28
Las campanadas de medianoche del reloj de pared despertaron a Sibylle Born. Lo había comprado en Londres por 1.000 libras, seducida por su aristocrático carillón y por la esfera pintada, que representaba la posición de las constelaciones. Sibylle casi se ahogaba de sed. Se bebió media botella de agua mineral. Le dolía la cabeza. Se dirigió al teléfono y marcó. Sin respuesta. Se echó un abrigo de fino lino sobre los hombros, bajó las escaleras de la entrada dando traspiés y se abrió paso hasta su Alfa—Romeo—Cabriolet, que tenía la capota levantada. Apretó los mandos de la radio y sintonizó Radio Luxemburgo. George McCrae estaba cantando Rock Your Baby. Sibylle comenzó a tararear la canción mientras avanzaba junto al parque del castillo, para atravesar luego las calles silenciosas, cruzar la plaza con la delgada columna del archiduque Ludovico, dejando atrás el edificio gris con el rótulo «Electricidad — energía del futuro» para adentrarse por fin por las estrechas callejuelas. De pronto advirtió que aún no había encendido los faros.
Se detuvo frente a una casa, emparedada entre un garaje de varios pisos y un edificio de oficinas. No se veía ni una luz. Se equivocó y en vez de apretar el botón de la luz tocó un timbre. Abrió la puerta y comenzó a subir las escaleras. Un viejo con un gorro de dormir, como salido de un anuncio de Darmol salió a su encuentro en el primer piso.
El viejo rezongaba, furioso de que le hubieran molestado, contento de que le hubieran confundido:
—Si no puede aguantarse las ganas a estas horas, al menos no moleste a las personas decentes.
—No sabe cuánto lo siento, señor Birnbaum —dijo Sibylle.
El señor Birnbaum era viudo, casi diríase que había nacido viudo. Sibylle sospechaba que había colocado micrófonos en el cubrecama, para poder obtener el máximo de información sobre lo que ocurría en el dormitorio del piso de arriba. No envidiaba su situación. Se acercó mucho al viejo y no pudo contener la risa cuando éste retrocedió asustado. Se levantó la falda — pero no demasiado — y dijo:
—Hay muchos mosquitos, una verdadera plaga. —Se rascó el muslo. El señor Birnbaum cerró con un portazo. Sibylle subió al segundo piso —la escalera olía a cera— y pegó la oreja a la puerta, que ostentaba una cartulina sucia: «Fuchs.» Silencio absoluto. Sibylle abrió la puerta. Alexander Fuchs estaba tendido sobre la cama, aún vestido, y parpadeó cuando la luz le dio en la cara.
—¿Dormías? — preguntó Sibylle.
—No.
—Te he echado mucho de menos. ¿Dónde estabas?
—Me entretuve por el camino.
—¿Una mujer?
—No.
—¿No quieres contármelo?
—No.
Sibylle no siguió preguntando. Las primeras semanas de su relación solía interrogarle cuando desaparecía por uno o dos días. Pero nunca consiguió que le dijera nada y alguna vez incluso llegó a enfadarse, él, el callado y tierno Alexander. Actuaba como si llevara una doble vida, como el Dr. Jekyll y su criminal contrafigura, Mr. Hyde. Pero sus secretos eran inocuos, o eso creía Sibylle. Un par de veces había penetrado casualmente en su segunda vida. En una ocasión le había visto en el Odenwald, a orillas de un lago. Había salido de excursión, con Martin y un grupo de amigos. Estaban remando en el lago, cuando de pronto divisó a Alexander en una barca.
No remaba, no pescaba, no se bañaba, sólo permanecía ahí sentado mirando el agua. Él no la vio. Y en otra ocasión, le había estado siguiendo por Frankfurt durante medio día. Le divisó un día al ir de tiendas y decidió seguirle. Al cabo de cuatro horas abandonó la persecución; él no hacía más que corretear por las calles y sólo se detuvo una vez a comer una salchicha. Sibylle estaba un poco avergonzada y hubiera querido acercársele, pero no se atrevió, pues él hubiera creído que le estaba espiando, y no se hubiera equivocado.
Sibylle procedió a desnudarse. Se despojó de la falda, las bragas y la blusa casi en un mismo gesto. Contempló complacida el reflejo de su cuerpo moreno en el espejo. Se inclinó sobre él y le acarició el rostro con los senos oscilantes.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿No tienes ganas?
—Estoy cansado.
—Sascha, tienes que ganarte tu dinero.
Sabía que cualquier insinuación al hecho de que era ella quien pagaba su alquiler le era tan indiferente como si le hubiera reprochado el color negro de su pelo.
—Estoy cansado — repitió él.
—Pareces mi marido.
Le quitó el pantalón. Él emitió un gemido. Sibylle le examinó con gesto protector. Tenía el testículo izquierdo muy rojo e hinchado. Sibylle suspiró sin darle demasiada importancia. Mojó una toalla con agua fría y la aplicó sobre la parte inflamada. Él cerró los ojos. Sibylle comenzó a susurrarle frases cariñosas, como si quisiera arrullar a un niño. Cuando vio que sus caricias le excitaban, se acomodó encima de él con cuidado. El joven se durmió en cuanto ella llegó al orgasmo. Sibylle apoyó la cabeza junto a su boca y dejó que su aliento le acariciara los cabellos.