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El hombre de la colina bajó los prismáticos. Las cuatro y media. El sol aún estaba bastante alto en el sudoeste. Un enjambre de mosquitos revoloteaba en torno a su cabeza, indiferente al humo del cigarrillo. Era un hombre joven, de unos veinticinco años, alto y delgado. Llevaba zapatillas de tenis, téjanos, una camiseta y una chaqueta de cuero barata, con las costuras descosidas. Tenía el rostro fino y huesudo, con una barba incipiente perlada de gotas de sudor. Avanzó a paso ligero hasta el banco situado debajo de los pinos. Abrió su maletín de cuero negro y sacó dos chuletas envueltas en papel de aluminio. Destapó un frasco de mostaza y la extendió sobre las chuletas con el índice. Comenzó a comer a grandes bocados. Para terminar, lo enjuagó todo con un trago de té de limón que llevaba en un termo. Encendió un cigarrillo. Desplegó una cuartilla cubierta con una apretada escritura. Volvió a leer lo que ya se sabía de memoria:
22:00 horas: Marcks queda libre de servicio.
22:15 horas: Marcks sale de la Central.
22:25 horas: Cita.
El hombre dobló la cuartilla. Aún le sobraba mucho tiempo. Cogió los prismáticos. El panorama ante sus ojos no era el más indicado para un cartel turístico: sobre la margen occidental del Rin —donde se encontraba el hombre— se extendían pedregosas colinas cubiertas de viñedos, más grises que verdes incluso en esos días de pleno verano. La margen oriental era plana, estaba cubierta de campos de un marrón verdoso, entre los cuales se intercalaba algún que otro sembrado de trigo; en esa orilla también se alzaban algunas fábricas humeantes. En el río, a la derecha del hombre de la colina, se divisaban tres pilares de un puente de ferrocarril fuera de uso. La húmeda capa de moho y musgo que cubría los basamentos hablaba bien a las claras: el Rin llevaba poquísima agua.
Exactamente enfrente del observador relumbraba la Central Helios. El hombre la odiaba. Le alegraba que fuese una obra digna de su desdén: bella, perfecta, inaccesible. Era capaz de pasarse horas mirándola como a una mujer demasiado hermosa para pensar en conquistarla.
La cúpula monumental, centro de las instalaciones, se alzaba en medio del paisaje como un huevo de un blanco cremoso. El huevo relucía bajo el sol, pero al hombre le parecía verlo brillar con un resplandor propio, generado por el monstruoso fuego que ardía en su corazón. Desde esa perspectiva, la fina chimenea de ventilación, cada vez más estrecha, parecía alzarse hacia el cielo empujada por la misma cúpula, temblorosa de energía. Sin las dos torres de refrigeración que se alzaban a derecha e izquierda, la Central hubiera resultado estéticamente perfecta, un Taj Mahal de la era atómica. Las torres de refrigeración eran unos horribles armatostes cilíndricos gordos y achaparrados, de ciento sesenta metros de altura, cincuenta metros más que la catedral de Friburgo, y estaban sucias. Eran atalayas, baluartes, desmesuradas defensas erigidas por un gigante en medio de la llanura. Eran un aviso permanente de que bajo la cascara del huevo rugían fuerzas capaces de aniquilar todo lo existente en algunos centenares de kilómetros a la redonda. Eran un aviso de que la tranquilizadora perfección de las instalaciones no constituía más que un disfraz. En efecto, en el vientre de Helios ardía el fuego atómico; de momento, aún no con toda su potencia. A partir del día siguiente, en que Helios quedaría oficialmente inaugurada y comenzaría a funcionar a pleno rendimiento, sus entrañas se encenderían en infernales llamaradas.
El hombre siguió con sus prismáticos los movimientos de un grupo de empleados de la Central que salieron de la cúpula para dirigirse a un edificio contiguo. Llevaban un traje y un casco amarillos. Permanecieron en el patio y comenzaron a recorrer la zona en torno a la chimenea de ventilación con el cuerpo inclinado sobre el suelo. Arrastraban tras sí un aparato blanco metálico montado sobre neumáticos.
—El equipo de control de radiaciones —murmuró el hombre. Continuó su vigilancia. Transcurridos diez minutos, las figuras amarillas desaparecieron detrás de un edificio bajo, adosado a la chimenea.
El hombre comenzaba a impacientarse. Escudriñó atentamente todos los rincones de la Central, pero no consiguió apreciar nada fuera de lo corriente: no se veía correr a nadie, en las calles de la Central no se advertía más movimiento del habitual. Y cuando por fin dejó caer los prismáticos y aguzó el oído, sólo oyó los pájaros, los mosquitos y el chirrido de las palas—excavadoras que extraían la arena —y no sonó ninguna sirena de alarma.
—Un ejercicio —pensó el hombre. Por un momento le pareció identificar a Werner Marcks con una figura en mono blanco. Pero al ver el pelo rubio comprendió que se había equivocado.
—Calma —se dijo el hombre —. Calma.
Encendió otro cigarrillo con mano temblorosa.