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Andree tenía fama de ser inmune a la fatiga. Había resistido sin problemas tres sesiones nocturnas, consecutivas, de la Comunidad Europea en Bruselas. Había salido de la conferencia maratónica sobre cuestiones de seguridad celebrada en Ginebra tan fresco como antes de entrar, a pesar de las catorce horas de continuada discusión. Dos meses atrás, había estado negociando durante treinta y seis horas con los secuestradores de un avión de la Lufthansa y había sabido conservar su lucidez cuando los ministros fatigados y sobreexcitados ya se disponían a tomar medidas que por suerte jamás llegaron a conocimiento de la opinión pública. Pero, en esos momentos, Andree se sentía agotado como jamás lo había estado antes y tenía que luchar denodadamente contra el sueño que le vencía.
Las calles que el helicóptero sobrevolaba en su trayecto hacia el aeropuerto se veían negras de gente y de vehículos. Según sus últimas informaciones comenzaban a producirse enfrentamientos aislados entre la población y unidades de la policía y el ejército; la gente se negaba a ceder sus vehículos para la evacuación o a salir de sus casas sin poder llevar más que una pequeña maleta. Pero aún no se detectaban señales de pánico. Andree supuso que el total bloqueo de noticias sobre lo ocurrido en Helios había funcionado. Las gentes de Frankfurt estaban enteradas ciertamente del accidente, a través de los primeros partes radiofónicos —que habían producido un efecto tan terrible en Grenzheim— y por el comunicado de Prensa del estado mayor de emergencia.
Pero nadie sospechaba que Frankfurt se encontraba en la ruta misma de la nube radiactiva y en grave peligro de aniquilación. Además, el reactor Helios estaba alejado más de cincuenta kilómetros del centro de la ciudad, distancia que todos, excepto las personas conocedoras de la forma y velocidad de desplazamiento de la radiactividad, consideraban relativamente segura. Por fin vio alzarse la torre del aeropuerto de Frankfurt detrás de unos árboles. El cielo estaba libre de tráfico aéreo, como durante la huelga de controladores. Los pocos aparatos que aterrizaban, transportaban médicos, personal auxiliar e instrumental, que de inmediato eran trasladados a los helicópteros, con destino a los centros de control situados junto a la zona a evacuar.
El S.A. 341 tocó la pista en el momento en que despegaba un Boeing 707 de la TWA. Tate, pensó Andree. Los americanos son precavidos. Están evacuando a los familiares de sus soldados.
El director del aeropuerto le esperaba en un jeep verde frente al próximo hangar. Andree se agachó y corrió a su encuentro. Durante una época había intentado abandonar esa costumbre de agacharse para esquivar las paletas de la hélice — giraban a tres metros de altura y no podían golpearle en ningún caso —, pero había acabado por ceder a la fuerza del instinto. Subió al jeep. El director del aeropuerto lo conducía personalmente. Fue zigzagueando con pericia entre los aviones aparcados.
—Aunque desconozco sus intenciones — dijo —, he tomado la iniciativa de convocar, en el edificio de aduanas, a todas las tripulaciones y directores de compañía que en estos momentos se encuentran en el aeropuerto. Espero que mi gente haya podido hacerles un lugar.
Andree comprendió pronto lo que quería decir: la nave A de aduanas estaba convertida en un campamento multitudinario. Turistas, hombres de negocios, un par de docenas de japoneses, grupos escolares, trabajadores inmigrados turcos y griegos con cajas de cartón atadas con cordeles y a punto de reventar, toda esa abigarrada muchedumbre ocupaba hasta el último centímetro cuadrado de la sala. Los portavoces de los grupos se debatían ante los mostradores intentando hacerse oír de las azafatas uniformadas, que se encogían de hombros por toda respuesta. En la sala hacía un calor terrible, como si estuviera situada directamente sobre un horno encendido. El bar había cerrado. Un grupo de cincuenta personas rodeaba al barman, agitando sus billetes en la mano y exigiendo que les sirviera algo de beber. El barman intentaba escabullirse lentamente al mismo tiempo que les gritaba:
—Se han acabado las bebidas. Lo hemos vendido todo. ¿Comprenden? Sold out. Cerveza toda out ¿Understand?
En los indicadores de llegadas y salidas podía leerse la palabra delayed junto a cada uno de los vuelos.
