26
Hacia medianoche, la discusión había llegado a un punto muerto. La gente comenzaba a desalojar las mesas del fondo de la sala. La mayor parte de los vecinos de Grenzheim debían ir a trabajar muy temprano al día siguiente, en los campos, las viñas, la fábrica. O en la escuela, pensó Born, con los ojos fijos en Anne Weiss. Como solía ocurrirle después de cualquier discusión —no sólo en un coloquio, sino también en privado—, tenía la sensación de haber malgastado un tiempo precioso. Esa guerra de palabras, con los mismos viejos y sobados argumentos, le resultaba tan aburrida como una discusión entre creyentes y ateos sobre la existencia de Dios. Siempre las mismas razones. Los ateos: si Dios existiera, no permitiría tanto sufrimiento sobre la tierra. Los creyentes: el sufrimiento es obra de los hombres.
Sólo podremos evitarlo si no perdemos la fe en Dios. Los partidarios de uno y otro bando se bombardeaban con cifras de un extremo a otro de la sala. Todos los datos eran correctos. Pero los números no significaban nada por sí solos. Era preciso interpretarlos y con ellos se perdía la imparcialidad de la estadística. En efecto, cada cual empleaba las cifras según su conveniencia. Para unos, la energía atómica representaba un peligro mortal capaz de aniquilar todo signo de vida en cualquier momento, y hasta la más minúscula probabilidad les bastaba para reafirmarse en este pesimismo. Para los otros, la energía atómica constituía uno de los máximos logros del ingenio humano, susceptible de ser aprovechado sin riesgo en beneficio de la humanidad.
Los asistentes volvieron a reaccionar al unísono cuando el ministro de Economía Hühnle declaró sin pestañear que todos los críticos de Helios eran unos gallinas, «productos reblandecidos de nuestra sociedad, que disfrutan de todas las comodidades, pero no están dispuestos a correr el menor riesgo, porque se han acostumbrado a estar siempre protegidos, desde que salen del vientre materno hasta que les envuelven en la mortaja». Si Robert Koch hubiera temido inyectarse el bacilo, ¿en qué estado se encontraría actualmente la medicina?
Berger sacó a relucir los «tejemanejes del alcalde en la concesión de licencias».
El alcalde Rapp le replicó que las granjas y talleres de la comunidad llevaban varios años subsistiendo prácticamente sólo a base de pedidos relacionados con las obras de construcción del reactor, y que el reactor Helios y las nuevas plantas industriales supondrían un ingreso anual de diez millones de marcos para la comunidad. Un dinero que Grenzheim podría emplear para construir un hospital, un parvulario, para pavimentar las calles.
Los ciudadanos de Grenzheim que aún quedaban en la sala no parecían ser del mismo parecer que su alcalde y así lo manifestaron.
Anne Weiss pidió la última palabra. Llevaba cuatro horas sumergida en la misma atmósfera caldeada que Born. Él tenía la camisa y el pantalón pegados al cuerpo, el sudor le goteaba por las sienes y le escocían los ojos. En cambio, se diría que Anne Weiss acababa de llegar a la sala, tras un sueño de doce horas y una hora frente al espejo. Tenía la piel mate y seca, su blusa no mostraba ni una arruga.
—Será mejor poner fin al triste espectáculo que nos están dando desde la mesa — dijo Anne Weiss —. No esperábamos gran cosa de este coloquio convocado para la víspera de la llamada fiesta de inauguración. Aún hemos recibido menos. Sólo las consabidas mentiras, la consabida ignorancia, la consabida prepotencia de las autoridades y los expertos neutrales, en cuyo caso lo importante es la neutralidad más que la pericia. Agradezco la presencia aquí esta noche de todos quienes han acudido a prestar su apoyo a la Iniciativa ciudadana. Y les ruego que continúen apoyándonos. Pues estamos decididos a continuar nuestra lucha hasta lograr la desaparición de esa central atómica. O hasta que ésta logre aniquilarnos. Nos oponemos a la central nuclear Helios porque contamina el ambiente con sus radiaciones.
Por pequeña que sea, esta radiactividad no deja de resultar perniciosa. No existe una dosis inocua de radiactividad. Todo lo que exceda la dosis natural, a la que se ha habituado el cuerpo humano durante milenios, puede provocar la enfermedad y la muerte. Es posible que las consecuencias no se descubran hasta dentro de unas décadas, cuando esta tierra esté llena de cretinos atómicos y cientos de miles de personas agonicen de leucemia. Declarar que la radiactividad es inocua porque sus consecuencias no son inmediatamente aparentes es tan absurdo como afirmar que fumar no es peligroso porque uno no cae muerto a la primera chupada de un cigarrillo. Nos oponemos a la central nuclear Helios porque incluso un pequeño accidente puede desprender una cantidad mortal de radiaciones que nos infestarán a todos.
