16

La plateada luz de la luna bañaba la barca desde la cual el asesino acababa de arrojar al lago las pruebas de su primer asesinato, justo frente a su cabaña, sin sospechar siquiera que el teniente de la brigada criminal seguía todos sus gestos desde la orilla. Entre tanto, Sibylle Born marcaba por cuarta vez el número de teléfono que había llegado a saberse de memoria en esos tres últimos meses. Por lo general, le costaba mucho recordar los números de teléfono. Esperó dos minutos y luego apretó la horquilla con la mano, antes de depositar el auricular. En el televisor, el Plymouth del teniente había salido en persecución del Ford del asesino.

Sibylle se dirigió al mueble bar situado en el centro del salón. Lo habían heredado del anterior ocupante de la casa, un vendedor de coches de segunda mano, y Sibylle lo había conservado contra la voluntad de su marido. Sacó el ron blanco de Jamaica de setenta y cinco grados y se sirvió medio vaso. Mientras bebía pequeños sorbos de ron, se acercó al piano y pulsó un par de teclas. No sabía tocar. Se miró en el espejo colgado encima del escritorio antiguo. En el espejo había una nota con la letra de su marido. Sibylle la cogió: «Recuerda que el 2 de agosto es el cumpleaños de tu madre.»

Era muy típico de Martin, pensó. Pedante como siempre. Lo cierto era que se había olvidado por completo del cumpleaños de su madre, aunque él se lo había recordado al menos un par de veces esa última semana.

Sibylle suspiró y se sentó frente al escritorio. Cogió una hoja de papel amarillo mate, con su nombre grabado en elegantes letras inglesas en el ángulo superior derecho, y la depositó sobre la superficie de caoba, encendió un cigarrillo y empuñó la estilográfica de oro.

«Querida mamá.

»Tu ingrata hija también te recuerda en este día de tu cumpleaños. Espero que goces de tu buena salud y alegría de vivir habituales y no dudo que continuarás siendo por muchos años la alegre Mamuchka que todos queremos. Si te interesa saber cómo estoy, te diré que ni bien ni mal.

»Nos vamos acostumbrando lentamente a la nueva casa, aunque tiene seis dormitorios, dos baños y trescientos metros cuadrados de jardín, un conjunto algo desmesurado para dos personas, que me hace sentir aún más solitaria cuando el activo manager Martin se va sin mí.

»No es fácil hacer amistades por aquí. Martin está siempre tan ocupado; nunca tiene tiempo de ir a una cena o a un party. He conocido un par de personas simpáticas en el club de tenis y montando a caballo, y nos vemos de vez en cuando. Pero hay momentos en que desearía no haberme movido nunca de Frankfurt y que Martin pasara la semana trabajando y viniera a casa los fines de semanas, como el primer año que estuvo de director. Ya sé que no son pensamientos propios de una esposa perfecta, pero la verdad es que de todos modos sólo veo a Martin los fines de semana y a veces incluso entonces tiene que acudir a la Central. Mañana se celebra la gran inauguración, tal vez consigas ver a tu yerno en el telediario, aunque ya sé que de todos modos siempre has estado muy orgullosa de él. Bueno, creo que esto es todo, por ahora; empieza a dolerme la mano de tanto escribir. Felicidades otra vez, recuerdos a papá, y a ver si por fin os decidís a visitarnos. Avisad y os enviaremos los pasajes de avión.»

Sibylle saludó con una sonrisa su imagen en el espejo. Se dijo que era muy atractiva. Se parecía un poco a Claudia Cardinale. Por la tarde, mientras jugaba al tenis, habría logrado reunir más espectadores en torno a su pista que los dos mejores jugadores del Club, que en esos momentos se enfrentaban en un partido de campeonato, en la pista n.° 6. Volvió a sonreír, pensando en lo que diría su madre si supiera que su hija le ponía cuernos al gran dios Martin.

Su madre se había alegrado tanto cuando Sibylle llevó a Martin por primera vez a su casa.

Era justo el hombre que siempre había soñado para su hija: trabajador, ambicioso, bien educado.

