38

Cuando llegó el autobús con los niños, cuatro enfermeras les esperaban frente al hospital de la Universidad de Frankfurt.

—Sólo estarán un par de horas aquí —dijo una enfermera —. Frankfurt debe ser evacuado. Los pacientes del hospital serán trasladados a Colonia.

Anne besó a Michaela.

—Vete con los demás. Achim cuidará de ti. No tardaré.

—¿Dónde vas? — preguntó Berger.

—A la Central de operaciones en la Dirección general de policía. Tal vez consiga hablar con Martin... quiero decir con Born.

Berger se frotó la nariz desconcertado.

—Que tengas suerte.

Anne llegó hasta el vestíbulo del edificio. Un joven policía con una metralleta le cortó el paso.

—Tengo que subir a la Central de operaciones — dijo Anne —. Tengo que hablar con mi marido. Soy la esposa del director de Helios, el Dr. Born. —Anne no tuvo la sensación de estar mintiendo.

—¿Su carnet de identidad?

—Lo he tenido que abandonar todo en la huida.

El policía habló por teléfono. Movió negativamente la cabeza.

—Lo siento, es imposible. Espere un par de minutos, uno de los caballeros bajará...

Anne vio que comenzaban a cerrarse las puertas de uno de los cuatro ascensores. Echó a correr y se metió por la rendija. Los tres hombres del ascensor se la quedaron mirando extrañados.

—¿Dónde está la Central de operaciones? —preguntó Anne.

—En el décimo —respondió uno de ellos—. Nosotros también vamos allí.

Cuando bajó del ascensor, Anne miró desconcertada a su alrededor. Por fin decidió dirigirse a la gran puerta de cristal opaco, en el fondo del rellano. Se detuvo indecisa. ¿Qué puedo decirle en realidad?, pensó.

Tres hombres venían en dirección contraria, pálidos, agotados, con las camisas empapadas de sudor. El del medio era el canciller. Anne se apretó contra la pared. El canciller le iba diciendo al hombre bajito que caminaba a su derecha:

—No hubiéramos podido hacer nada por él. Ya lo había decidido así. Tenemos que respetar su decisión. Sólo nos cabe la esperanza de que no haya sufrido mucho.

—¿Le conocía usted? —preguntó el hombre bajito.

—Sí — dijo el canciller —. No le he visto en mi vida, pero le conocía. Conocía a Born tan bien como a mí mismo.

Anne comenzó a bajar lentamente las escaleras sujetándose en la barandilla. El policía la detuvo en el quinto piso. Una hora más tarde Anne preguntaba por Michaela en la clínica. La enfermera jefe le respondió con maneras abruptas:

—Estamos desbordados de trabajo. No puedo estar pendiente de cada transporte que llega.

La clínica estaba llena hasta los topes. Anne comenzó a recorrer las salas, deslizándose entre las camas y camillas. Fue abriendo puerta por puerta y examinando los rostros apáticos apoyados en las almohadas. No pudo encontrar a Michaela en el primer piso.

En el segundo piso, un médico la echó violentamente de una habitación donde habían erigido cuatro tiendas de oxígeno.

En el tercer piso le cortó el paso a una enfermera que corría hacia la escalera con una caja de inyecciones.

—¿Los niños de Griesheim? ¿Dónde están, por favor?

Antes de que la enfermera pudiera responder, Anne oyó la voz de Michaela. Corrió hacia la segunda puerta.

En la habitación había seis camas. Los niños de las camas se reían a carcajadas. Dos de ellos apretaban la boca cuando reían. Llevaban todo el cuerpo envuelto en vendas que sólo dejaban al descubierto una parte de la cabeza, y cualquier movimiento les hacía daño. Michaela estaba de pie sobre una silla y hacía muecas a los niños ayudándose con las manos.

Al ver a Anne, se sacó los dedos de la boca y sonrió: —El médico ha dicho que no me falta nada. ¿Iremos a Colonia, sabes? Estos son Brigitte, Barbel y Freddie, no recuerdo el nombre de los demás. Barbel y Freddie, en realidad se llama Friedrich, llevan ya una semana aquí. Casi se quemaron vivos en un accidente de coche. —Michaela apoyó la cabeza en la mano de Anne—. ¿No crees que yo he tenido mucha suerte?

Sólo entonces advirtió Anne la figura de Berger junto a la ventana. Únicamente le veía la espalda de la chaqueta blanca manchada de sudor. Anne cogió a Michaela en brazos y se le acercó. Berger la miró con expresión interrogante. Anne movió negativamente la cabeza. El sol se estaba poniendo, pero el lugar del cielo que normalmente resplandecía con sus rayos a esa hora, sobre los tejados, hacia poniente, apenas presentaba un pálido fulgor. En cambio, en el sur, donde antes se alzaba la ciudad de Darmstadt, donde Darmstadt ardía envuelta en llamas, allí lucía un lúgubre resplandor rojo.

A Anne le pareció sentir el calor del incendio sobre el rostro, tan fuerte era el brillo que se le llenaron de lágrimas los ojos. Apoyó la frente ardiente sobre el frío cristal.

Berger buscó su mano. Anne la abandonó entre las suyas. El resplandor en el sur se fue haciendo más intenso con la caída de la noche.

La explosión
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