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Cuando tenía seis o siete años, Anne había ido al cine un domingo de diciembre por la tarde, a ver una película americana, «El mago de Oz», en la cual Judy Garland —que entonces tenía dieciséis años y aún aparentaba menos con el corsé que le aplastaba los senos— se encontraba de pronto en el país encantado de Oz y buscaba desesperada al mago, el único capaz de devolverla a su granja natal de Kansas. Una bruja la perseguía con la intención de matarla para apoderarse de sus zapatos rojos. La bruja lograba atrapar a Judy y la encerraba en una jaula. Luego sacaba un reloj de arena: cuando toda la arena hubiera caído, Judy moriría. Anne no había podido olvidar nunca esa escena (la cámara enfocaba alternativamente el reloj de arena y la cara de la niña), no tanto por el impacto de las imágenes, como por la circunstancia de que en ese momento todos los niños de la sala rompieron a llorar y a gritar, llenos de miedo, compasión y una tensión insostenible, lo cual contribuía a reforzar el efecto tétrico de la escena.
Casi todos los niños del autobús lloraban, incluso los tres de nueve años, los mayores, que hasta entonces habían contenido valerosamente las lágrimas. Mientras Berger conducía el autobús hacia Griesheim por los atajos — todos los accesos por carretera estaban cerrados— y Rapp permanecía mudo en su asiento — había renunciado a intentar justificar su conducta, en vista del silencio impenetrable de Berger y Anne—, Anne iba de uno a otro asiento e intentaba tranquilizar a los niños. Pero la mayoría no se dejaban consolar. Las emociones de las últimas horas habían sido excesivas: el caos en el aparcamiento de Helios, la huida hacia Grenzheim, los moribundos en la plaza Kilian, el pánico, la amenaza de Rapp apuntando con la pistola la cabeza de Michaela. Anne era incapaz de atenuar el choque que representaba toda esa serie de experiencias. Sólo era la maestra. Los niños necesitaban una persona que les cogiera en brazos y les dijera que todo había sido un mal sueño, una película de terror; lloraban y gritaban llamando a sus padres.
Anne se preguntó cuántos niños no volverían a ver a su madre ni a su padre, porque habrían perdido la vida en algún lugar detrás de la nube de polvo que levantaba el autobús: en un accidente, en el estallido de pánico de Grenzheim, víctimas de la radiactividad. Y pensó con horror en el momento en que tendría que responder a las preguntas de los padres de los niños aplastados por la muchedumbre en Grenzheim:
—¿Dónde está nuestra hija? ¿Dónde está nuestro hijo?
Acarició a Michaela. La niña también lloraba, pero más por solidaridad que por otra cosa. Anne advirtió que su hija se avergonzaba de ser la única que tenía a su mamá a su lado para protegerla. Tal vez por ello no quiso aprovechar esa ventaja y esquivó la caricia de Anne
Una mano vigorosa la agarró por el hombro. Se volvió.
—Pronto llegaremos a Griesheim —dijo Rapp—. Una vez allí haré lo que ahora voy a decirle: bajaré con su hija. Atravesaré el cordón de seguridad con ella. Subiré, siempre con ella, en un autobús con destino a Frankfurt. La dejaré en libertad en la estación central de Frankfurt. Usted podrá recogerla allí. Si intenta denunciarme a la policía, Michaela morirá.
—Déjese ya de comedias — dijo Anne —. Puede irse sin Michaela. No lo denunciaremos a la policía. Tienen problemas más importantes que perseguir a un infractor de tráfico.
Rapp sonrió con astucia.
—Sus palabras son razonables, señora Weiss. Pero la conozco. No me puede ver. Siempre me ha tenido manía. Y después de lo ocurrido con los niños y su hija... No me dejará escapar. Pero escapar, hija mía, escapar, es la única posibilidad de salvación que nos queda. Escapar lejos, muy lejos, antes de que todo este maldito país esté envenenado.
Rapp cogió a Michaela por el brazo y la arrastró hacia la puerta delantera.
Un hombre con un traje protector amarillo les detuvo y les hizo aparcar el autobús rojo en la cuneta un kilómetro antes de llegar al punto de control de Griesheim, en el límite de la zona acordonada de veinte kilómetros de radio.
—No se puede seguir, más adelante hay una cola de cuatro en fondo. Continúen a pie hasta el control y preséntense allí.
Berger apretó el botón. Las puertas se abrieron con un zumbido. Rapp cogió a Michaela.
—Esperen un poco antes de seguirme con los niños — le dijo a Anne.
Empuñó la pistola que llevaba oculta en el bolsillo derecho del pantalón y comenzó a bajar del autobús sin volverles la espalda.
De pronto Michaela gritó:
—No quiero, no quiero.
Se soltó de sus manos y cayó de bruces en el autobús.
Rapp, con un pie aún en el estribo y el otro ya en el suelo, pareció desconcertado. Tardó dos segundos en sacar la pistola del bolsillo y apuntar a Michaela.
