19
El ministro de Economía Hühnle se levantó y cogió la chaqueta del respaldo de la silla. En el acto también se incorporaron los cuatro guardaespaldas que estaban apostados junto a la pared posterior del escenario, decorada aún con un dibujo de una puesta de sol en un bosque alemán, recuerdo del pasado festival escolar. Hühnle, sin recurrir al micrófono, anunció con voz ya bastante atronadora de por sí:
—Amigos, esto es una mierda. No estoy dispuesto a perder ni un minuto más con estas trivialidades. Buenas noches.
El alcalde Rapp palideció. Anne Weiss se quedó muda junto al micrófono. Luego comenzaron a oírse los primeros gritos y silbidos:
—Que se vaya... Más tranquilos... Largo ya...
Born esperó que Rapp se decidiera a hacer algo, pero el alcalde se limitó a secarse la blanca frente con un pañuelo a cuadros, mientras sus jadeos se hacían cada vez más perceptibles. Born optó por coger el micrófono.
—Estoy seguro de que el señor ministro accederá a quedarse si por fin nos decidimos a empezar el coloquio. Es posible que las damas y caballeros de la Iniciativa ciudadana no deseen preguntar nada, pues al parecer ya lo saben todo y han sacado sus conclusiones. Pero no me cabe la menor duda de que esta noche también se encuentran entre nosotros otros ciudadanos menos informados. A ustedes me dirijo, señoras y caballeros, y les invito a aprovechar esta oportunidad de plantearnos sus preguntas y sus dudas.
Los miembros de la Iniciativa ciudadana comenzaron a abuchearle para expresar su descontento por el giro que tomaban los acontecimientos.
—Pongámoslo a votación —gritó el ministro Hühnle, que había ocupado otra vez su asiento, tras agradecer la intervención de Born con una inclinación de cabeza.
La mayor parte de los brazos se levantaron para apoyar la propuesta de Born.
Anne Weiss dijo:
—Propongo que se limiten las intervenciones a tres minutos por persona.
—Su propuesta es poco práctica —le replicó Born—. Algunas respuestas a problemas técnicos exigirán forzosamente más tiempo. Por otra parte, creo que justamente usted, después de su discurso de media hora, no tiene ningún derecho a exigir que se limite el tiempo de intervención a los demás. Sugiero que nos limitemos a contraer el compromiso de procurar concretar al máximo las preguntas y las respuestas.
—Que levanten la mano los que estén de acuerdo —gritó Hühnle.
La mayoría de los asistentes se expresaron en favor de no limitar las intervenciones.
Hühnle se inclinó hacia Born por encima de la cabeza de Rapp y comentó:
—Linda moza, doctor. Desde luego, tiene algo más que lengua.
El micrófono aún estaba sobre la mesa delante de Born y el comentario de Hühnle se oyó claramente en toda la sala. El joven del bigote, sentado al lado de Anne Weiss, cerró los puños. Born consiguió recordar por fin su nombre: Berger. Anne se acercó otra vez al micrófono:
—Su intuición no le engaña, señor Hühnle. Por mi parte, prefiero no hacer comentarios sobre lo que le sobra a usted.
—Jo, jo — rió Hühnle —. Uno a cero. Y ahora será mejor que empecemos de una vez.
Una campesina con un pañuelo de lunares pidió la palabra. Comenzó a abrirse paso entre las mesas meneando las anchas caderas y por fin logró llegar hasta el micrófono ayudada por amables manos, sobre todo de hombres de cierta edad, que ante el dilema de escoger entre cuatro botellas de cerveza o una botella de vino del lugar habían optado por tomar las dos cosas.
—¿Cómo vamos a vivir y trabajar en paz, sabiendo que ahí hay una bomba a punto de explotar en el momento menos pensado? — Cogió el soporte del micrófono con las dos manos y siguió hablando, animada por la buena acogida dispensada a su primera pregunta—: No he conseguido pegar ojo desde que pusieron aquí esa cosa. Pero, claro, esos caballeros de la mesa no tienen problemas, ellos pueden irse cuando quieran a sus casas de Suiza.
La campesina, con nuevos contoneos, emprendió el camino de regreso a su mesa.
—Buena pregunta —dijo Martin Born—. Y no será difícil darle respuesta. Un reactor atómico como Helios no tiene absolutamente nada que ver con una bomba atómica. Toda la historia de la energía atómica se ha visto manchada por la desgracia de que su primera aplicación práctica fuera en forma de bomba.
