33

Baumann, el jefe de guardia de la Central, se acercó a charlar con Rogolski en la caseta de vigilancia, cuando faltaba poco para la una y media. Caminaba con las piernas separadas, el Colt colgado sobre la cadera. Se dejó caer sobre una silla, como un sheriff, y apoyó los pies sobre la mesa.

—Te haré compañía hasta que termine la guardia, Toni — dijo —. El reglamento dice que siempre debe haber dos personas en este cuarto.

—¿Alguna novedad ahí fuera? — preguntó Rogolski.

—Nada. —Baumann metió dos dedos en el bolsillo de la camisa, extrajo un cigarrillo sin sacar el paquete y lo encendió—. Ni un ciervo junto a la verja.

—¿Cuántos hombres siguen patrullando?

—Catorce. Basta y sobra.

—¿Para una central de quinientos mil metros cúbicos?

Rogolski había leído ese número en el prospecto publicitario de Helios: 500.000 metros cúbicos de espacio cerrado, 160.000 metros cúbicos de hormigón, 18.000 metros cúbicos de acero — otros tantos récords en la historia de los reactores atómicos.

—Cuando se abarcan tan bien con la vista como en Helios, bastan dos hombres y dos perros — dijo Baumann —. Los mandamases exageran las precauciones. A propósito.

Baumann pronunció la S entre los dientes y cogió el teléfono. Marcó un número de la Central, esperó un momento y colgó. Permaneció adormilado unos diez minutos. Mientras tanto, Rogolski engullía su segundo bocadillo de queso de esa noche. Baumann volvió a marcar. Tampoco recibió respuesta.

—Zander no habrá salido de la Central, ¿verdad? —le preguntó Rogolski.

—Claro que no. Hoy está de jefe. Larsen se ha ido a esa reunión de hippies.

—Apuesto a que es cosa de los rojos — dijo Baumann —. Y después el trabajo es para nosotros. Los peces gordos están que tiemblan. El presidente del Consejo vendrá mañana con todo un grupo de matones y policías de frontera, aquí estaremos casi todos de guardia.

—Yo no — dijo Rogolski y se bebió un trago de té frío directamente del termo.

Baumann hubiera tenido que acercar la nariz a diez centímetros de su boca para oler el ron en su aliento.

Baumann rió.

—Aquí entre nosotros, Toni: ya pueden mandar a toda una compañía de paracaidistas para escoltar al presidente del Consejo: aún así, me bastaría un fusil con una buena mira telescópica — mi Remington con el 3X—9X de Lyman — para liquidarlo y desaparecer antes de que ésos hubieran conseguido darse cuenta de lo que estaba pasando.

Volvió a hacer girar el marcador.

—¿Seguro que no se ha ido?

—Imposible. No hace mucho le dejé un recado de Larsen sobre la mesa y tenía todas las cosas en el despacho: la cartera, la chaqueta, y todo lo demás. ¿Algo importante?

—Sólo un detalle sobre la distribución de la guardia mañana por la mañana. Bueno, ya aparecerá.

Baumann se durmió. Rogolski abrió el cajón y sacó una revista ya bastante atrasada. Hizo un gesto de fastidio al comprobar que su mujer ya había resuelto el crucigrama.

La explosión
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