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La excursión del personal estaba resultando un éxito. El director ya lo decía. Su empresa tenía las dimensiones perfectas para organizar ese tipo de excursiones. Todos se conocían, no era necesario hacer presentaciones y uno no se encontraba rodeado de desconocidos de otras secciones. Habían salido de Darmstadt a las nueve. Tenían pensado ir al Odenwald, pero el apoderado había sugerido dar un rodeo y parar a comer en Grenzheim. Cerca de ahí había una posada donde servían un apetitoso asado de ciervo a un precio módico. Habían tomado uno o dos o tres aperitivos antes de comer, luego vino tinto y cerveza, y después licores para facilitar la digestión. El director había dicho en tono irónico: «Y después de comer, descanso.» Era evidente que el director prefería ir a dar una vuelta y la mayoría optaron por renunciar al descanso.

Al cabo de unos diez minutos de camino descubrieron un bosquecillo de pinos con un estanque, no mucho más grande que una piscina. El director se quedó en calzoncillos y se arrojó al agua. Luego le siguió el contable. Las secretarias ya maduras permanecieron sentadas. Las más jóvenes se dirigieron a la palanca con los pechos al aire y sus braguitas transparentes, dieron una vuelta para asegurarse de que sus jefes no se perdían detalle y luego se lanzaron de cabeza al agua con deportivos movimientos.

El director, con su corona de pelo mojada aún, se había retirado con una empleada a un punto algo apartado, oculto entre los matorrales y las hierbas, lejos de los demás empleados que parloteaban, reían y bebían. Sabía que estaba cometiendo un error. La chica esperaría recibir luego un trato de favor. Tal vez incluso intentaría presionarle. Pero su cuerpo era joven, cálido y tostado. Y el sol calentaba mucho, los pinos perfumaban el aire con su fragancia, los peces chapoteaban en el agua, y el vino le palpitaba en las venas.

La chica se volvió hacia él y comenzó a emitir unos gemidos que el director había dejado de oír hacía tiempo en labios de su mujer. De pronto se sintió esbelto, robusto, lleno de furia salvaje y comenzó a emitir pequeños gruñidos mientras aumentaba el ritmo de sus movimientos. El rostro expectante de la chica se difuminó de pronto ante sus ojos. Una oleada de frío le invadió la piel. El director fue presa de un súbito abatimiento. Sus brazos cedieron incapaces de seguir evitando que el pesado vientre aplastara la joven figura femenina. El director comenzó a vomitar y se desplomó como una piedra sobre la chica. Ella, al intentar apartarle, advirtió que se había quedado sin fuerzas. El director se llevó las manos a la cabeza, jadeante, y rodó trabajosamente sobre un costado.

La chica, con el cuerpo cubierto de vómito y devolviendo también el asado de ciervo, las cerezas y el vino tinto, intentó arrastrarse hasta donde habían quedado sus compañeros. Hasta los escarabajos que huían con ella parecían avanzar con mayor rapidez. Sus esfínteres se abrieron y comenzó a dejar un rastro de excrementos, orina y sangre. Le ardía la piel, le lloraban los ojos, sentía el vientre contraído por unos retortijones que hacían temblar todo su cuerpo. Llegó al borde del claro, apartó las hierbas con una mano y murmuró, presa ya de espasmos que la ahogaban:

—Socorro. Socorro.

Nadie le prestó atención. El apoderado había inclinado el torso sobre el agua y se iba mojando la cabeza con gestos mecánicos. La auxiliar de contabilidad gritaba entre espasmo y espasmo, apoyada en un árbol. El contable se revolcaba por el suelo apretándose el vientre con las manos. Algunos yacían apáticos sobre la hierba, exhaustos, mientras seguían devolviendo.

La chica quiso incorporarse, pero un nuevo ataque de vómito la hizo caer al suelo. Quiso abrir la boca en busca de aire. Ya no le quedaban fuerzas ni para eso. La bilis comenzó a gotearle por las comisuras. La chica sintió las patas de varios insectos sobre su cuerpo desnudo. Levantó los ojos al cielo. Varios aviones diminutos volaban en círculos alrededor del sol. La chica cerró los ojos.

La explosión
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