—¿Desgracia, dice? Yo lo llamaría crimen contra la humanidad — le espetó una voz, en medio de la sala.
Born levantó la mano.
—De momento, no es ése el problema. Lo cierto es que el miedo a la energía atómica, y a la central Helios que se alza ahí fuera, en realidad es miedo a la bomba atómica, miedo a otro Hiroshima o Nagasaki. Y ese miedo es infundado. En efecto, una bomba atómica tiene que explotar, está hecha para eso. Pero un reactor no puede explotar, aunque alguien se lo proponga. Un burro nunca será un caballo de carreras. Como ustedes saben, un reactor genera calor a través de la desintegración de los átomos de uranio. Para ser más exactos deberíamos decir: a través de la desintegración de los núcleos atómicos de diversas clases de uranio, que componen la materia combustible del reactor. Los científicos designan estas distintas clases de uranio con el nombre de isótopos y las caracterizan con un número.
Algunas clases de uranio se desintegran fácilmente y otras lo hacen con mayor dificultad. Entre estas últimas tenemos el uranio 238; entre las primeras, el uranio 235. Para construir una bomba atómica se precisan, por tanto, grandes cantidades de uranio 235, fácil de desintegrar. El proceso es tan rápido que bastan fracciones de segundo para liberar una increíble cantidad de energía; en otras palabras, se produce una explosión. El uranio 238 no es nada idóneo para este fin. Podríamos comparar estas dos clases de uranio con la madera seca y la húmeda. El uranio 235, el material base de la bomba atómica, es como leña reseca. Basta acercarle una cerilla para que arda en el acto y desprenda una gran cantidad de calor. El uranio 238, en cambio, es como madera verde, húmeda. Pueden gastar diez cajas de cerillas y no conseguirán encenderla. Ahora verán cómo aprovechamos este efecto en un reactor atómico.
Acumulamos una enorme cantidad de madera húmeda — uranio 238. El reactor Helios contiene unas 180 toneladas de uranio. De ellas, 175 toneladas pertenecen a este primer tipo. Luego, entre toda esta madera húmeda, colocamos una pequeña cantidad de madera seca — en la central Helios, 5,4 toneladas de uranio 235 —. Luego encendemos la madera seca. Arde en el acto. Pero la hemos rodeado de madera húmeda y por tanto no puede arder toda de golpe. El fuego queda controlado y sólo consigue hacer quemar sin llama la madera húmeda; el uranio 238. Ahí está todo el secreto. El calor así controlado es suficiente para transformar en vapor el agua que circula por el reactor. Los científicos designan todo este proceso con el nombre de «reacción en cadena controlada».
Born captó las miradas inquisitivas del Dr. Genzmer y el profesor Schubert, los dos expertos. Había ofendido su dignidad científica con esa comparación entre el uranio y la madera, sin duda deleznable desde su punto de vista.
Berger se levantó.
—Amigos, acabamos de escuchar un ejemplo típico de la manipulación de que estamos siendo objeto desde hace años. Basta transformar el uranio en madera para encubrir el hecho de que la desintegración del uranio desprende una increíble cantidad de rayos y partículas radiactivas. Hoy en día, tras doce meses de funcionamiento, el reactor Helios ya contiene más radiaciones mortales que un par de bombas como la arrojada en Hiroshima. No pueden negarlo.
Born le pasó el micrófono al profesor Schubert, una figura ascética, con las mejillas hundidas, una fina boca y grandes ojos soñadores.
Schubert levantó la vista que hasta ese momento había mantenido fija en su bloc de notas:
—Desconozco la cuantía exacta de las radiaciones. Sin embargo, aun suponiendo que usted tenga razón, esas radiaciones sólo son peligrosas cuando pueden propagarse libremente. Pero los siete años dedicados a proyectar y construir el reactor Helios, han servido para eliminar todas, absolutamente todas, las posibilidades de que estas radiaciones pueden salir fuera del reactor. Las normas que regulan la aprobación del permiso de construcción de una central nuclear son mucho más rigurosas que las aplicadas a cualquier otro tipo de construcción. Los responsables del proyecto y la compañía explotadora deben pasar el control de más de cincuenta comisiones, antes y durante la construcción del reactor, desde el Ayuntamiento de Grenzheim hasta el Ministerio de Economía de la República Federal. Cada comité exige, a más de lo que dictan las normas, medidas especiales de seguridad para la protección del personal de la Central y la población en general.
