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Antes de llegar junto al coche, Born se detuvo movido por un impulso repentino. Miró el reloj y comenzó a abrirse paso presuroso entre los pacientes que habían salido a dar su paseo matutino, en dirección a un sencillo edificio gris situado frente al pabellón de Biología radiactiva. En la habitación 411 encontró a una joven enfermera sentada en la cama de un anciano al que ayudaba a sostenerse mientras él orinaba en un recipiente. La enfermera se volvió bruscamente cuando Martin entró en la habitación y en su sobresalto derramó unas gotas del líquido amarillento. Sin darle tiempo a encontrar palabras con que expresar su indignación, el viejo susurró con el rostro iluminado:
—¡Martin! ¡Qué alegría! —No esperó que acabaran de caer las últimas gotas—: Ya está, señorita Irmgard. ¿No podríamos aligerar un poco la limpieza matutina?
—No —dijo la señorita Irmgard.
Vació el orinal en un cubo blanco. Mojó una toallita en una pequeña palangana y comenzó a lavar la cara del anciano.
Born se sentó:
—La señorita Irmgard tiene razón, profesor. Después de hacer las necesidades, antes de comer...
La señorita Irmgard le lanzó una mirada de reproche con los labios muy apretados. Su gesto resultaba cómico, pues en circunstancias normales tenía una cara casi de muñeca, con mejillas llenas como manzanas, pequeños ojillos redondos y una boquita de guinda.
Con un par de comedidos gestos, secó la cara y los órganos sexuales del viejo y luego se levantó.
—No debe charlar demasiado, profesor — dijo —. No lo olvide.
—Como usted mande, mi princesa —murmuró el profesor.
—Se toma un poco demasiado en serio su papel —explicó el profesor en voz baja y un poco ronca—, pero me agrada su presencia. Es joven. Resulta agradable el contacto con la juventud. ¿Qué le trae por aquí, a estas horas?
Martin le contó lo ocurrido con Yvonne. No se lo contó para pedirle consejo. Sabía cómo debía proceder. Se lo contó para quitarse un peso de encima, para serenarse, para que los despiertos ojos claros aún relucientes en el rostro moribundo del anciano le reconfortaran, le ayudaran a reunir las fuerzas que le serían necesarias en los próximos días.
Karl von Neumeyer era una primera figura y no sólo en la ciencia alemana. Era físico, había trabajado con Niels Bohr y Enrico Fermi y también había realizado algunos descubrimientos notables. En los años treinta había figurado varias veces en la lista de candidatos al premio Nobel, pero nunca lo había recibido, posiblemente porque era un hombre solitario y carecía del lobby de amigos necesario para influir sobre el Comité seleccionador. Von Neumeyer había emigrado a los Estados Unidos en 1935. No corría ningún peligro, al contrario, los nacionalsocialistas le hacían ofertas tentadoras: mano libre y un presupuesto casi ilimitado para los proyectos de investigación que él mismo propusiera.
Pero Von Neumeyer había visto en Munich a profesores de física alemanes perseguidos y atormentados por estudiantes de física alemanes, por la mera razón de que aquellos profesores eran de origen judío. Cuando su mejor amigo fue expulsado del cuerpo de profesores y a duras penas logró huir de la Gestapo atravesando la frontera francesa, Von Neumeyer abandonó su Instituto, sus investigaciones, su biblioteca y su casa — no tenía familia — y siguió el camino del amigo. Llegaron juntos a los Estados Unidos, fueron contratados como profesores —Von Neumeyer en la Universidad de Columbia, en Nueva York, el amigo en la Universidad de Harvard— y en 1942 fueron invitados a trasladarse a Los Álamos, donde los mejores científicos del mundo occidental trabajaban en el proyecto de investigación más ambicioso de todos los tiempos: el proyecto Manhattan. Tres años más tarde, un gigantesco hongo de humo se alzaba en el desierto de Nuevo México y comunicaba al mundo el éxito de los trabajos del ejército de cerebros: habían descubierto la bomba atómica.