—Dígale que tiene que acompañarme.
Anne asintió resignada y comenzó a abrir la boca.
Berger accionó el botón que cerraba automáticamente las puertas casi sin mover la mano. Rapp se echó atrás, pero su reacción fue demasiado lenta. La puerta le atrapó la mano derecha. El cañón de la pistola comenzó a temblar. Rapp disparó cuando creyó tener a Berger en el campo de tiro. La bala atravesó un cristal y dejó un agujero perfecto Berger apretó la mano de Rapp y le obligó a bajarla. Su grito de dolor le hizo comprender que le había roto el hueso. El hombre del servicio de control de radiaciones acudió de inmediato, le agarró por la espalda y le apartó de un tirón del autobús. Rapp no intentó resistirse. Sólo murmuró:
—No puede hacer eso, soy alcalde. No puede hacer eso, soy alcalde.
Dos policías se lo llevaron esposado.
Anne y Berger comenzaron a caminar con los niños hacia el cordón de seguridad. En Griesheim la policía y los soldados habían podido evitar el caos. A ambos lados de la carretera se veían montones de chatarra retorcida, en medio de la calzada yacían algunos cadáveres, mal tapados con sábanas, mantas o prendas de vestir. Pero la gente esperaba paciente y disciplinada en diez colas que avanzaban paso a paso a través de la barrera. Tal vez su tranquilidad se debiera a que no se consideraban amenazados por la nube gigantesca que avanzaba hacia el nordeste. Tal vez los incidentes de la huida les habían dejado tan fatigados que ya no se inmutaban por nada.
Anne tuvo por primera vez la sensación de que ella y Berger y los niños habían logrado pasar lo peor. Por primera vez le invadió la certeza de que sobrevivirían.
Tres sanitarios — todos llevaban trajes antirradiactivos, al igual que los médicos, las enfermeras, los policías y los soldados — hicieron pasar a los niños delante de la cola.
Los técnicos examinaron sus cuerpos con los aparatos. Cuando le tocó el turno a Anne, la joven observó preocupada la escala del contador. El técnico dijo:
—Poca cosa, pero tendrá que ducharse y cambiarse de ropa.
Anne se introdujo en una cabina de tela sintética de la altura de una persona. Una figura en un uniforme amarillo le explicó el procedimiento a seguir para lavarse y ducharse. Al cabo de un minuto, Anne volvió a salir a la luz del sol, después de secarse bajo una corriente de aire caliente. Un sanitario la condujo a una casa con el tejado rojo, una escuela que había sido habilitada como hospital de campaña. Una enfermera le dio unas prendas de vestir no demasiado nuevas, pero libres de radiactividad.
Anne miró un momento su imagen en el cristal de la puerta y se dijo: «Parezco Madre Coraje.»
Oyó las voces de los niños a su lado.
Berger estaba charlando con el médico; lucía una camisa a cuadros y unos pantalones de lino enormemente anchos. Se volvió hacia Anne, que estaba intentando localizar a Michaela entre los niños, y la saludó con un guiño cuando al fin la descubrió:
—Todos los niños deben ser internados en el hospital de Frankfurt. Allí se ha constituido un estado mayor de fuerte shock. Saldremos dentro de cinco minutos.
Anne asintió y le preguntó al médico:
—¿Quién dirige todas estas operaciones?
—Aquí, en Griesheim, un jefe de policía. Recibe sus órdenes de Frankfurt. Allí se ha constituido un estado mayor de emergencia...
—¿Puedo telefonear allí?
El médico se la quedó mirando sorprendido.
—Puede intentarlo si quiere. El jefe de policía está al fondo del pasillo, la segunda puerta a la izquierda.
El jefe de policía tenía los ojos enrojecidos y un esparadrapo en una mejilla; por sus dimensiones aquél parecía cubrir algo más que un corte con la navaja de afeitar, tal vez un furúnculo.
Dijo que Anne no podía llamar al estado mayor de emergencia. Y además allí no había nadie llamado Born.
Anne aclaró:
—Es el director de Helios.
El policía comenzó a remover con la cucharilla una taza de Nescafé que ya no desprendía vapor.
—Por favor — suplicó Anne —. Sólo quiero saber si aún vive.
El jefe de policía habló por teléfono. Luego colgó.
—El Dr. Born todavía está en la Central. Se mantiene en contacto con la Central de operaciones. Está vivo.
—Gracias — exclamó Anne.
Salió otra vez al pasillo. Las paredes estaban llenas de dibujos infantiles, soles, cometas, caballos, barcos.
Berger y los niños ya habían desaparecido. Anne salió al patio. Las lágrimas le impedían distinguir el ajetreo de vehículos y personas. Oyó sonar un claxon. Los niños agitaron las manos. Anne comenzó a caminar hacia el autobús. El que les había correspondido era de color verde.