Entonces, pensó Sibylle, también era el hombre de mis sueños: joven, bien parecido, triunfador, predestinado al éxito, el príncipe que introduciría a la insignificante encargada de la correspondencia extranjera de un aburrido despacho en un mundo nuevo y emocionante. Se había casado muy enamorada, hacía de eso cinco años, y los dos primeros todo había salido a pedir de boca — de la boca de Sibylle —. Salían de vacaciones cuatro veces al año. Martin a veces faltaba al trabajo días enteros para poder estar a su lado, sobre todo durante los primeros meses de su matrimonio. Pasaban las tardes juntos en la cama y por la noche siempre había algo previsto: una fiesta, un baile, una cena. Entonces Martin tuvo noticia de que era uno de los contados candidatos para el cargo de director de la nueva central nuclear, que se empezaba a construir en esos momentos. Sibylle aún recordaba perfectamente su rostro radiante al regresar esa noche a casa; la había invitado a cenar para festejarlo, por primera vez Martin le había hablado de su trabajo... y al final había dicho que la vida de Sibylle también cambiaría si realmente le nombraban director de esa central. Era un trabajo que exigía una total dedicación, la vida privada tendría que pasar a segundo plano por un tiempo, no era seguro que pudiera tomarse vacaciones, sólo si no surgía ningún problema. Naturalmente, siempre había un problema u otro. Y luego había empezado a hablar otra vez del niño, como si quisiera decir: Así al menos tendrás algo con que entretenerte cuando yo esté fuera.

Poco después de esa cena, Martin, el encantador Martin, comenzó a dar muestras cada vez más frecuentes de nerviosismo e impaciencia. Sibylle no podía dejar de observar su mueca de disgusto cada vez que abría la puerta y la encontraba tumbada en el diván frente al televisor. La frecuencia de sus encuentros en la cama descendió a uno por semana, luego uno al mes, y últimamente habían llegado a ser tan raros que Sibylle ya no recordaba la fecha de su último orgasmo imputable a Martin. ¿Había sido en abril? ¿O mayo?

Recordó el día de su primera gran pelea. Había ocurrido hacía un año, o tal vez un poco antes. Su marido había regresado muy tarde a casa, pálido, cansado, y Sibylle le había mostrado muy satisfecha el reloj de pared inglés que acababa de comprar esa misma tarde en la tienda de antigüedades de Frankfurt, donde ya era cliente habitual.

Martin sólo había mascullado algo, había preguntado el precio y luego había dicho: «Coleccionar antigüedades está bien para viudas frustradas. La verdad es que podrías ocupar tu tiempo en algo mejor, y tal vez un poco menos caro. No soy millonario. Sibylle, sabes inglés y francés, sabes taquigrafía y escribes bien a máquina: ocúpate en algo. Mañana mismo puedo conseguirte un empleo. No tiene que ser forzosamente en otra oficina de exportaciones. ¿Por qué no pruebas en la redacción de un periódico? Seguro que puede resultar interesante.»

Sibylle se había reído, primero con sorpresa y luego de rabia: «No, Martin, esos tiempos han terminado, he vuelto definitivamente esa página de mi vida. Nadie volverá a meterme en una oficina, nadie. No pienso volver a preparar café para nadie. No pienso volver a escuchar a los viejos esperpentos comentando cada lunes sus aventuras del último fin de semana. No pienso dejar que vuelvan a mandonearme los gordos jefazos. Sólo de pensar en la cantina, en las conversaciones durante las comidas y esas salsas de harina, me sulfuro, ¿comprendes? Y a las cuatro menos cuarto todas corren a los lavabos. Sacan los polvos y el lápiz de labios, y empieza el chismorreo, con quién saldrás hoy y dónde irás; me dan ganas de vomitar. Prefiero echarme a la calle. Al menos me cobraré bien las molestias.»

Martin se había encogido de hombros y no había vuelto a mencionar el tema, sólo muy de tarde en tarde le lanzaba alguna indirecta: «La mujer de Zander trabaja en una librería... A la hermana de X la han ascendido a jefe de sección...»

Sibylle hacía oídos sordos a esos comentarios.

Cerró el sobre. El vaso de ron estaba vacío. Se sentía fatigada. Cogió el teléfono, volvió a dejarlo, se desperezó en el diván, lloró un poquito y se durmió.

La explosión
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