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—¿No lo dirá en serio? — dijo el canciller.

Los demás hombres sentados alrededor de la mesa hicieron gestos de asentimiento. El jefe de la oposición, Lützkow, se llevó el índice a la sien.

—Pues sí. Born tiene razón —respondió la voz de Andree—. Es un tema de física elemental. Hamburgo, julio de mil novecientos cuarenta y tres, la tempestad de fuego que siguió al bombardeo. El aire caliente arrastró las cenizas y el polvo a tal altura, que cuando volvieron a caer ya estaban sobre el Báltico. Si incendiamos Darmstadt, la nube será arrastrada hacia las capas superiores de la atmósfera. Ello nos permitirá salvar la población de Frankfurt. Es la única posibilidad.

—Le comunicaré nuestra decisión en cuanto lleguemos a un acuerdo — dijo el canciller.

—No nos queda mucho tiempo —observó Andree.

El altavoz crujió.

Antes de que el canciller pudiera formular su pregunta a los reunidos, habló Lützkow:

—Es una insensatez. ¡Rociar Darmstadt con petróleo y bombardear la ciudad! ¿No hemos sufrido ya bastante destrucción? Y aún queda gente en la ciudad, viejos, enfermos...

El canciller le cortó la palabra.

—No tiene sentido hablar de eso sin saber si reducir Darmstadt a cenizas puede producir realmente el efecto deseado.

Cogió el teléfono. Todos pudieron escuchar la conversación.

—El Dr. Born ha sugerido...

—Ya estoy enterado. El subsecretario Andree acaba de comunicármelo y me ha preguntado por las probabilidades de éxito.

—¿Y cuál es su opinión como meteorólogo?

—Es posible que al menos una parte de la nube se eleve a la atmósfera. Pero no puedo asegurárselo con absoluta certeza.

El canciller colgó. Fue recorriendo con la mirada los rostros de los miembros del estado mayor de emergencia.

—¿Kruger?

El ministro de Defensa, Kruger, dijo:

—Debemos aprovechar cualquier posibilidad de salvar la ciudad de Frankfurt. Si el bombardeo tiene un 50 por ciento de probabilidades de éxito, debemos intentarlo. Yo incluso me inclinaría por esta decisión aunque las probabilidades fuesen de un uno por ciento.

Lützkow protestó:

—¡Pero aún queda gente en Darmstadt!

—¿Cuánta? —preguntó Grolmann, jefe del partido en el Gobierno—. ¿Y cuántos morirán en Frankfurt?

El canciller asintió.

—Vidas humanas frente a vidas humanas. No parece que tengamos otra opción en las presentes circunstancias. Primero, Grenzheim. Ahora, Darmstadt. ¿Cuándo debería iniciarse el bombardeo?

—Dentro de cuarenta minutos a más tardar — dijo Krüger.

—¿Cree que entonces habrán salido todos de la ciudad?

—Los sanos sí. Los que no puedan huir por su propio pie y los que no tengan a nadie que cuide de ellos, tendrán que esperar los transportes especiales y éstos necesitan su tiempo. Y, por otra parte, tenemos todas las personas de las que nadie se ha acordado: viejos, niños, que están solos en casa...

El canciller no dijo nada. Luego cogió el teléfono.

—El subsecretario Andree, por favor. Sí, por radio.

Andree contestó la llamada.

—Éstas son mis órdenes — dijo el canciller —. Una escuadrilla de cazabombarderos incendiará la ciudad de Darmstadt. El ataque tendrá lugar dentro de cuarenta minutos exactos. El ministro de Defensa solicitará la ayuda de las fuerzas aéreas aliadas. ¿Dónde está usted ahora?

—A cinco minutos del aeropuerto de Frankfurt.

—Encárguese de organizar las operaciones de los aparatos civiles. Tendrá que actuar con pies de plomo, Eckart. No podemos obligar a ninguna tripulación a correr ese riesgo.

—Lo sé. Pero, no se preocupe, todo irá bien.

Lützkow se quedó mirando al canciller con los ojos vacíos y dijo:

—Eso sí que no nos lo perdonarán jamás.

La explosión
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