Andree siguió al director, procurando no pisar las maletas, niños y paquetes de sandwiches que se interponían en su camino. Los empleados del aeropuerto habían formado un corro en torno al mostrador de información, cubierto de tablones de anuncios negros y amarillos. Andree calculó que debían haber acudido unos cien pilotos y cincuenta representantes de las compañías aéreas. El director se subió encima de una mesa metálica, de patas tubulares, que se tambaleaba un poco. Invitó a Andree a colocarse a su lado. Andree titubeó un instante, luego comprobó aliviado que la mesa realmente podía soportar el peso de los dos.
—¿No podemos hacer nada con esa gente? —preguntó Andree y señaló la masa humana, algunos de cuyos componentes ya comenzaban a manifestar interés por la reunión de pilotos. Seguramente imaginaban que se había producido un accidente aéreo. Al parecer muy pocos estaban enterados de la catástrofe de Helios.
—No cuento con hombres suficientes para echarla de aquí por la fuerza — dijo el director —. Ya resulta difícil tenerla a raya donde está.
Presentó brevemente a Andree y le cedió la palabra.
Andree se expresó en inglés:
—Les hablo en nombre del canciller de la República Federal. Necesitamos su ayuda. El reactor atómico Helios ha sufrido un sabotaje. Una nube radiactiva de elevada concentración y con unos cinco por doce kilómetros de superficie avanza en estos momentos sobre Darmstadt y Frankfurt.
Algunos pasajeros comenzaron a gritar en la nave de aduanas. Andree oyó una voz de mujer:
—Dejadme pasar, mis hijos están solos.
Los pilotos permanecieron impertérritos. Andree prosiguió:
—La única posibilidad de evitar la muerte de miles de personas es hacer subir la nube a la atmósfera. Dadas las condiciones de inversión térmica, ello no puede producirse de forma espontánea. El canciller ha ordenado que la Fuerza aérea alemana bombardee Darmstadt dentro de treinta minutos, con el apoyo de la NATO. Con ello nos proponemos crear un gigantesco incendio, que con un poco de suerte arrastrará la nube hacia arriba. Para que el fuego se extienda rápidamente, es preciso rociar previamente la ciudad con gasolina. Tendremos que emplear todas las naves de pasajeros que vayan provistas de un mecanismo para vaciar los depósitos de combustible en caso de emergencia.
Los pilotos y los representantes de las compañías comenzaron a charlar excitados entre sí. Un hombre joven de mejillas sonrosadas con el distintivo de PANAM hizo oír su voz por encima de las demás:
—Es un suicidio.
—¿Por qué? —preguntó Andree—. Según mis informaciones, los aviones comerciales vacían sus depósitos de combustible antes de intentar un aterrizaje de emergencia o un aterrizaje peligroso, sin que por eso sus aparatos vuelen por los aires.
—Es muy distinto. En caso de emergencia, se trata de un mal menor: es la única manera de evitar que el combustible provoque un incendio al entrar en contacto con las piezas calientes del aparato si los tubos de combustible se rompen en un aterrizaje por avería. Pero siempre existe un cierto riesgo.
—A ustedes les toca decidir si unos cuantos millones de vidas humanas compensan ese riesgo. No puedo obligar a nadie a colaborar en esta operación. Sin duda podría confiscar sus aparatos, aunque sea ilegal, pero las tripulaciones de la Fuerza aérea no lograrían llegar a tiempo para hacerse cargo de ellos. Dependo de ustedes, de su resolución, de su valor, de su solidaridad.
Los representantes de las compañías aéreas discutían entre sí. Por fin, habló el delegado de la Aeroflot soviética:
—No puedo tomar una decisión sin consultarlo antes con mis superiores en Moscú.
—Y sus superiores consultarán a su vez con sus superiores y así sucesivamente, y tal vez la próxima semana recibamos una respuesta. No, es preciso que tomen una decisión ahora mismo, sin demora.
—¿Y quién pagará los daños si ocurre algo? ¿Quién reemplazará los aparatos? ¿Quién se ocupará de las familias de los pilotos?
—El canciller me ha dado plenos poderes para garantizarles una indemnización de montante ilimitado.