Nos oponemos a la central nuclear Helios porque la pérdida de controles, caso de accidente, supondría la aniquilación de toda señal de vida en un área de diez, veinte o más kilómetros a la redonda. No nos convence la infalibilidad del sistema de seguridad. Un encadenamiento de imprudencias y desgraciadas casualidades puede generar una catástrofe capaz de superar las más negras fantasías. Como prueba de que los partidarios de la energía atómica no creen en la infalibilidad del sistema de seguridad podemos citar la orden del entonces ministro de Investigación prohibiendo la construcción de una central atómica en los alrededores de Ludwigshafen.
Todos los que tuvieron noticia de lo ocurrido comprendieron claramente el motivo de que se interrumpieran las obras: el futuro reactor se hubiera alzado en el centro de una zona de concentración urbana y en caso de accidente hubieran podido verse afectados millones de personas. ¿Es que los vecinos de Grenzheim y Garding valemos menos que los habitantes de Mannheim o Ludwigshafen? ¿Quiénes son los insensatos que hacen estos fríos cálculos: Ludwigshafen representa un riesgo excesivo, pero en Grenzheim no habrá problema, sólo tiene seis mil habitantes?
Anne Weiss recibió un aplauso y hasta el fatigado ministro volvió a prestar atención.
—Nuestra lucha contra la central nuclear Helios es de particular importancia. Con Helios serán ya diecinueve las centrales atómicas que envenenan a la población de la República Federal. Helios es también el reactor nuclear más grande del mundo. Se ha convertido en símbolo de un nuevo sueño de grandeza alemán. Mientras Inglaterra y los EE. UU., las naciones industriales de Occidente que cuentan con más años de experiencia en la construcción de reactores, limitan sus programas de producción de energía nuclear — Gran Bretaña ha suprimido más de un sesenta por ciento de las centrales nucleares inicialmente previstas —, mientras estas naciones dictan continuamente normas de seguridad cada vez más rigurosas, la República Federal experimenta una verdadera furia atómica.
Aunque los científicos alemanes no poseen ni con mucho la experiencia de que gozan sus colegas norteamericanos, aunque en nuestro país no existe prácticamente ningún Centro de investigación dotado de los medios necesarios para estudiar los accidentes que pueden producirse en un reactor sobre modelos realistas, aunque los alemanes todavía somos aprendices en el campo de la aplicación práctica de la energía atómica, nuestros gobernantes construyen gigantes como Helios en un territorio densamente poblado y esperan que les aclamemos como genios.
»En efecto, ¿creen ustedes, señor Hühnle, señor Born, que los americanos no hubieran podido construir un reactor del tamaño de Helios hace ya diez años? Pero no lo han hecho. Pues se han dicho: es demasiado peligroso para nosotros, aún sabemos demasiado poco, un monstruo de esas dimensiones podría escapar a nuestro control. Los alemanes no tienen tales escrúpulos. Con su peculiar inconsciencia de tan triste memoria marchan en cabeza siempre que se trata de despreciar la vida humana. Como ha dicho un periódico inglés: "El actual fanatismo atómico de los alemanes casi parece una revancha tardía por el hecho de no haber sido los primeros en construir la bomba atómica." Y tienen razón. Ya puede reír, señor Hühnle, ya puede reír. Conocemos muy bien a los individuos que muestran los dientes cuando se pronuncia la palabra humanidad.
«Luchamos contra Helios para evitar que el delirio de grandeza nos arrastre a una catástrofe. Las autoridades han desdeñado nuestras quejas. El señor Hühnle y el presidente del Consejo nos tachan de eternos insatisfechos, enemigos de la civilización, comunistas, una pequeña minoría radical, románticos sensibleros, peligrosos agitadores, alarmistas. Algunos periódicos nos llaman histéricos. Pero estamos dispuestos a seguir adelante y a no cejar hasta lograr la desaparición de todos los instrumentos mortíferos como Helios. No estamos solos. Contamos con el apoyo de gentes de toda Alemania, de Francia, de Inglaterra, de los Estados Unidos, del Japón.
Algunos de nuestros amigos han acudido a acompañarnos en estos momentos decisivos. Dentro de algunas horas también participarán en la manifestación a la que les invito a asistir a todos. Aunque tengamos que robarle unas horas al sueño: mañana a las diez nos concentraremos frente a la central nuclear y demostraremos con nuestra presencia que en este país aún existen personas preocupadas por algo más que los beneficios, las tasas de crecimiento y los delirios de progreso.
