estaría desenterrándolos en una oscura noche en Psiclo, en el aislado y feo cementerio. ¡Y entonces tendría riqueza, poder! Los frutos de ese proyecto se los había ganado duramente. ¡No serían tan difíciles de gastar!
Llegó la primera grúa y metió las pinzas bajo un ataúd. Terl volvió a salir. Tachó el nombre en sus listas. El segundo ataúd, el tercero, el cuarto… Terl miró el cuarto ataúd, desconcertado. ¿Qué había pasado que se había equivocado al escribir el nombre falso de Jayed? No «Snit», sino «Stni». Buscó la equis. Allí estaba. Bueno, a la mierda con eso. Introduciría el error en la lista. Un buen nombre falso merecía otro. El ex agente estaba bien muerto. Eso era lo que importaba.
Las grúas tiraban los ataúdes de cualquier manera en la plataforma. Terl vigilaba, temeroso por la ruda manipulación. Pero ninguno aterrizó boca abajo.
Ahora había nueve ataúdes allí. El superintendente de la grúa detuvo la máquina junto a Terl para permitir que controlara el número diez, el último que transportaba.
—Estos ataúdes parecen terriblemente pesados —comentó el superintendente.
Terl levantó la vista, disimulando la alarma. Sólo tenían un sobrepeso de unas cien libras, no lo bastante para notarlo, y ciertamente no lo bastante para que hubiera una gran diferencia para la grúa. Los ataúdes debían de pesar unas mil setecientas libras cada uno, incluida la tapa.
—Probablemente el cartucho de potencia esté algo descargado —dijo Terl.
—Quizás —dijo el superintendente.
Los ataúdes parecían pesar unas tres mil libras, pero puso en marcha la máquina y dejó caer el décimo sobre la plataforma.
Llegó el remolque de personal que trasladaba a los que volvían a casa. El conductor parecía sofocado. En el camión había cinco psiclos con su equipaje. Dos eran ejecutivos, y los otros tres, mineros comunes que volvían a casa. El conductor entregó la lista a Terl.
—Tendrá que modificar esa lista —dijo el conductor—. Char está en ella. Estaba programado que volviera a casa hoy, y todos los de personal lo hemos estado buscando, pero no lo hemos encontrado. El equipaje está aquí, pero Char no.
—¿Cuál es su equipaje? —preguntó Terl.
El conductor señaló una pila separada y Terl la sacó del camión con un movimiento de la pata.
—Miramos por todas partes —dijo el conductor—. ¿No deberíamos retrasar el disparo?
—Ya sabe que no se puede hacer eso —dijo rápidamente Terl—. ¿Miraron en las camas de las hembras de administración?
El conductor dejó escapar una carcajada.
—Supongo que hubiéramos debido hacerlo. La de anoche fue toda una fiesta.
—Lo enviaremos dentro de seis meses —dijo Terl, y escribió «Se enviará más tarde» en el documento con el nombre de Char, y lo firmó.
El remolque de personal siguió para dejar a los pasajeros sobre la plataforma. Se quedaron formando un grupo, asegurándose de que sus cascos estaban bien ajustados. Estaban a varios pies de distancia de los ataúdes.
Terl miró el reloj. Una hora y once minutos. Faltaban dos minutos.
«¡Se mantienen las coordenadas en el segundo estadio!», se escuchó por el altavoz de la cúpula de operaciones. La luz blanca centelleaba.
Terl retrocedió, acercándose más a la morgue. El maldito caballo merodeaba junto a la puerta. Terl hizo movimientos para ahuyentarlo. El caballo se apartó unos pasos y empezó a pastar otra vez.
Era un alivio ver esos ataúdes allá. Terl se quedó mirándolos con afecto. Faltaba alrededor de un minuto.
Entonces pareció que se le erizaba todo el pelo. ¡Desde el interior de la morgue, de la desierta morgue, salió una voz!