Von Neumeyer fue de los pocos que se pronunciaron en contra de la utilización de la bomba. Después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki se mantuvo completamente apartado de la física durante diez años. Escribió algunos ensayos político—filosóficos, uno de los cuales llegó a convertirse en un clásico: «La aniquilación de la razón.»
En 1955 regresó a Alemania y pasó a ocupar la cátedra de física teórica en la Universidad de Munich. Martin Born había sido su mejor alumno y Von Neumeyer había constituido a su vez un amigo, un modelo y un interlocutor para Born. Su diálogo había quedado interrumpido cuando Born terminó su doctorado — Von Neumeyer había intentado persuadirle sin éxito para que se dedicara a la investigación y la docencia—, pero la habían vuelto a reanudar más adelante: Born aprovechaba sus días libres para visitar a Von Neumeyer en Munich y charlar con él hasta altas horas de la noche, frente a una taza de excelente té chino.
Cuando Von Neumeyer fue nombrado doctor emérito, Martin le ofreció una casa junto al Taunus, una pequeña villa blanca rodeada de un frondoso jardín que daba sobre el valle. Von Neumeyer sólo había podido disfrutar dos años del lugar —ocupados en escribir una segunda parte de «La aniquilación de la razón» —, luego comenzó a perder la sangre y las fuerzas víctimas de la enfermedad de los investigadores atómicos: la leucemia. Hacía más de medio año que agonizaba en ese lecho, incapaz de moverse, apenas con fuerzas para hablar. Los médicos no le daban más de dos, máximo cuatro meses de vida, y Von Neumeyer solía decir: «Ojalá termine en dos meses, hay gente que necesita esta cama más que yo.»
Moría feliz, sereno. Sin fatalismos ni resignación — «Qué le vamos a hacer»— sino con buen juicio — «Setenta y cinco años realmente son suficientes; en verdad no podría soportar vivir mucho más»—, con un actitud sabia y distanciada. Después de cada visita, Born se preguntaba cómo era posible que un agonizante, un moribundo doliente, le animara tanto a vivir. Von Neumeyer escuchó el relato de Born con los claros ojos muy abiertos, sin parpadear, como los de un azor.
Cuando Born hubo terminado de hablar, Von Neumeyer susurró:
—Usted tiene remordimientos, Martin, y eso es bueno. Conserve ese sentimiento, pero aprenda a dominarlo. No se atormente. Ello debilita y confunde. Y si desea evitar que algo parecido vuelva a repetirse en el futuro, deberá obrar con mente clara.
—Lo que me sulfura —dijo Born—, es lo absurdo de todo esto. Si hubiera ocurrido porque realmente existiera un riesgo; si hubiéramos debido prever esa posibilidad, las perspectivas serían igualmente horribles, pero en cierto modo podría comprenderlo. Estaría preparado para ello. Pero contamos con un sistema de seguridad perfecto, profesor, un sistema que excluye hasta la más mínima posibilidad de error. Y entonces llega un estúpido petulante como Larsen y lo echa todo a rodar.
—No puede tener los ojos en todas partes —dijo el profesor.
—Puede. ¡Y debe! Pero ni siquiera es eso. La culpa de todo la tiene su infantil bravuconería. Ya sabe: entrar en la zona de peligro sin el traje protector, para demostrar que es un valiente. El combatiente de primera línea, Larsen. Ya me imagino los comentarios con que debió exponer las medidas de seguridad a adoptar durante las reparaciones. Y no me cabe la menor duda de que de este modo ha ido haciendo creer gradualmente a los trabajadores que en realidad no hay radiactividad o que ésta no representa ningún riesgo y que las normas de seguridad son una tontería.
—En la repisa de abajo de mi mesita de noche hay una botella de Oporto y un vaso — dijo el profesor —. ¿Quiere tomar un trago?
Born movió negativamente la cabeza y sonrió. Se levantó y le sirvió un vaso de vino.
—Escóndalo en seguida detrás de los libros — dijo Von Neumeyer—. Si la enfermera lo descubre me lavará diez veces al día como represalia.
Born le acercó el vaso a la boca. El profesor bebió el vino a pequeños sorbos.
