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Peter Larsen parecía cansado. Iba sin afeitar y Born observó que tenía la barba oscura, a pesar de que sus cabellos eran muy rubios, casi blancos. Los llevaba tan bien peinados como de costumbre.
Born comunicó a su secretaria que no deseaba ser molestado y pidió dos tazas de café.
Larsen repitió lo que ya le había expuesto por teléfono. Dijo que en esos momentos estaban examinando el armario y la cama, los cuales serían depositados a continuación en el almacén de residuos radiactivos.
Luego preguntó:
—¿De dónde ha salido esa radiactividad? ¿Cómo se enteró usted? En esa casa no vive ningún empleado de la Central.
—Luego hablaremos de eso —respondió Born—. De momento me toca preguntar a mí. He intentado ponerme en contacto con usted esta mañana a las seis. ¿Dónde estaba?
—En casa de una amiga —dijo Larsen.
—Como jefe del departamento de seguridad supongo que conocerá la norma: siempre debe dejar dicho dónde se le puede localizar en caso de emergencia.
—La conozco. Pero quién iba a imaginar...
—No quiera parecer más tonto de lo que es — dijo Born —. La norma está pensada justamente para preveer esos casos.
—Lo tendré presente en el futuro.
—Me complace saberlo. En realidad esta noche estaba de guardia, ¿verdad?
—Pero ya se lo expliqué. Ayer en la reunión le dije que había cambiado mi turno con Zander.
—¿Por qué?
—Pues, me interesaba la discusión. Y creo que mi aportación puede haber contribuido...
—Justamente estaba pensando en proponerle para una condecoración —dijo Born—. ¿Tiene alguna idea de por qué le asigné la guardia del jueves al viernes, de ayer a hoy, hace ya una semana?
Larsen movió negativamente la cabeza.
—Se la asigné —dijo Born— porque, con mi mentalidad de persona totalmente ignorante en cuestiones de seguridad, me dije: si cualquier tipo desea atacar a Helios, no puede escoger mejor momento que el día del traspaso oficial de la Central a West—Elektra. Estará el presidente del Consejo, la televisión, la Prensa extranjera... todo lo necesario para asegurarse la máxima publicidad. Y con esta idea en mente, me dije, también desde mi punto de vista de lego: justamente ese día debe encargarse del servicio de vigilancia el jefe del departamento en persona. Debe vigilar que nadie se duerma. Que ningún extraño logre introducirse en la Central. Que los hombres del equipo de control de radiaciones cumplan su trabajo a conciencia. Por eso le asigné el turno de noche.
—Pero Zander es un hombre de confianza, ¿y no irá a decirme que ha ocurrido algo esta noche?
—No — dijo Born —. Que yo sepa, no ha ocurrido nada. No esta noche. Pero eso es lo de menos. ¿Cree usted que un buen jefe de seguridad actúa como usted, Larsen? ¿Que en el momento en que más necesaria es su presencia, o podría serlo, transfiere la responsabilidad a otro, para exhibirse en un coloquio... sólo porque hay un par de personas importantes en la mesa que por fin deben descubrir el genio que se está desperdiciando aquí en provincias?
Larsen estuvo a punto de cortarle con una impertinencia, pero la expresión de Born le hizo callar.
—No, Larsen, un buen jefe de seguridad no haría nunca nada parecido Estaría constantemente pendiente de su obligación. Y no sólo se ocuparía de que los demás cumplieran el reglamento... sería el primero en no permitirse ni la más mínima transgresión de las normas. Dejaría el número de teléfono, aunque estuviera en un burdel.
—¿A dónde quiere ir a parar? —preguntó Larsen. Tenía las mejillas encendidas y le brillaban los ojos. Nunca se había parecido tanto a un boy—scout. Sólo le faltaban los pantalones cortos y un sombrero de ala ancha —. No querrá abrirme un proceso simplemente porque cambié una guardia y olvidé dejar un número de teléfono. Pero si tanta importancia le da, le juro por lo que más quiera que no volverá a suceder.
—No tiene que jurarme nada. Sé que no volverá a suceder. — Born se reclinó en el sillón y miró por la ventana. Sus ojos se detuvieron en el muro de hormigón del edificio de máquinas —. Está despedido, Larsen. Sin previo aviso. Recoja sus cosas y lárguese. No quiero volverle a ver en esta casa.
Larsen estaba totalmente anonadado.
—No puede hacer eso. No tiene ningún motivo.
Born se levantó y se plantó frente a Larsen.
—Cierre el pico, mono sabio. ¿Ningún motivo? —bramó Born—. ¿Una niña de diez años que se despertará una mañana y ya no tendrá la pierna derecha, le parece poco motivo? ¿Una niña que será una inválida toda su vida y jamás podrá tener hijos, le parece poco motivo? ¿Una niña que un día reventará en medio de terribles sufrimientos víctima de la leucemia... le parece poco motivo para despedir al culpable?
—¿Qué tengo que ver yo con eso? —tartamudeó Larsen.
—Esa niña está hospitalizada en el pabellón del Instituto de Biología radiactiva de Frankfurt —dijo Born, bajando el tono—. Hace un par de semanas estuvo en la Central con su madre, en una visita organizada. La niña estuvo jugando en el patio y recogió un par de aros de metal para hacerse un collar. Al cabo de unos días empezó a tener vómitos. Le escocía la piel. Le ardían los ojos. La niña comenzó a agonizar.
»Esa niña no sabía que en esta bonita y blanqueada Central nuclear hay un cerdo que no vigila cuando los trabajadores tiran los restos de conducciones del reactor en un montón de escombros. No sabía que aquí ha logrado introducirse un tipo que prefiere pavonearse delante de las periodistas, en vez de cumplir con su deber. Fuera de mi vista, Larsen. Y vaya a ver a la pequeña. Muéstrele al hombre a quien debe agradecer su prótesis, su esterilidad y su leucemia.
Larsen se levantó de un salto.
—Está loco —gritó—. No puede colgarme todo eso. Si lo hace, usted también caerá conmigo. Es tan responsable como yo, suponiendo que sea cierto lo que dice. Si me echa, habrá un escándalo.
Born sonrió con malicia.
—Le he dicho que cierre el pico, Larsen. Y no sólo ahora. Si se hace pública sólo una palabra de todo este asunto, sabré quién es el culpable. Y en ese caso, Larsen, podrá dar la vuelta al mundo en busca de un empleo y no lo encontrará. Ya me encargaré yo de ello... y no sólo yo. Si quiere armar un escándalo, adelante. Pero después será mejor que tome cianuro. Y ahora, largo.
A Larsen le corría el sudor por el cuello.
—No puede hacerme eso. Hay leyes laborales. Existe un sindicato. Le...
—Fuera — ordenó Born.
Larsen obedeció.
Born llamó a Baumann.
—Lamento comunicarle que el señor Larsen tendrá que dejarnos. Haga el favor de acompañarle a su despacho y vigile que no se lleve nada que no sea de su propiedad. Luego le acompañará hasta la salida. A partir de este momento, Peter Larsen tiene prohibido el acceso a la Central, para siempre. Haga el favor de comunicárselo a sus hombres.