15
El autobús rojo se detuvo poco antes de llegar a la zona urbana de Grenzheim.
—Vete a buscar a Michaela —dijo Berger—. Te esperaré aquí.
—También intentaré localizar a los padres — dijo Anne—. Sin duda deben estar preocupados por sus hijos.
—Será inútil. No podemos entretenernos mucho aquí. Las probabilidades de salir con vida serán mayores si no nos separamos.
El parvulario estaba en la plaza Kilian, frente a la posada «Él águila negra». Anne tardó bastante en llegar hasta allí. Las estrechas callejuelas estaban llenas de coches. Los que tenían un camión —como el matarife o el dueño del almacén— lo habían cargado hasta los topes con muebles, aparatos de televisión, máquinas de lavar y maletas hechas a toda prisa, por cuyas junturas asomaban mangas de camisa v perneras de pantalón.
Algunos policías municipales se esforzaban por agilizar la circulación, pero su situación era desesperada. Anne se preguntó por qué resultaba tan difícil evacuar un pueblo de 6.000 habitantes como Grenzheim sin organizar tal confusión.
—¿El alcalde Rapp no les ha dado instrucciones? —le preguntó a un policía.
El policía le respondió con una sonrisa desganada:
—¿Rapp? En cuanto se ha enterado de lo ocurrido, ha corrido a su villa. Debe estar embalando sus alfombras persas.
—¿De dónde proceden sus órdenes?
—De la estación de control situada en la carretera de salida. Pero ésos ya tienen bastante con ocuparse de la decon... bueno, usted ya me entiende, ese cuarto de baño radiactivo. Están desbordados de trabajo.
Anne corrió al parvulario, que tenía todos los cristales decorados con soles sonrientes, barcos con las velas hinchadas y cabezas de monigotes. No encontró a nadie en la sala.
—Los niñitos han salido de excursión —dijo una voz chillona. La que había hablado era una vieja sentada en una silla de ruedas. Las parvulistas cuidaban de ella —. Creo que han ido a bañarse.
La cabeza de la vieja se balanceaba como si estuviera montada sobre un muelle.
En el Camino de las Hayas, el mismo espectáculo que ya había encontrado en el centro: coches cargados hasta los topes de niños, animales y muebles.
Anne siguió corriendo. Cuando llegó a su casa, se dejó caer agotada en un sillón. Se quedó mirando la terraza donde había estado charlando con Born la noche anterior. El vestido que Michaela no había querido ponerse esa mañana aún estaba colgado del respaldo de una silla. Michaela era una entusiasta de los pantalones téjanos. Anne se cambió la blusa sudada y raída y la falda arrugada por una camiseta y unos pantalones. Cogió todo el dinero que tenía guardado en el cajón del escritorio y sacó la bicicleta del garaje.
Fue siguiendo el sucio riachuelo con su hedor a las materias olorosas empleadas en la elaboración de los perfumes en la fábrica situada cinco kilómetros más arriba. Distinguió siluetas de tanques y soldados entre los árboles. La imagen le hizo pensar en viejas películas de guerra. Sirenas, bombardeos.
Pasó junto al zoológico, el gran orgullo de Grenzheim. Los animales —un camello, un mono, un par de cabras, tres flamencos, muchísimos conejitos de Indias — estaban tranquilos, nadie les había hablado nunca de los gansos del capitolio que en la antigüedad advirtieron a los romanos del ataque de los celtas.
Antes de llegar a la cuesta, Anne saltó de la bicicleta y la empujó mientras corría. Se detuvo esperando captar voces de niños procedentes de la piscina. Ni un murmullo.
Cuando por fin llegó jadeante, a lo alto de la cuesta, ahí estaban los niños. Dos de ellos estaban tendidos en la calzada en medio de un charco de sangre: una mancha oscura brillante bajo el sol. Otro colgaba de las ramas de un avellano con los brazos extendidos. Los demás se habían sentado en el bordillo; pálidos y aterrorizados, sollozaban en silencio.
Divisó a Michaela en medio del grupo. Anne estrechó a su hija entre sus brazos.
Michaela balbuceó:
—El coche... el coche...
El coche era un Opel Admiral azul. Se había incrustado contra un tronco de un árbol, el cual se había hundido en la carrocería hasta el cristal delantero. Anne pudo distinguir el rostro de la chiquilla bajo las ruedas del coche. Estaba muerta.
El coche se movió un poco. La puerta se abrió lentamente. Un hombre cayó de su interior, rodó por el suelo, se incorporó. El alcalde Rapp. Tenía el rostro ensangrentado. Se palpó todo el cuerpo, las piernas, las costillas, la cabeza. Avanzó tambaleándose hacia Anne.
—No los he visto — dijo —. Se han abalanzado de pronto contra el coche. Me ha sido imposible esquivarlos. Por favor, créame.
Anne examinó a los niños. Dos de ellos se habían herido el brazo.
—Iba despacio —insistió el alcalde Rapp—. Pero ellos llenaban toda la calle.
—No tengáis miedo. Venid conmigo —dijo Anne a los niños.
Cogió a Michaela en brazos. Los niños la siguieron. Rapp se quedó mirando su coche pensativo. Se encogió de hombros y echó a correr detrás de Anne y los niños.
—¿A dónde va? ¿No sabe que la nube radiactiva viene hacia Grenzheim?
—No llores, Michaela. Todo se arreglará — dijo Anne.
—Lo he perdido todo — siguió diciendo Rapp —. Veinte años de trabajo perdidos. Esa maldita central atómica. Ojalá no la hubiera traído nunca aquí.
Berger ayudó a los niños a montar en el autobús. Anne se ocupó de conseguir un asiento para los dos heridos.
—Déjenme acompañarles —dijo Rapp.
—Ha atropellado a cuatro personas y ha matado a dos de ellas, tal era su prisa por huir — espetó Anne.
—No he podido evitarlo —gritó Rapp, con un pie en la plataforma—. Ya se lo he dicho: no he podido evitarlo.
Su rostro estaba contraído por el miedo. Su oreja mutilada relucía teñida de escarlata.
Berger apretó el botón que cerraba las portezuelas. Rapp consiguió apartar la pierna justo a tiempo.
—Largo de aquí — dijo Berger.
Rapp comenzó a golpear la carrocería con ambos puños y bramó:
—Puedo ayudarles. Jamás lograrán pasar la barrera. Soy el alcalde. Tengo un pase.
Berger miró dubitativamente a Anne, Ella asintió con la cabeza. Berger abrió la puerta.
Rapp se abalanzó hacia un asiento.
—Desde el primer momento comprendí que usted era una persona razonable. Dense prisa. La nube radiactiva ya debe estar muy cerca de aquí.
—Más vale que se deje de discursos y venga a ayudarme a vendar a estos niños —exclamó Anne.
Sin protestar, Rapp le ayudó a poner los vendajes provisionales. Le tocó el brazo:
—Es una mujer de carácter, lo comprendí desde el primer día.
Anne le apartó con un golpe seco.
Rapp se frotó la mano con una burlona expresión de dolor en el rostro.
—Aquí comienza la cola. Su presencia es necesaria, señor alcalde —anunció Berger.