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El ministro de Economía, Eberhard Hühnle, representante del gobierno local en el coloquio sobre la central nuclear Helios que debía tener lugar en la posada «El águila negra» de Grenzheim, estaba disfrutando con ese recorrido en automóvil a través de su jurisdicción, camino de la reunión. El Rin, las colinas cubiertas de viñedos y los pintorescos mercados de los pueblos no atraían demasiado su atención. Su mirada sólo buscaba fábricas nuevas, fábricas que no contaran más de seis años. Ese era el tiempo que Hühnle llevaba en su cargo de ministro de Economía.

El automóvil se aproximaba a un conjunto de bloques de hormigón de un color tostado. Sobre el más alto de todos relucía un rótulo de neón.

—Eso es Wilm —le explicó Hühnle a su chófer—. Me costó un par de noches de insomnio. Esa vez sí que tuve que parlamentar. Primero fue preciso convencer al viejo Wilm de que éste era el emplazamiento ideal para construir una filial, y al final sólo lo conseguí con una serie de condiciones que me hubieran costado el cuello de haberlas tenido que cumplir. Facilidades de inversión, viviendas, exención de impuestos y varias cosas más. Pero lo peor fueron los concejales del Ayuntamiento. Cuando por fin me había puesto de acuerdo con Wilm, empezaron a rezongar. Una industria química ensucia el aire. Es perjudicial para el turismo. Cada día se les ocurrían nuevos impedimentos. ¿Y sabes qué hice? Conseguí los datos sobre tránsito de turistas y saqué mis cuentas. ¿Y sabes cuántos turistas habían pasado por ahí el último año?

El ministro no esperó la respuesta de su chófer, y a él tampoco se le hubiera ocurrido responder bajo ninguna circunstancia. Llevaba seis años haciendo las veces de mudo auditorio para los monólogos del ministro, y Hühnle necesitaba que cumpliera esa función, igual como un campeón de tenis necesita una pared contra la cual ensayar sus golpes maestros.

—Quinientos. ¡Quinientas pernoctadas en un año! Hice números y les demostré lo que eso representaba económicamente para ellos. Incluso fui generoso y supuse que cada turista se había hospedado en régimen de pensión completa, algo muy improbable dada la calidad de la comida que sirven en el hotel; la he probado. En conjunto, la comunidad venía a sacar unos cien mil marcos del llamado turismo. Apenas les alcanzaba para pagar al alcalde y los maestros. En cambio, con la nueva filial percibirían impuestos por valor de cuatro millones. ¡Cuatro millones contra cien mil! Bueno, eso los convenció definitivamente. Y ahora les va muy bien.

Hühnle golpeó el cristal.

—Ése es el nuevo Ayuntamiento. Ahí abajo, a orillas del Rin, han construido unos baños muy bonitos, con una palanca de diez metros. Me invitaron a la inauguración, pero no me fue posible aceptar.

Fueron dejando atrás otras fábricas e industrias, y Hühnle prosiguió sus comentarios —la fábrica de zapatos, que estaba pasando un mal momento, la cantera, la fábrica de cemento, la fábrica de ladrillos, la fundición de acero y la fábrica de productos farmacéuticos: al principio todas no habían sido más que una hoja de papel sobre la mesa del despacho de Hühnle. Si por fin se alzaban en la campiña, ofrecían trabajo a las gentes del lugar y proporcionaban dinero para escuelas, hospitales y calles asfaltadas a comunidades que habían vivido largos años en la pobreza era gracias a Hühnle, a su esfuerzo personal, a la energía, obstinación y pragmatismo de que había hecho gala. Así lo creía él y muy pocos se atrevían a discutirlo, desde luego no la oposición y mucho menos los ciudadanos.

El ministro de Economía Hühnle era el político más popular de la República Federal. Los sondeos de opinión indicaban que un 92 por ciento de la población conocía su nombre y en las últimas elecciones había obtenido su mandato directo con un 68 por ciento de los votos —y se enfrentaba con el jefe de la oposición en el Land.

Hühnle no se había ganado esa popularidad simplemente por sus méritos, él mismo lo sabía mejor que nadie. Conocía a más de un hombre muy capaz que nunca lograría triunfar en política, por no saber congraciarse con la gente.

Hühnle estaba convencido de que su éxito se debía a que se presentaba tal cual era: un hijo de campesinos que había logrado terminar el bachillerato a costa de muchos esfuerzos y se había ganado a pulso el lugar que ahora ocupaba; un hombre para quien las discusiones constituían una pérdida de tiempo y cuya expresión favorita era «manos a la obra».

Hühnle aparecía regularmente en las columnas de chismorreos del Spiegel o el Stern. Un día lanzaba una diatriba contra los burócratas —sin distinguir entre miembros de su partido y adversarios —, otro eructaba tranquilamente en medio de una cena, o embestía en persona contra un grupo de manifestantes en desbandada. «Mierda» y «joder» eran palabras clave de su vocabulario, en todas sus combinaciones; como respuesta a los críticos demasiado sensibles, Hühnle citaba a Lutero, Goethe y Ludwig Thoma, que también hablaban la lengua del pueblo y fueron grandes hombres.

