11
La posada «El águila negra» estaba situada en el centro de Grenzheim, en la plaza Kilian, frente a la iglesia y flanqueada por la Caja de Ahorros, a la izquierda, y el supermercado, a la derecha, bajo la sombra de tres tilos que los ciudadanos de Grenzheim habían logrado salvar de la tala trece años atrás, expulsando a los empleados del servicio forestal con perros y tractores.
La posada había sido una alquería. Durante los trabajos de reconstrucción habían tapiado y encalado los antiguos galpones cubiertos de tejas. El viejo granero con una capacidad de 600 personas recibía ahora el nombre de sala de fiesta.
La sala comenzaba a llenarse. El posadero, su mujer y sus dos hijas empezaban a servir las primeras jarras de cuarto de litro de vino.
Anne Weiss y Achim Berger estaban de pie en la plaza, a unos veinte metros de la puerta de la sala y observaban la llegada de los vecinos de los municipios de Grenzheim y Garding, que acudían al coloquio sobre la central nuclear Helios, al que habían sido invitados. Anne veía muchos rostros desconocidos, pero también constató complacida que los miembros de la Iniciativa ciudadana parecían formar un grupo solidario. Prácticamente todos saludaban a Anne Weiss o se detenían a charlar con ella; al menos casi todos los hombres; las mujeres les seguían a regañadientes y les instaban a continuar hacia la sala.
El zapatero de Grenzheim se quejó a Achim Berger del cinco que había obtenido su hijo en el último trabajo de francés. Berger le aseguró que su hijo no iba mal en francés, y que sólo había sido un pequeño tropezón. Algunos padres habían venido con sus hijos y los niños jugaban al escondite junto al monumento de la guerra. Aún no era de noche, pero ya habían encendido ras bombillas de colores que aún colgaban de la plaza Kilian como recuerdo de la fiesta escolar de la semana anterior, y hombres, casas y árboles aparecían bañados en un suave resplandor.
Anne Weiss olvidó por un momento la hora y el lugar y absorbió complacida la mezcla de aire suave, pálida luz, rumor de voces, risas cantarinas y el lejano sonido de la música unido al tintinear de los vasos.
Achim Berger le dio un golpecito en el hombro. Anne levantó la vista. Una camioneta Volkswagen acababa de entrar en la plaza con un acompañamiento de falsas explosiones y vino a detenerse junto a Anne, en medio de un temblor de chatarra. De la cabina salieron tres jóvenes, a los que se unieron otros cinco que iban en la parte trasera; dos de ellos iban vestidos con téjanos y camiseta, los otros lucían grasientos monos de mecánico. Thomas Müller se plantó frente a Anne con las piernas separadas y dijo:
—Te has puesto muy mona, burguesita. La gente te arrancará las octavillas de la mano.
Anne iba vestida con una blusa de seda de color claro y una falda azul marino.
—Esas octavillas se han impreso con los fondos de la Iniciativa ciudadana. La Iniciativa ciudadana ha decidido tirarlas a la basura.
Müller soltó una carcajada.
—¿Lo habéis oído, chicos? Las octavillas se han impreso con nuestro dinero y hemos decidido tirarlas a la basura. ¿Qué os parece?
Los compañeros de Müller silbaron. Uno desplegó la bandera roja que llevaban atada a la antena y que se había desplazado con el traqueteo del viaje.
—Anita —dijo Müller—. Ahora la Iniciativa ciudadana somos nosotros. Los legítimos representantes del proletariado. Si queréis uniros a nosotros, estupendo. Si queréis implantar el terror, habrá jaleo.
Hizo una señal a sus compañeros, que entre tanto habían cogido un montón de hojas cada uno. Comenzaron a distribuirlas entre la gente que iba entrando en la sala de fiestas. Anne Weiss se deshizo de la mano de Berger que intentaba detenerla y le quitó a uno de los maoístas el montón de octavillas que tenía bajo el brazo. El paquete cayó estrepitosamente al suelo. Anne lo apartó de un puntapié. Müller derribó a Berger que se interponía en su camino, cogió a Anne y le dio una bofetada. Anne silbó. Se oyó un rumor de pasos. Müller, que ya tenía el brazo en el aire a punto de pegarla de nuevo, la soltó lentamente y retrocedió un paso. Estaban rodeados. A su alrededor se había formado una cadena de veinte muchachos de diecisiete y dieciocho años. Algunos llevaban unas finas camisetas blancas con las palabras «Instituto de Grenzheim, Club de remo». Anne se llevó la mano a la mejilla.
—Será mejor que se vaya de aquí, frau Weiss —dijo uno de los chicos.
El círculo se iba estrechando. A su alrededor se había formado otro círculo de gente del lugar que esperaba con interés el desenlace de la pelea. Tuvieron su espectáculo. Transcurrieron diez minutos antes de que alguien llamara a la policía. Cuando llegaron los dos guardias de servicio, Müller estaba apoyado contra la rueda trasera de la camioneta y se sostenía la mano fracturada. Un camarada se había desplomado junto al tronco de un tilo, otro intentaba contener la sangre que le brotaba de la nariz con una camisa arrugada. Los otros cinco maoístas se habían esfumado, al igual que los estudiantes. Uno de los chicos, con un pie torcido que le impedía correr, se había refugiado detrás de las anchas espaldas del carnicero, el cual se volvía de vez en cuando y le daba una, amistosa palmada en el hombro.
Los policías tomaron nota de los nombres de los testigos, los cuales declararon al unísono que Thomas Müller y sus compañeros habían empezado la pelea. Los policías detuvieron provisionalmente a los tres maoístas. Uno se llevó a Müller al hospital. El otro obligó a los camaradas de Müller a recoger las octavillas y meterlas otra vez en la camioneta. Les dio una papeleta de multa por tener aparcado el Volkswagen en un lugar absolutamente prohibido. Entonces descubrió un par de cadenas y una pistola de fogueo bajo el asiento, ante lo cual decidió confiscar la camioneta y, con la aprobación de los espectadores, hizo subir a los dos maoístas y se los llevó a la comisaría.
—¿Estás bien? —le susurró Berger a Anne.
Ella se rió.
—No me ha dado de lleno, y además tenía miedo de pegarme con fuerza. Bueno, ¿qué te ha parecido mi plan?
—No ha sido mala idea —dijo Berger—. ¿Pero, has pensado en la posibilidad de que intenten vengarse cuando tus chicos no anden por ahí cerca?
Anne se encogió de hombros.
—De momento, no han conseguido repartir las octavillas. Es lo esencial.
—Ahí viene el alcalde — dijo Berger —. Y Hühnle. Mira cómo Rapp está pendiente de sus palabras. La voz de su amo.
El ministro de Economía, Eberhard Hühnle, y el alcalde, Josef Rapp, iban rodeados de cuatro hombres jóvenes, cuyos trajes y rostros parecían hechos a medida. Anne Weiss y Achim Berger esperaron hasta que se oyeron los primeros aplausos y silbidos de la sala, luego entraron tras la escolta de guardaespaldas. Un hombre con un traje azul marino les dio alcance junto a la puerta de la sala de fiestas, abierta de par en par.
—Buenas noches, doctor Born —dijo Anne modulando cada palabra.
El hombre se volvió.
—Oh, buenas noches, señora... eh...
—Weiss — dijo Anne.
Born se ruborizó.
—Mi memoria para los nombres...
—Debería conocer mejor a sus contrincantes —dijo Anne.