Andree advirtió que algunos de los pilotos de más edad le hacían guiños imperceptibles. Estaban habituados a las situaciones de emergencia. Eran capaces de pasar en un instante de la rutina habitual a un máximo rendimiento a todos los niveles —también con sus posibles riesgos— si lo consideraban absolutamente necesario
—No puedo hacerme responsable de una decisión de este tipo — dijo el hombre de PANAM con gestos teatrales.
Un piloto de negros cabellos y rostro anguloso gritó:
—¡Basta de bobadas! Vosotros no vais a jugaros el pellejo, conque no os metáis en esto. Yo me apunto. Que levanten la mano los que estén dispuestos a venir conmigo.
Todos los pilotos alzaron el brazo.
—Muchas gracias — dijo Andree —. Y no os preocupéis, ninguno de vosotros será amonestado, ya me ocuparé yo de eso.
Los pilotos sonrieron.
—Las naves que hayan repostado saldrán primero. Ahora mismo. ¿Cuánto tardarán en repostar los demás?
—El sistema de bombas de suministro permite bombear catorce mil litros por minuto por cada una —dijo el director—. Y tenemos...
—De acuerdo — dijo Andree —. Bombee durante quince minutos por todas las tuberías. Todos los aparatos que en ese momento tengan en sus tanques aunque sólo sea un litro por encima de la cantidad necesaria para el viaje de ida y vuelta deben emprender el vuelo. La operación será dirigida desde la torre.
Los pilotos ya se disponían a salir.
—Un segundo. — Andree se secó el sudor de la frente —. Primero: conserven el mínimo de combustible en los tanques, ya saben ustedes la razón. Segundo: es posible que aún quede gente en la ciudad. Ello no debe ser óbice para que cumplan su misión.
Andree se trasladó a la torre de control en compañía del director del aeropuerto. Los controladores, en mangas de camisa, estaban sentados frente a los monitores y las pantallas de radar encendidas. Bastaron tres frases para ponerles al corriente de la situación. Andree recorrió el campo de aviación con unos prismáticos. Comenzaban a moverse los primeros aparatos. Las voces de los controladores se entremezclaban hasta formar un tapiz de murmullos.
—Expedite taxiing and take off... Remember you don't have to fly a traffic pattern... weather report... proceed along the Autobahn... climb on track to 15 000 feet... take—off clearance...
Luego los aparatos comenzaron a despegar. Fueron elevándose a breves intervalos en el cielo azul rojizo del atardecer: Tumbo—Jets, Caravelles, Concordes, un viejo Vickers Viscount de la New Zealand Airways, un Tupolev de la Aeroflot con los planos sustentadores muy estrechos y formando un ángulo, muchos Boeings, 727 y 737, media docena de BAC—Super One—Eleven, dos compactos DC—9, dos esbeltos DC—8, dos Iliushins de las Líneas Aéreas Checoslovacas, cuatro Tridents de la BEA.
—Más de cincuenta aparatos — dijo el director del aeropuerto—. Describirán un círculo sobre la ciudad, formados en escuadrillas. El territorio urbano es muy reducido, aproximadamente de unos cinco por seis kilómetros. Si los Jets lo sobrevolaran en línea recta, no tendrían tiempo de vaciar los depósitos y se verían obligados a hacer otra pasada. Ello supondría perder varios minutos de tiempo.
—¿Cuánto combustible llevan en los depósitos los aviones más grandes?
—Más de ciento noventa mil litros.
—Aún faltan treinta segundos — dijo uno de los controladores. Y luego exclamó —: Cielo santo, ése está volando demasiado bajo... climb to 15 000 feet... beware of the radia—tion... Bueno, parece que se ha enterado.
Andree señaló una pantalla de radar. —¿Qué son esos puntitos? ¿Aviones de pasajeros también?
—No —dijo el director—. Son los cazabombarderos, una escuadrilla de Phantoms de la Fuerza aérea. Esperan la orden del timonel.
—¿Timonel?
—Así llaman los pilotos al oficial del avión que encabeza la formación, el que los conduce hacia el objetivo desde sus puestos de combate y da la orden de ataque.
—Ataque es la palabra — dijo Andree.
—¿Ha estado en Darmstadt? —preguntó el director del aeropuerto.
—Sólo un par de veces.
—Yo nací allí. Era una ciudad muy hermosa.