39

Alexander Fuchs se despertó a las tres y media. Le dolían los testículos. Aún no había cedido la hinchazón. Recordó vagamente que Sibylle había venido a verle. Había tenido un curioso sueño. En él aparecía su padre, Sibylle, una escopeta y un jabalí. Justamente un jabalí. Intentó conciliar otra vez el sueño, pero el dolor era demasiado intenso.

Fuchs soñaba con frecuencia.

Dos de sus sueños se repetían a intervalos regulares de tiempo.

En uno de ellos se encontraba en una ciudad durante un bombardeo. A veces lograba salir con vida, exhausto tras un susto mortal, en otras ocasiones moría, con los ojos fijos en la imagen de la bomba que le quitaría la vida, primero diminuta, como un mojoncito desprendido del avión, luego cada vez más grande, con las alas de estabilización desplegadas, inamovible en su curso que la llevaba a caer justo sobre él.

En el segundo sueño, vivía en un gigantesco rascacielos. En el mismo edificio vivían todas las personas que Fuchs detestaba. Algunos tenían rostros conocidos (el de su padre, el de Hitler), pero la mayoría le eran desconocidos. Sólo sabía una cosa: les odiaba. Su apartamento estaba en el piso superior del rascacielos. Las habitaciones estaban llenas de jaulas de cristal. En las jaulas había arañas, serpientes, moscas. Fuchs apretaba un botón y las jaulas se abrían. Los bichos quedaban libres. No le tocaban, pasaban zumbando junto a su cuerpo como un inquieto río negro y salían por la puerta para esparcirse por todo el edificio. No tardaba mucho en oír los gritos de pánico y agonía de los vecinos.

Se levantó y se preparó un café. Abrió todas las ventanas, pero el aire caliente y pesado de la madrugada no dejó dispersarse la atmósfera viciada de su habitación. Fuchs se sentó junto al pequeño escritorio, regalo de Sibylle, y se bebió el café. Comenzó a hojear rápidamente un montón de hojas manuscritas, meneó la cabeza y contempló el bondadoso rostro arrugado de Bertrand Russell.

Alexander Fuchs le adoraba, y ese retrato, firmado por el propio Rusell, era el único objeto que consideraba como algo propio. Sólo él, Alexander Fuchs, sabía la verdad: Russell era el hombre más importante del siglo xx. Los científicos — Russell era matemático y filósofo— le llamaban diletante y los políticos le tenían por loco. Los científicos basaban su juicio en el hecho de que Russell se hubiera atrevido a señalar que la ciencia no debe aplicar todos los conocimientos a su alcance. En las circunstancias actuales, la humanidad no está madura para ciertos conocimientos. Un colega de Russell acogió la advertencia con este comentario: «El vejestorio está demasiado anquilosado para la investigación y ahora pretende prohibirnos investigar también a nosotros.»

Los políticos no se tomaban en serio las palabras de Russell, pues una persona empeñada en suprimir las guerras, las armas destructoras y la política del poder escapaba a su capacidad de comprensión.

Le habían encarcelado — ¡comunista! — cuando hizo un llamamiento en favor de la resistencia contra el armamento atómico, y se burlaron de él cuando convocó su Tribunal sobre Vietnam y declaró que la guerra de los Estados Unidos en Indochina constituía un genocidio.

Fuchs le adoraba. Le adoraba porque el Viejo le había mostrado el camino. Le adoraba a sabiendas de que el Viejo hubiera renegado de él después de lo ocurrido la noche anterior y de lo que ocurriría ese mismo día.