Antes de dar el primer golpe de pala se hicieron 50 perforaciones y 30 sondeos a presión sobre el terreno, a fin de comprobar sus características. Los cimientos de Helios podrían resistir incluso un fuerte terremoto. La cúpula de acero y hormigón resistiría incluso el impacto de la caída de un Boeing. Y el reactor está construido en un terreno tan elevado que tendría que producirse un verdadero diluvio para que las aguas del Rin pudieran amenazar con inundarlo.
—Déjese ya de justificaciones, señor Schubert —dijo Anne Weiss—. ¿Por qué no nos habla un poco del ACMI? Háblenos de esas cinco mil, diez mil, cincuenta mil personas muertas y lisiadas, por haber tenido la desgracia de vivir junto a un reactor atómico.
Berger gritó:
—¿Saben lo que les dijo Enrico Fermi, uno de los pioneros de la investigación atómica, a sus colegas cuando intentaron llamarle la atención sobre los peligros de la desintegración del átomo? «No me vengáis ahora con remordimientos de conciencia, las fórmulas son preciosas.» Los caballeros de la mesa podrían emplear la misma frase con una ligera variación: «No nos vengan ahora con remordimientos de conciencia, la central nuclear es preciosa.» .
En la sala se oyeron aplausos.
—Tonterías — dijo el profesor Schubert intentando poner coto al malestar de la sala. Y volvió a repetir, más alto—: Tonterías. — Dio un golpe sobre la mesa —. No toleraré que se intente sembrar el pánico. El «accidente en cadena de máxima intensidad», ACMI como lo llamamos, no constituye ninguna catástrofe, como su nombre ya indica, no es más que un accidente que tiene lugar dentro del reactor y que no afecta para nada al mundo exterior. En caso de producirse un ACMI, ocurre lo siguiente: una o varias de las tuberías que conducen el agua de refrigeración hasta el reactor sufren un escape. El agua comienza a brotar por las fisuras a una presión de setenta atmósferas. Ello hace descender el nivel del agua del reactor.
En cuanto esto ocurre, se interrumpe instantáneamente la reacción en cadena que tiene lugar en el núcleo del reactor. Esto se consigue por medio de unas barras de control que se introducen automáticamente en los elementos de combustible y absorben los neutrones. Estas barras de control obedecen además una ley física impuesta por sus propias características. Sin embargo, el uranio aún está caliente, como ocurre con las cenizas que continúan ardiendo mucho después de apagarse las llamas.
Al no circular el agua de refrigeración, las barras de uranio se van calentando mutuamente con los residuos de calor que deja la reacción ya interrumpida. Su temperatura comienza a subir: de 1.800 a 2.000, 2.500 y por fin hasta 2.800 grados, la temperatura de fusión del uranio. Siempre suponiendo que el reactor está absolutamente seco. Una vez que el uranio comienza a fundirse, ya nada puede detenerlo. Corroe el suelo del depósito que lo contiene, atraviesa la esfera de protección, penetra por los cimientos, hasta alcanzar el subsuelo donde comienza a desprender una considerable cantidad de rayos y partículas radiactivas.
En la sala reinaba un silencio absoluto. Schubert lo estaba haciendo muy bien, pensó Born. Las catástrofes ejercen siempre un extraño atractivo y cautivan la atención de la gente. Pero debía procurar que no se le fuera la mano. Born observó a Anne Weiss. Estaba hablando con Berger. El calor húmedo que penetraba por las ventanas abiertas, el aire viciado y el cansancio comenzaban a hacer mella en él. A ello atribuyó ese deseo de tocar a la muchacha, que lo sentía al contemplar su figura, sus cabellos peinados en un moño, la delicada línea de su cuerpo. No era un deseo sensual, se dijo. Conocía a Anne Weiss de otras charlas parecidas, pero nunca la había encontrado especialmente atractiva. Era demasiado fría y eficiente. Born se preguntó por qué le habría saludado de un modo tan ostentoso en la puerta. ¿Ironía? ¿Quería darle a entender que tanto ella como la Iniciativa ciudadana no le tomaban en serio y sólo le consideraban «una fantoche de la gran industria», como decía una octavilla?
