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Los relojes de las iglesias daban las campanadas de las siete desde todas direcciones. El sol grande y luminoso flotaba sobre una bruma sucia aún muy elevado sobre el horizonte. El hombre de la colina dirigió sus prismáticos sobre la Central situada en la otra margen del río. Ajustó el enfoque. Hacía más de una hora que había comenzado a vaciarse el aparcamiento situado junto a las puertas del edificio principal y sobre la banda de asfalto gris claro que surcaba los terrenos se veía el resplandor de los parabrisas de los coches, camino del acceso a la autopista 44 —todos llevaban una velocidad superior a los 60 kilómetros por hora reglamentarios. Al llegar al cruce, la mayoría giraba a la izquierda, en dirección a Grenzheim y Darmstadt, sólo una minoría seguían hacia la derecha, rumbo a Garding y Worms.
El hombre fue siguiendo con sus prismáticos un Mercedes azul oscuro. «Vaya, vaya», murmuró, «el señor director en persona». Lo mantuvo enfocado hasta que se perdió entre los árboles de la autopista. Guardó los prismáticos en su maletita de cuero y comenzó a descender entre los troncos de los pinos que cubrían la ladera, con el brazo izquierdo extendido para protegerse la cara de posibles telas de araña. Al pie de la colina, entre unos matorrales, tenía aparcado un BMW 1502 blanco con matrícula de Frankfurt. El hombre dejó el maletín en el asiento posterior y encendió los faros y el intermitente. Dio una vuelta de inspección alrededor del vehículo. Luego lo guió con cuidado entre los baches y montículos de arena que cubrían el camino hasta alcanzar una carretera adoquinada. Tenía intención de detenerse aún un momento a comer algo en Worms.