—Estupendo — dijo —. Al menos aún puedo saborearlo. Hay cosas que siento tener que dejar. Por lo que me cuenta de ese Larsen, ha nacido veinte años demasiado tarde. Hubo una época en que la física necesitaba héroes. Robert Oppenheimer —un hombre al que por otra parte nunca pude soportar, un buen científico, pero terriblemente fatuo y un perfecto oportunista—, ese Oppenheimer ensalzaba con bastante frecuencia los tiempos heroicos. Se refería a los años veinte, en Góttingen, cuando Born y Hilbert y Franck y todos los demás intentaban superarse unos a otros con sus descubrimientos, sus fórmulas y sus hipótesis. Resulta curioso imaginar, por otra parte, que Góttingen aún era entonces una ciudad completamente medieval, con sus torreones, sus almenas, sus gremios, mucha naturaleza... y en ese ambiente se gestaron las ideas más importantes de la era atómica. Sí, ése era un tiempo de héroes. Yo también fui uno de esos héroes. Pero más bien sin saberlo.
La radiactividad no nos preocupaba en absoluto, aunque intuíamos que debía ser peligrosa; en todo caso, no imaginábamos hasta qué punto era peligrosa. Pero nuestro interés se centraba en la alquimia, la descomposición de los elementos, la transmutación de un elemento en— otro. La idea nos tenía como posesos — a pesar de las advertencias de hombres como Paul Nernst, un colega muy estimado. Él declaró entonces, cuando cada vez iba resultando más evidente que nuestro mundo, que la materia estaba formada por átomos y que esos átomos no eran fijos e inmutables, sino que estaban en constante transformación, se desintegraban... Nernst dijo: «Es como si viviéramos en una isla de estopa que, a Dios gracias, no sabemos cómo encender.» Todos hicimos oídos sordos a su «a Dios gracias» y comenzamos a buscar como posesos la cerilla capaz de encender esa estopa, hasta que la descubrimos. ¡Cuando pienso en la cantidad de radiactividad que debimos absorber en nuestros laboratorios! Es un milagro que el cáncer de la sangre no me haya atacado hasta ahora. La enfermedad de Curie... la valerosa madame fue la primera que sufrió el castigo de la radiactividad, por haberla descubierto.
—Las condiciones también deben haber sido bastante malas en los primeros reactores militares que se construyeron para producir plutonio —comentó Born—. Paredes aislantes de plomo y poca cosa más. Y se perdieron algunas vidas humanas si mal no recuerdo.
Von Neumeyer asintió.
—Algunos casos han salido a la luz pública, pero la mayoría han permanecido ignorados. Sin embargo, en el caso de los soldados la causa de los accidentes fue su ignorancia. Sólo les parecía peligroso lo que hacía ruido. Ceguera profesional podríamos llamarlo. Los científicos, en cambio, sabían perfectamente que estaban jugando con la muerte. Pero jugaban. Con ese mismo espíritu heroico que ha contagiado a su Larsen. No puedo decir que yo estuviera siempre libre de él. Hacíamos lo que hacíamos, a pesar de todos los riesgos, por el mismo motivo que un escalador decide atacar la pared norte del Eiger o un corredor de coches aprieta el acelerador, aunque intuye, que el coche no lo resistirá. Los investigadores atómicos habíamos despertado unas fuerzas naturales inmensas, unas fuerzas que desconocíamos y que podían aniquilarnos. Queríamos saber hasta qué punto era posible jugar con ellas. Louis Slotin dijo en Los Álamos que estábamos «tirando al dragón de la cola». Slotin era casi un genio y estaba loco como una cabra. ¿Sabe lo que solía hacer?
Born lo sabía pues Von Neumeyer ya le había contado varias veces la anécdota. Pero no dijo nada y escuchó las palabras apenas inteligibles del viejo.