Born decidió que le gustaba su manera de moverse. Sus gestos eran comedidos y siempre parecían tener un sentido. Cuando se apartaba el cabello de la frente, lo hacía porque realmente le colgaba un rubio mechón sobre los ojos, no por un hábito adquirido, para resultar más femenina. Le gustaba su manera de hablar, la precisión y agresividad de su lenguaje, en marcado contraste con su voz suave y profunda. Y advirtió que, por algún motivo que no hubiera sabido explicar, Anne Weiss le hacía sentirse incómodo, como si debiera pasar un importante examen sin contar con la preparación suficiente. Su marido debía pasarlo mal, suponiendo que lo tuviera. En todo caso, al menos seguro que tenía un pretendiente. Berger la adoraba.
Anne Weiss parecía ignorar sus desvelos. La mujer de Born hubiera resplandecido bajo esas miradas.
Pero Sibylle era completamente distinta; al lado de Anne Weiss, hubiera resultado una bomba erótica. Su sensualidad había conquistado a Born en cuanto la conoció. Él acababa de cumplir entonces los treinta años, se había acostado con catorce mujeres, sin contar dos visitas al burdel, pero en ninguna había hallado ese interés ingenuo y espontáneo por el placer: esa ansia de recibir placer, esa predisposición a dispensar placer. Sibylle adoraba los cuerpos, el propio, el de Martin, posiblemente muchos más —Born no sabía con certeza si se había divertido con otros cuerpos después de su boda—, y sólo vivía por y para el cuerpo. Al contrario de lo que suele hacer la mayoría de la gente, que emplea sus sentidos de forma individualizada, cada uno por separado y en el momento adecuado — como Born, educado por unos padres rigurosos que le habían enseñado que la diversión era un premio que primero era preciso conquistar a costa de duros esfuerzos—, Sibylle aplicaba todos sus sentidos al unísono y gustaba, oía, miraba, palpaba, olía y sentía, todo al mismo tiempo.
El resultado era un placer de una intensidad jamás soñada por Born Solía recordar con frecuencia los primeros tiempos de su matrimonio. A Sibylle le encantaba comer en la cama y cada comida se convertía en un largo y agotador festín, en el que se mezclaban los sabores de la langosta y la piel, del sexo y la carne, el vino y el sudor, hasta componer un aroma que aún le llenaba muchas veces la boca al despertar por la mañana.
Born pensó que era una ironía que el cuerpo sincero y generoso de Sibylle fuera justamente lo que ahora les separaba. No, no era sólo el cuerpo, sino también esa sensualidad dictatorial que regía toda la vida de Sibylle y que parecía dispuesta a absorberle también a él.
Dos años atrás —o tal vez un poco más— Born había comenzado a defenderse contra ella. De un modo inconsciente primero, obedeciendo a un instinto que no lograba comprender. Sibylle aún excitaba sus sentidos, pero de pronto comenzó a obligar a su cuerpo a no ceder a ese impulso. Comenzó a rehuirla. Procuraba herir sus sentimientos, lo cual no le resultaba difícil, pues ella no advirtió de inmediato el cambio ocurrido en él, y continuó mostrándose tierna y espontánea. Bastaba un comentario como «No soy un robot erótico», cuando se le acercaba por las noches, para desconcertarla por completo. Con el tiempo los dos habían llegado a ser expertos en esas frases—proyectil que iban destrozando su intimidad fragmento a fragmento.
Naturalmente siempre acababan reconciliándose; compromisos superficiales que él aceptaba, plenamente consciente de que cada concesión a Sibylle suponía la pérdida de un trozo de su personalidad.
No es normal, pensó Born. No soy normal. Tengo todo lo que los demás nombres que conozco sólo pueden soñar, acostados junto a una mujer con la cabeza cubierta de rulos.
Pero no podía olvidar el contraste que le había sorprendido esa noche que fueron a cenar a casa de un compañero, destinado a algún lugar de América. Un tipo simpático. Sibylle empezó a coquetear con él a su manera; en ella, cualquier pequeño coqueteo adquiría inconscientemente el carácter de franca invitación sexual. El compañero le seguía la corriente, más por educación que por interés, o eso le pareció a Born. Su mujer era flaca, fea e inteligente. Seguía la comedia sin darle mayor importancia, mientras charlaba con Born de su viaje por África. En cierto momento, fue a buscar vasos a la cocina y al regresar rozó suavemente el pelo de su marido; él apoyó ligeramente la cabeza en su mano. Fue sólo un instante, pero el gesto denotaba tanta confianza, tanta fuerza, que Born se levantó avergonzado y se llevó a Sibylle de allí. Ella no había notado nada. Lo atribuyó todo a los celos de Born.