Grandes aplausos. Los miembros de la Iniciativa ciudadana rodearon a Anne Weiss para estrecharle la mano. Los vecinos de Grenzheim comenzaron a salir de «El águila negra», algunos se tambaleaban. La mayoría dormiría como un tronco a pesar del bochorno. El ministro de Economía se incorporó y descendió indeciso la escalera que unía el escenario con el ala izquierda de la sala. El alcalde le dijo unas palabras al jefe de policía de la comisaría de Grenzheim. Seguramente le preocupaba la manifestación anunciada, a pesar de que el presidente del Consejo vendría acompañado de todo un escuadrón de guardaespaldas y policías. Born había oído que incluso debía acudir una centuria de la policía de fronteras; para prevenir cualquier eventualidad. Born despidió al profesor Schubert y al Dr. Genzmer con los cumplidos de rigor y les agradeció sus lúcidas explicaciones.
Schubert y Genzmer le aseguraron que había sido un honor. Born sabía que cada uno cobraría dos mil marcos por su intervención. Era lógico; al fin y al cabo los expertos no crecían en los árboles. Les acompañó hasta las escaleras del vestíbulo que conducían a los cuartos de huéspedes. Los dos pasarían la noche en el «Águila», al igual que el ministro de Economía. Ambos asistirían a la inauguración como huéspedes de honor. Born les prometió un abundante buffet frío.
Los operadores de televisión estaban retirando los focos y enrollaban los cables. Born distinguió la voz sonora de Larsen. Estaba discutiendo con otro hombre. El hombre decía que los capitalistas sólo construían reactores atómicos con objeto de obtener plutonio para la fabricación de bombas atómicas. Larsen le replicó que el plutonio de los reactores no servía para fabricar bombas atómicas. El hombre insistió que hasta un niño podría fabricar una bomba atómica con plutonio y que cada año desaparecían sin dejar rastro seis kilos de plutonio de los reactores y plantas transformadoras norteamericanas. Por otra parte, bastaría con una bola de plutonio del tamaño de un pomelo para envenenar a toda la humanidad. Larsen le preguntó por qué no se iba a vivir al este y montaba campañas contra las centrales nucleares de esos países. Los rusos construían reactores que hubieran puesto los pelos de punta a cualquier experto en medidas de seguridad de Occidente. Born meneó la cabeza.
—¿Usted es el señor Larsen?
Born se volvió. La autora de la pregunta era una mujer de unos cuarenta años, muy morena, con la piel brillante y el rostro ya marcado por la edad, cubierta de joyas, con un traje de bastante precio y las gafas levantadas sobre el pelo muy liso y tirante, a excepción de un ancho mechón plateado que caía sobre su cara. La mujer se presentó –un nombre compuesto que Born olvidó de inmediato— y añadió:
—De la revista Yvonne. Ayer llamamos por teléfono, ¿recuerda?
Born le señaló a Larsen con la cabeza. A su alrededor se había formado un pequeño grupo de personas empeñadas en interrumpir su sonora conferencia sobre los triunfos del átomo.
—Ahí lo tiene. El rubio que lleva la voz cantante.
—A usted le conozco — dijo la mujer —. Claro, debe ser el director. Al natural resulta mucho más joven que en las fotos.
Born no supo qué decir.
—Verá, estamos preparando una serie sobre jóvenes promesas — explicó la periodista—. Ése es el motivo de que concertara una entrevista con el señor Larsen. Es una lástima que usted no figure también en la serie, pero debe tener más de treinta y dos años, ¿verdad? Ésa es nuestra edad límite.
—El señor Larsen es sin duda la persona más indicada — replicó Born —. Yo, de usted, intentaría abordarlo ahora, antes de que se acalore aún más.
Born observó divertido a Larsen, que interrumpió en seco su perorata en cuanto advirtió al presencia de la periodista. Cuando los dos se dirigían ya a la puerta, no pudo resistir la provocación de la sonrisa untuosa de Larsen.
—¡Señor Larsen!
Larsen volvió la cabeza y se detuvo a regañadientes. Born no se movió y al fin su subordinado no tuvo más remedio que ir a su encuentro tras pedir excusas a sus acompañantes con una inclinación de cabeza.
—Larsen, acabo de recordar otra cosa —dijo Born—. Los hombres del servicio de mantenimiento están realizando una inspección de control de radiactividad, pero el médico no podrá verles hasta mañana temprano — Born miró su reloj —, quiero decir hoy por la mañana. Le hubiera llamado para comunicárselo, si hubiera estado en la Central como estaba previsto. Creo que lo mejor será que se llegue hasta allí y les diga a los hombres del turno de noche que no se marchen a casa cuando queden libres de servicio, mañana a las diez, sin que les vea primero el médico. Se les pagarán las horas extraordinarias.