—Estábamos intentando calcular la energía que liberaba el uranio al desintegrarse. Era un dato importante para construir el detonante de la bomba atómica, el cual consistía en dos semiesferas de uranio que sólo debían juntarse una vez lanzada la bomba, para constituir la famosa «masa crítica» que luego pondría en marcha la reacción en cadena, la explosión. Para ello debíamos saber, como es lógico, qué cantidad de uranio se necesitaba, cuánta distancia debía mediar entre las dos semiesferas, con qué velocidad debían juntarse, etc. Imposible calcularlo sobre el papel, era preciso experimentar. Louis Slotin era el experimentador más osado.
Loco como una cabra, como he dicho. Había luchado en la guerra civil española —en el bando republicano, naturalmente — y había sido expulsado de la Royal Air Forcé poco después de estallar la guerra, por no declarar su miopía. Aun así, consiguió derribar un par de aparatos alemanes. Se lanzó a investigar la desintegración del átomo con la misma osadía con que solía lanzarse a la batalla. El experimento era simple: se colocaban las dos semiesferas sobre unos raíles y luego las empujábamos hasta alcanzar el punto crítico, el primer signo de que se iniciaba la reacción en cadena. Una vez alcanzado era preciso separar las dos semiesferas en el acto, para impedir que la reacción en cadena alcanzara su pleno apogeo y provocara una explosión nuclear, pequeña, es verdad, pero mortal para las personas que se encontraban en la sala.
Por ello, la mayoría de los científicos realizaban el experimento resguardados tras una pared de plomo. Pero no Slotin. Colocaba los raíles con las dos semiesferas en medio del laboratorio y empujaba el uranio con un par de destornilladores. ¡Con un par de destornilladores! Hubiera bastado un acceso de tos, un estornudo, un temblor de la mano, para provocar un accidente mortal. Pero el truco siempre le salía bien. Lo efectuó docenas de veces. Yo le advertí en varias ocasiones: «Louis, eso que hace es una locura.» Le llené los oídos de citas —no debemos provocar al destino y cosas por el estilo— pero sólo se reía y decía: «Sólo es cuestión de nervios, Cari, y yo los tengo.» Los otros también le recomendaron prudencia, pero poco a poco todos nos fuimos acostumbrando. Pues lo cierto es que a Slotin no le ocurría nunca nada. Era un verdadero talento de la naturaleza. Hasta que llegó el 21 de mayo de 1946. Nunca olvidaré la fecha.
Born se levantó y ayudó al vejo a apurar su vaso de vino.
—¿Slotin murió? —preguntó Martin.
—Más le hubiera valido morir ese mismo día. Sobrevivió demasiado para su propio bien.
»Ese 21 de mayo, Slotin estaba preparando con algunos colegas el mecanismo detonador de la bomba atómica que luego se haría explotar sobre el atolón de Bikini. Después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, la fuerza de la energía atómica había comenzado a inspirar un miedo cerval, o al menos un respeto cerval, a casi todos los científicos. Pero no a Slotin. Seguía practicando displicente su acostumbrado juego de los destornilladores. Pero en esa ocasión perdió. Un destornillador le resbaló de las manos —nadie sabe cómo—, las dos semiesferas de uranio se juntaron, adquirieron la masa crítica, la reacción en cadena procedió a toda velocidad y sumergió el laboratorio en una cegadora luz azulada.
«Todos se quedaron paralizados. Sólo Slotin reaccionó transcurridos un par de segundos. Hubiera podido arrojarse al suelo para protegerse de las radiaciones. Sin embargo, Louis Slotin era Louis Slotin: loco pero valeroso. Se arrojó sobre la bola de uranio y separó las dos mitades con las manos desnudas. Con ese gesto salvó la vida a los demás colegas que se encontraban en el laboratorio, al mismo tiempo que firmaba su sentencia de muerte. Sabía que absorbería una cantidad excesiva de radiactividad. Falleció al cabo de nueve días. He hablado con los médicos que cuidaban de él. Pasó dos días y dos noches gritando sin parar... a pesar de la morfina.
Von Neumeyer hizo una pausa. Luego preguntó: —¿Tiene un cigarrillo, Martin? Born se lo encendió.
—La señorita Irmgard me asesinará —dijo. —Usted puede escapar, yo en cambio estoy en sus manos.
