21
Fuchs no había abierto la boca desde que había subido al coche al pie del Cerro de las Palomas. Había puesto la radio a todo volumen. Las emisoras no mencionaban el accidente en la central nuclear Helios; pero se encargaban de anunciarlo los altavoces de los helicópteros que hacían retumbar la carretera cada vez que pasaban volando a muy baja altura. El programa radiofónico se reducía a una serie de instrucciones generales de tráfico, concretadas en una relación de los trozos de carretera y de autopista cerrados al tráfico y una enumeración de las estaciones de control de tráfico.
Fuchs escuchaba atentamente. Sibylle advirtió que había superado el shock y había logrado deshacerse de la sensación de impotencia. Advirtió que comenzaba a recuperar esa fuerza extraordinaria que la había tenido fascinada durante tanto tiempo. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no dejarse subyugar otra vez por esa fuerza. Se obligó a rememorar: no es inocente. No es un idealista. No es un genio. Está loco. Sólo su fanatismo le da esa apariencia de fuerza. Sólo su fanatismo me obliga a ver sinceridad y belleza, y un parecido con Cristo, en su rostro y a considerar cada una de sus palabras como una muestra de inteligencia y profundidad de pensamiento, y tenerle a él mismo por un hombre superior a los demás. «No olvides que te ha utilizado», se dijo.
Todos los pueblos que cruzaron estaban abandonados.
Fuchs apagó la radio.
—Para.
—¿Por qué?
—Para. —Lo dijo en voz baja e imperiosa.
Sibylle se detuvo.
—Da media vuelta.
—Sascha, me has prometido ir a ver al Dr. Wagner en Darmstadt...
—Vuelve atrás.
Sibylle dio la vuelta y recorrió un par de centenares de metros.
—A la derecha.
Sibylle torció por una carretera secundaria empedrada de adoquines.
—Lo tenías todo bien estudiado — dijo Fuchs —. En Alsheim hay una estación de control. ¿A quién crees que buscan? Buenas tardes, caballeros, aquí tienen a su terrorista... has estado a punto de hacerme caer en la trampa.
—¡Pero Sascha, si yo misma he tenido que disuadirte para que no acudieras a la policía!
Fuchs soltó una carcajada.
—Ni me ha pasado por la cabeza semejante idea. Quieres entregarme a la bofia. Tienes miedo. Miedo.
—¿A dónde te propones ir ahora? —preguntó Sibylle, procurando conservar la calma.
—A Darmstadt. Tengo que ir a mi casa. Pero será preciso buscar una carretera que no esté controlada. En la radio no han dicho nada de ésta.
Pasaron junto a un lago centelleante. Un pescador sentado en una barca negra lanzaba regularmente la cucharilla de metal y con cada gesto levantaba ondulantes anillos sobre la superficie del agua, que formaban un halo en torno a la barca.
Comenzaron a adentrarse en la penumbra verde de un bosque. Un tronco derribado les cerró el paso.
Detrás del tronco había un coche de bomberos. Dos hombres con trajes antirradiactivos se apoyaban en el radiador. En la cabina del conductor se oían silbidos y retazos de conversaciones procedentes del radioteléfono.
—Vámonos de aquí — dijo Fuchs y se acurrucó en el asiento.
Sibylle higo girar rápidamente el Volkswagen. Los dos hombres no intentaron detenerles.
—Continuaremos a pie — dijo Fuchs —. Por el bosque. No pueden estar en todas partes.
—Ésos no te buscan a ti — dijo Sibylle —. Es una operación relacionada con Helios.
Fuchs sonrió sarcástico.
—Eres lista como una zorra Pero no conseguirás hacerme caer en tus trampas. Vamos, baja, ya nos hemos alejado bastante.
La sacó del coche de un tirón.
—Ve tú solo —dijo Sibylle.
Él sonrió.
—¿Para que puedas lanzados sobre mis huellas? Venga, vamos ya.
La empujó delante de él.
Al cabo de unos cien metros la obligó a ocultarse detrás de un árbol. Frente a ellos se extendía un estrecho sendero, flanqueado de arbustos y matorrales. Entre las ramas, Sibylle distinguió la carrocería a manchas verdes y marrones de un tanque.
Fuchs ahogó una risita.
—Todos los ejércitos del faraón.
Se deslizaron hacia la izquierda, al amparo de los arboles, hasta llegar junto al sendero. Al otro lado del camino se alzaban las colinas cubiertas de viñedos, pero para alcanzar la primera hilera de vides era preciso atravesar una franja de terreno de unos treinta metros de ancho, rodeada de una alambrada baja y tensa.
—Tú primero —dijo Fuchs.
—Dispararán sobre nosotros.
Fuchs hizo un gesto afirmativo. Por un instante, a Sibylle le pareció dispuesto a darse por rendido, a estrecharla entre sus brazos y confiarse a ella.
—Tal vez consigan darme a mí — dijo Fuchs —. Entonces habrás logrado tu propósito. Si no caes tú primero.
La empujó hacia el camino. Sibylle tropezó, cayó, avanzó a gatas hasta el alambre de púas, se deslizó por debajo y echó a correr hacia los viñedos.
A su derecha se oyó un grito:
—Alto o disparo.
Sibylle continuó corriendo. Oyó a Fuchs que gritaba algo a sus espaldas. Un fusil de precisión disparó con un estampido seco. Sibylle se lanzó al suelo entre las apretadas cepas. Miró hacia atrás. Fuchs corría por el campo con el torso agachado. Un racimo de uvas verdes saltó en pedazos junto a la cabeza de Sibylle y le salpicó la cara de zumo. Fuchs se deslizó a su lado.
—Sigue.
Echaron a correr por el terreno pedregoso. Los soldados no les persiguieron.
Al cabo de cinco minutos comenzaron a seguir unos carriles. Tardaron diez minutos en llegar a una pequeña estación pintada de blanco. Varias familias campesinas se agolpaban en la plaza en torno a un grupo de autobuses que despedían negras nubes de humo de sus motores Diesel.
Un hombre vestido con pantalones verdes del ejército le preguntó a Fuchs con expresión desconfiada:
—¿Vienen del sur?
;—Del oeste — dijo Fuchs —. Nos dirigíamos a Rheindürkheim, pero no nos han dejado pasar. Después hemos tenido una avería. ¿Qué es todo este alboroto?
El hombre le indicó un autobús verde:
—Pueden coger ese autobús, se dirige a Mainz.
Se pusieron a la cola. Sibylle observó que el suelo se humedecía en torno al pie derecho de Fuchs: sangre. Se disponía a agacharse, pero él le apretó la muñeca con todas sus fuerzas, obligándola a ahogar un grito.
—Atención — gritó el conductor, robusto y satisfecho, en camiseta sport de manga corta—, se cierra la lata.
Se cerraron las puertas. Sibylle quedó aplastada contra el cuerpo de Fuchs. Él le rodeó los hombros con el brazo. Una campesina, con una ancha sonrisa en el rostro arrugado, dirigió a Sibylle un guiño de complicidad.