Larsen intentó decir algo, pero Born le dejó con la palabra en la boca. No ha sido una jugada muy limpia, se dijo, pero desde luego se lo ha merecido.
Anne Weiss se había apoyado en una de las columnas de roble, centro de la sala. Berger estaba sentado junto a una mesa, a un par de metros de distancia. El ministro de Economía pasó balanceándose junto a la joven. Llevaba la chaqueta echada sobre la espalda, se había aflojado el nudo de la corbata y el cuello desabrochado de la camisa dejaba entrever la maraña de vello rojo de su torso.
Born le oyó decir:
—Es una lástima que se haya equivocado de bando. Soy de los que saben apreciar cuando una persona vale de verdad. Si quiere puedo contratarla a prueba, durante un mes, por ejemplo. Le daría un trabajo de responsabilidad en el departamento de preparación de la campaña electoral. Con unos honorarios fijos. ¿Acepta?
—Está ebrio —comentó Anne Weiss.
—Vamos, jovencita — replicó Hühnle en tono jovial —, eso no responde a mi pregunta.
Anne Weiss quiso rehuirle e intentó regresar a su mesa, pero Hühnle le cortó el paso. La muchacha topó contra él, momento que el ministro aprovechó para cogerla por la cintura. Berger se levantó de un salto y apartó violentamente a Hühnle. Anne Weiss fue a caer sobre Born.
—No hagas disparates, Achim —le gritó a Berger.
Pero Berger ya estaba en el suelo: dos guardaespaldas le sujetaban los brazos y un tercero estaba de rodillas sobre su espalda.
—Pobre ingenua —dijo Hühnle. Y luego—: Soltadle, chicos.
Entonces advirtió la presencia de Born. Se le acercó con una sonrisa y dijo:
—No tenemos muchos amigos por aquí, director. Será mejor que nos marchemos, tomaremos una copa juntos.
El alcalde Rapp se abrió paso hasta ellos y se arrimó al ministro.
—Usted perdone —tartamudeó y luego añadió en un susurro —: Ya me encargaré de usted, señora Weiss.
Born se desasió de Hühnle, que le había cogido por los brazos, y le dejó con el alcalde, que ya había iniciado la marcha hacia las habitaciones de atrás, escoltando a su precioso huésped — Grenzheim no recibía la visita de un Hühnle todos los días — y seguido de los guardaespaldas.
Berger se incorporó con ayuda de Anne Weis y Born.
Anne dijo:
—Gracias.
Born le preguntó:
—¿Se ha hecho daño?
Berger hizo un gesto negativo, con aire desganado.
—No ha sido muy inteligente por tu parte, Achim — comentó Anne. Parecía una maestra reprendiendo a un alumno que ha entregado un trabajo insatisfactorio.
Berger se la quedó mirando.
«Pobre chico —pensó Born—. No te envidio tu suerte.»
Berger cogió una cartera de la mesa y se marchó sin despedirse.
—El ministro Hühnle es un hombre impulsivo —dijo Born—. No debe tomarlo a mal.
—No tiene por qué sentirse responsable de su conducta — respondió Anne —, a menos que estén en el mismo partido. Por mi parte, le considero un cerdo; lo de menos es que me haya insultado. Sin duda, debe estar buscando una mujer para esta noche.
Born sabía que en eso iba errada. Momentos antes, había oído al alcalde Rapp dándole instrucciones al posadero, y no se referían a las bebidas.
—Le ha dejado impresionado — dijo Born.
La sala estaba prácticamente vacía. Se oía el tintineo de los vasos. La mujer del posadero y sus dos hijas ya habían empezado a limpiar las mesas. Anne recogió los manuscritos, octavillas y recortes de periódico que tenía sobre la mesa y los guardó en una cartera de cuero. La cartera repleta cayó al suelo y los dos se arrodillaron para recoger los papeles.
—¿Está satisfecho? —preguntó Anne.
—¿Por qué?
—Porque mañana todos festejarán su trabajo, a pesar de nuestras protestas, que de todos modos usted nunca ha tomado en serio.
—Eso no es cierto —protestó Born—. Las tomo en serio. Pero discrepo de ellas.
La acompañó hasta la puerta de la sala. Ella le señaló los guardaespaldas apostados frente a la puerta de la habitación posterior por donde habían desaparecido Hühnle y Rapp:
—¿No le necesitan ahí dentro?
—Sólo sería un estorbo — aclaró Born.
La cogió del brazo. Cuando salían a la calle, se cruzaron con el posadero que venía acompañado de una chica muy llenita. «Pobre Hühnle», pensó Born.