El profesor hablaba con el cigarrillo en la boca. Sus manos ya no tenían fuerzas para sostenerlo.
—Slotin fue para mí una especie de prototipo. En él se hallaban concentradas las características que todos poseíamos en mayor o menor grado: el ansia de saber a cualquier precio, la voluntad de adentrarnos en el corazón de la naturaleza sin parar mientes en las consecuencias. El espíritu inquisitivo es una característica humana importante. Sin él estaríamos aún en la Edad de piedra. Pero con el descubrimiento de las fuerzas atómicas llegamos a un punto en que el afán de adquirir nuevos conocimientos podía aniquilar de golpe todo el progreso conseguido hasta el momento; como si hubiésemos estado esforzándonos durante milenios para salir de la Edad de piedra y llegar al presente grado de desarrollo, sólo para volver a precipitarnos en la Edad de piedra o incluso en una fase anterior en cuestión de pocos segundos.
—En realidad, a partir del día que se efectuó la primera desintegración nuclear hubiera debido prohibirse el trabajo científico a individuos como Louis Slotin. Y también a tipos como Oppenheimer.
—Pero precisamente Oppenheimer señaló en más de una ocasión los peligros de la investigación atómica, puso de relieve la contradicción del científico, que se debate...
—Lo sé — susurró Von Neumeyer. Le entregó a Born la colilla del cigarrillo y éste la tiró por la ventana—. Se dedicó a comerciar con esa contradicción, cuando estaba de moda ser contradictorio, estar dividido. Pero antes, a finales de la década de los treinta, insistió con mayor fanatismo que nadie para que se construyera la bomba atómica — sólo los militares tenían aún mayor interés que él, como es lógico. Tipos como Oppenheimer dieron al traste entonces con la mejor idea de toda la historia de la ciencia. De haber llegado a hacerse realidad la idea de que le hablo, ahora viviríamos en un mundo muy distinto. En un mundo mejor. Más tranquilo. Más abierto a la esperanza.
—¿Qué idea?
—Algunos científicos, yo también me contaba entre ellos, querían constituir una especie de sociedad secreta internacional, que agrupara a todos los que se ocupaban de las fuerzas atómicas en los distintos lugares del mundo. Sus miembros contraerían el compromiso de no entregar el resultado de sus investigaciones, ninguna fórmula, ni el menor detalle, ni a los militares ni a los políticos. Así esperábamos impedir que nuestros trabajos, con los que deseábamos prestar un servicio a la humanidad, fueran utilizados para su destrucción. Pero esa idea nunca pasó de ser un proyecto... por culpa de los Slotin y los Oppenheimer.
La voz del profesor se había hecho casi inaudible. Yacía débil y cansado, con la cabeza reclinada en las almohadas. No apartaba la mirada de Born.
Born se levantó.
—Debo dejarle —dijo—. Tiene que descansar. Volveré pronto.
—Martin —susurró Von Neumeyer. Born se detuvo—. Le agradezco su visita. Sé que debería darle ánimos, justamente ahora que tiene tantos problemas. Pero aún debo decirle una cosa. Quién sabe si me queda mucho tiempo para confiársela a alguien. Lo que ahora voy a decirle, es mi más sincera opinión. No es el desvarío de un vejestorio que ya tiene un pie en la tumba. Es el producto de sesenta años de manipular átomos y moléculas y protones y neutrones y electrones, de sesenta años de estudiar en los libros y los laboratorios. Con toda sinceridad se lo digo: desearía que jamás se hubiera descubierto ese ingenio infernal. Quisiera que Dios hubiera puesto una compuerta en nuestro cerebro que impidiera el acceso a ciertos conocimientos. Quisiera que nos hubiera hecho tontos. Y quisiera que hubiera intervenido a tiempo para convertir en sal —como a la mujer de Lot — a cada uno de los supersabios y supercuriosos como yo. Pero ya es demasiado tarde.
Born se cruzó en la puerta con la señorita Irmgard, la enfermera.
—Le ha fatigado demasiado —le reprochó la enfermera con voz cortante, corriendo junto al lecho del profesor.
Born salió sin decir palabra.