Saludó con una sonrisa la imagen del Viejo en la pared. Colocó un papel en la máquina de escribir. No lo cogió con las yemas de los dedos, sino con los nudillos, para no dejar huellas. Luego escribió:

«Esta mañana, a las trece horas, la central nuclear Helios de Grenzheim ha sufrido un grave accidente mientras se celebraba la inauguración de las instalaciones. Se han roto dos conducciones de agua fría destinada a la refrigeración del reactor. La caída de un poste de alta tensión ha cortado el suministro eléctrico a la Central. Afortunadamente se ha logrado controlar el accidente en el último momento, gracias al sistema de refrigeración de emergencia, que ha reanudado sin demora el suministro de agua al reactor, y a la existencia de un grupo electrógeno de emergencia. La población de los alrededores, los habitantes de Darmstadt, Frankfurt, Offenbach, Mannheim, Ludwigshafen, Wiesbaden, Mainz, Rüsselsheim y Worms han escapado así a una catástrofe capaz de aniquilar al menos a la totalidad de los habitantes de una de estas ciudades.

Los directores, constructores y portavoces de la central atómica atribuirán el saldo poco oneroso con que ha acabado el accidente a la perfección de su sistema de seguridad.

Se equivocan.

El accidente había sido planificado en todos sus detalles para que siguiera exactamente ese curso. Ha sido causado por bombas de plástico colocadas en los lugares precisos. Ha sido un acto de sabotaje. Los tecnócratas quieren hacernos creer que es imposible el sabotaje en una central nuclear.

El acto de sabotaje perpetrado en la central nuclear Helios tiene por objeto demostrar que los tecnócratas mienten impulsados por su obsesión atómica. Que cada vez que sale de su boca la palabra segundad están mintiendo. Su finalidad es hacer comprender y dramatizar la amenaza que representan las centrales atómicas a todos aquellos conciudadanos aún ignorantes del peligro que les acecha. Su propósito es empujar a los conciudadanos, pasivos en su supuesta impotencia, a emprender una acción inmediata contra todas las centrales atómicas, e iniciar la lucha contra los tecnócratas, los burócratas y los políticos con sed de poder.

Dos empleados de la Central han perdido la vida como resultado de esta acción.

Los responsables se escudarán en ello para rehuir la realidad de los hechos. Que nadie se deje engañar. Esos hombres no merecen compasión. Quien juega temerariamente con la vida de cientos de miles de personas, ha merecido su muerte cien mil veces. Quedan aún demasiados de su misma calaña.

Los responsables también procurarán presentar la acción efectuada en Helios como el gesto de "un anarquista enloquecido y criminal".

De estar locos, de ser genocidas como aquellos que nos tachan de tales, hubiéramos colocado las bombas de forma que quedara destruido todo el sistema de seguridad, haciendo inevitable la catástrofe.

Pero nuestra lucha no va dirigida contra la población, sino a su favor. Matamos, pero sólo a aquellos que se interponen en el camino de la razón.

Nuestra acción constituye un puñado de arena en el mecanismo bien engrasado del mundo de los tecnócratas. Tras este accidente, la central nuclear Helios permanecerá paralizada durante un año por lo menos.

Otras centrales atómicas sufrirán accidentes parecidos con nuestra ayuda. Éste es un llamamiento a la humanidad:

Aprovechad el tiempo. Informaos. Sed solidarios. Obligad a los políticos, a los tecnócratas y a los burócratas a detener esta pesadilla atómica. Obligadles a retirar los miles de millones asignados al programa atómico. Obligadles a modificar las leyes. Obligadles a derribar todos los huevos atómicos. — Faltan pocos segundos para que den las doce.»

No quedó excesivamente satisfecho con la carta. Le hubiera gustado decir más cosas, de Russell e Hiroshima y de su padre y el ejército invisible, muchas cosas más. Pero ya había llenado una cara y lo importante no era exponer sus problemas personales. Dirigió la carta a la sucursal de Frankfurt de la Agencia Nacional de Prensa.

Colocó una segunda hoja en la máquina. En ella escribió:

«Querido padre. Debo recordarte nuevamente que no me alcanza el dinero de asignación mensual. Las cosas están cada vez más caras. La ley te obliga a proporcionarme unos estudios en consonancia con tu situación económica. Conque, por última vez te ruego...»

La explosión
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