Born volvió a la realidad sobresaltado.
El profesor Schubert estaba diciendo con mucho énfasis:
—Repito: ningún científico que se precie presta el menor crédito a ese cuento de terror sobre el uranio fundido. En la práctica el «accidente en cadena de máxima credibilidad» no va más allá de un ligero calentamiento de las barras de reacción debido a la falta de agua. El resto, y ya pueden protestar tanto como quieran, sólo son inventos de periodistas sensacionalistas, muy idóneos para películas catastróficas, pero poco acordes a la realidad. Los hechos comprobados me autorizan a oponerme con toda energía a estas divagaciones. Porque lo cierto, señoras y caballeros, es que las probabilidades de que llegue a producirse un escape en una de las tuberías que conducen el agua de refrigeración hasta el reactor son sumamente escasas. Las tuberías son sometidas a rigurosísimos controles de fabricación, están hechas del mejor material existente y su funcionamiento es controlado por cámaras de televisión e instrumentos de medida incorporados que descubren de inmediato el más mínimo fallo.
Por otra parte: si una tubería realmente comenzara a perder, en cuestión de fracciones de segundo entrarían en funcionamiento dos sistemas de refrigeración de emergencia, independientes entre sí. Uno bombea el agua desde la parte inferior del reactor, el otro la introduce por su parte superior. Cada uno de estos sistemas de refrigeración de emergencia cuenta a su vez con otro sistema de recambio. En otras palabras: en un brevísimo plazo de tiempo, el uranio vuelve a enfriarse, mucho antes de aproximarse siquiera a la temperatura de fusión. La probabilidad de que una tubería empiece a perder y todos los demás sistemas auxiliares también fallen es, según los cálculos más pesimistas, sólo, de uno sobre diecisiete mil. Esto significa que un reactor atómico puede — puede, no debe— sufrir un accidente de esta gravedad una vez cada diecisiete mil años.
Imprecaciones:
—El reactor no sufrirá, sufriremos nosotros.
El profesor Schubert se encogió de hombros.
:—Por mi parte, considero que el riesgo de que llegue a producirse un accidente de esas características es aún mucho más reducido. Una posible catástrofe en un reactor debería ser producto de la acumulación simultánea de tantas casualidades que — en términos más cotidianos — sería más o menos tan probable como que uno de ustedes, aquí en Grenzheim y en cuestión de un minuto, sufriera sucesivamente el ataque de un oso polar, el impacto de un avión derribado, los mordiscos de un caníbal y, para rematarlo, fuera aplastado por un meteorito.
El público rió, sobre todo los más viejos. El ministro de Economía, Hühnle, también se unió a las risas, pero no así el alcalde Rapp. Peter Larsen murmuró:
—Eso es.
Anne Weiss pidió la palabra.
—El señor Schubert juega con las estadísticas y luego nos habla de hechos demostrados. Conozco un chiste mejor, aunque no se adapta tan bien al argumento del señor Schubert. En los Estados Unidos, se descubrió en el último minuto una rotura de cinco centímetros en una tubería de la central nuclear «Dresden». A resultas de ello se ordenó la detención de otras veinte centrales atómicas durante el tiempo necesario para revisarlas en busca de posibles defectos parecidos. A tal punto llegaba la confianza de los expertos en sus controles perfectos. A consecuencia del escándalo que ello originó, un hombre que hasta ese momento había sido uno de los máximos defensores de la energía atómica, dimitió de su cargo en la Comisión de energía atómica, se retractó de sus anteriores opiniones favorables y declaró que: «A pesar de todas las capciosas garantías que se ofrecen a la población engañada y mal informada, el control de la energía nuclear plantea tantos problemas no resueltos que los Estados Unidos deberían considerar la posibilidad de interrumpir totalmente su programa de construcción de centrales nucleares.» Eso es tener carácter, señor Schubert.
Pero nosotros no le pedimos tanto. No esperamos que se ponga de nuestra parte. Nos contentaríamos con que usted y sus colegas reconocieran su ignorancia, y también su arrogancia. ¿Por qué no pronuncian nunca al menos una frase sincera: «Sí, podría ocurrir algo, cabe dentro de lo posible, pero hacemos todo lo que está a nuestro alcance para evitarlo»? Pero no, se arropan en su infalibilidad, como si fueran el propio Dios en persona.
El profesor Schubert no consideró digno de una respuesta científica un ataque tan poco ortodoxo.