Un periodista, a quien Hühnle solía favorecer con sus informaciones, había correspondido a este honor con un artículo en el cual llamaba a Hühnle, «toda una figura varonil al estilo de Baviera». La descripción había sido del agrado de Hühnle, aunque no había nacido en Baviera, sino en Silesia.

No le preocupaba que sus contrincantes pronunciaran frases mordaces sobre su nivel de inteligencia, como la del editorial de un periódico de Frankfurt, que decía así: «El mayor temor del ministro de Economía es que alguien pueda tomarle equivocadamente por un intelectual. Jamás hubo preocupación más infundada.»

El coche avanzaba junto al Rin. A su izquierda se extendían kilómetros de pastos y campos de cultivo. Hühnle se recostó en el asiento. Tenía la camisa pegada al cuerpo, a pesar del sistema de aire acondicionado, a pesar de la pantalla protectora de los cristales verdosos, a través de los cuales el paisaje ya se veía medio en sombras. A Hühnle le sobraban unos quince kilos de peso. No se le habían acumulado en forma de rollos de grasa en el vientre o la nuca, sino que los tenía distribuidos por todo el cuerpo y aún le hacían parecer más musculoso y de piernas más fuertes.

Hühnle había trabajado en la construcción. Parecía un toro bien cebado, impresión que se veía reforzada por su redonda cabeza de campesino, con el pelo tieso como un rastrojo y la mandíbula saliente permanentemente, teñida de un color negro azulado.

Tenía éxito con las mujeres. Excepto entre las estudiantes, como precisaba gustoso el mismo Hühnle.

—¿Falta mucho todavía? —le preguntó a su chófer.

—Una media hora.

Hühnle comenzó a hurgar en el ajado maletín, que más parecía un bolso de la compra que no la cartera de un ministro. Volvió a repasar los datos y cifras sobre la central nuclear Helios que le había preparado su informador personal. Se quedó pensativo.

—¿Sabes una cosa, Schorsch? —preguntó—. No me gusta nada todo este alboroto que estamos armando con esta central atómica. Puede volverse contra nosotros. Tengo la sensación de que será como escupir contra el viento. Ya le he sugerido a Klinger que tal vez sería mejor que no viniera mañana. Pero no ha querido ni oír hablar de ello. Sin duda, el viejo zorro ha creído que quería arrinconarlo y pensaba aprovechar la inauguración para hacer mi número particular. Tiene gracia. Le hacen una jugada y ni se entera, pero por una vez que intento ser sincero, todo son desconfianzas.

De todos modos, ¿qué puede pasar mañana? Esos bobos se manifestarán, la policía les golpeará, la televisión lo filmará todo y nuestra bonita imagen quedará manchada. La mierda es que esta vez no serán tipos barbudos, sucios y de pelo largo, sino que tendrán todo el aspecto de ciudadanos de Grenzheim. No produce muy buena impresión, ver que la policía golpea a unas pobres abuelitas y les hace volar sus sombreros con la manguera de agua. Los compañeros de Baden—Wurtemberg ya tuvieron una experiencia parecida en Wyhl. A resultas de eso la gente comenzó a salirse en masa del partido.

Ya se lo he advertido a Klinger, no te mezcles en este asunto. Te hemos creado una imagen de caballero, y lo eres. Las cargas de la policía y las bombas de gases lacrimógenos no te van, sólo pueden contribuir a confundir a la gente, nos hará perder credibilidad. Más vale que me lo dejes a mí, de mí ya se esperan cualquier cosa y si la situación se pone realmente fea, con un par de cabezas rotas, siempre te queda la posibilidad de lamentarlo, distanciarte de lo ocurrido y echarme toda la culpa a mí. Es la manera de que no se te arrugue el traje de padre de la patria. Fíjate en los compañeros de la oposición. Sólo mandan un par de elementos de segunda fila de la Dieta y ese ministro de Investigación de Bonn, un tipo tan insignificante que nadie se acuerda de su cara aunque acabe de verla. Su imagen es invulnerable, por la sencilla razón de que no la tiene.

—Pero Klinger no ha querido hacerme caso. Por suerte faltan aún tres semanas para las elecciones parlamentarias.

Si mañana pasa algo, la mayoría ya no se acordará dentro de tres semanas. Pero todo este asunto no me gusta. Necesitamos cada voto y ese huevo atómico puede hacernos perder exactamente las dos mil papeletas que luego nos faltarán para alcanzar la mayoría absoluta. Voy a echar una cabezada.

Hühnle cerró los ojos. Sus saludables ronquidos tardaron menos de un minuto en fundirse con el zumbido del motor.

La explosión
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