17
El helicóptero sobrevolaba la autopista Frankfurt—Darmstadt a poca altura. Las calzadas en dirección a Darmstadt estaban embotelladas. La policía había interrumpido el tráfico hacia el sur a la altura de Weiterstadt, donde habían erigido una barrera.
Andree llamó a la central de operaciones:
—Es preciso despejar todas las calzadas para los transportes de evacuación hacia el norte. ¿No han ordenado interrumpir el tráfico por la autopista de acceso a Frankfurt?
—Naturalmente —le respondió el director general de policía—. Pero todo requiere su tiempo. Estamos en época de vacaciones y es viernes por la tarde. Todos los trabajadores que viven en los suburbios de Darmstadt están regresando a sus casas en estos momentos. Estamos intentando desviarlos por las carreteras secundarias.
Andree meneó la cabeza con impaciencia.
Sobrevolaron Darmstadt. Andree pensó por un momento en lo que podría ocurrir si la nube radiactiva se desviaba del curso previsto aunque sólo fuera unos pocos kilómetros. Prefirió borrar ese pensamiento.
El piloto se elevó a dos mil metros de altitud. A su izquierda quedaban las montañas. El paisaje veraniego refulgía bajo la luz de la tarde: pueblos, campanarios, caseríos, bosques, campos de cultivo, lagos y arroyos. La naturaleza exhibía toda su exuberancia. Dentro de pocas horas estaría envenenada. Los pueblos se derrumbarían. Transcurrirían años, tal vez décadas, sin que ningún ser humano pudiera pisar el territorio contaminado.
Cruzaron la cinta pálida de la A—10. También allí se había formado un embotellamiento, pero la cola de vehículos multicolores seguía avanzando; desde la calzada derecha se vertía por sinuosas callejuelas que la conducían otra vez hacia el norte.
Diez kilómetros más allá vieron alzarse la blanca cúpula de Helios en medio de la verde llanura.
—Más bajo — le gritó Andree al piloto.
Cinco mil personas no era gran cosa. Cinco mil personas hubieran sido un público poco numeroso para un partido de Liga. Cinco mil personas resultaban insignificantes en una zona abierta como los estadios olímpicos de Munich o Berlín.
Pero cinco mil personas apiñadas en unos pocos metros cuadrados, embutidas entre los coches, constituían una multitud de dimensiones pavorosas. Todos parecieron levantar la mirada cuando el helicóptero pasó volando sobre sus cabezas. Miles de rostros en la carretera, en los campos. La multitud se deslizaba entre las primeras casas con techo rojo de Grenzheim, se ensanchaba a ambos lados de la carretera como un globo y volvía a estrecharse frente al puente de ladrillo que cruzaba el pequeño río Alzach, convertida en un reguero humano que se deslizaba lentamente sobre el puente y a través de la verja azul y blanca custodiada por los soldados.
Los soldados también formaban un largo cordón, junto a la orilla del río. Varios tanques reforzaban la barrera. Seis vehículos con la cruz roja pintada en el techo constituían el centro del punto de control. A su alrededor se alzaban tiendas de campaña blancas y amarillas. A unos metros de distancia, cuatro camiones del ejército pintados a rayas verdes y llenos de antenas, estaban aparcados en fila india; algo más lejos, y en posición transversal, se veía un furgón azul, por cuyo techo asomaba un enrejado de acero con cámaras de televisión y antenas orientables. A la derecha y a la izquierda había autobuses y camiones aparcados en filas de doce en fondo; un enjambre multicolor: camiones verdes y marrones del ejército y la policía de fronteras, camiones azules y verdes de la policía, camiones rojos y amarillos del Servicio de autopistas y de Correos, ambulancias blancas de la Cruz Roja y de los cuerpos auxiliares.
Grupos de gente salían corriendo de las tiendas de campaña y se dirigían a los vehículos. A cortos intervalos, se iban desprendiendo de la primera hilera los autobuses y camiones cargados hasta los topes, que luego avanzaban en columna por la B—44 hacia el norte, en dirección a Biebesheim. Por la otra calzada regresaban vehículos vacíos.
Un grupo de sanitarios introdujeron una camilla en un helicóptero Bell. El S. A. 341 de Andree aterrizó en cuanto aquél hubo despegado. Andree saltó de la cabina sin dar tiempo a que los patines tocaran el suelo. Corrió hacia el furgón azul, el de las antenas. Encontró dos policías a cargo de los teléfonos y el radioteléfono. Un hombre de pelo gris vestido con el uniforme de comandante del ejército hablaba por un radioteléfono.
—Ya sé que no es fácil. Pero primero tenemos que despejar la carretera.
Saludó con la cabeza cuando Andree le dijo quién era y comentó:
—Un accidente, a dos kilómetros de aquí, un autobús y un camión. Seis muertos, heridos. Los sanitarios quieren trasladar primero a los heridos, pero tengo que dar prioridad a las grúas para que no se interrumpa la evacuación.
—¿Hacia dónde emiten las imágenes esas cámaras de televisión? — preguntó Andree.
—Directamente a la central de operaciones de Frankfurt.
—¿También existe contacto televisivo en los demás puntos de control?
—Sólo en Worms. Estos vehículos son escasos.
El comandante golpeó orgulloso la carrocería.
—¿Cómo van las cosas en los demás puntos de control?
El comandante le tendió un telex.
—Acaba de llegar. Aquí está el mapa.
El telex decía: «Establecido cordón de seguridad de siete kilómetros de radio. Embotellamientos en todos los centros de descontaminación. Todas las carreteras de la zona acotada bloqueadas por automóviles particulares. Grave riesgo en el sector Uno.»
—Es el nuestro —dijo el comandante—. Todos los demás aún tienen tiempo de controlar la posible contaminación radiactiva de la gente. Pero nosotros tendremos que levantar la barrera muy pronto. La nube radiactiva está a unos veinte o veinticinco minutos de aquí.
—¿Por qué no agilizan un poco el control?
—Eso no me lo pregunte a mí — dijo el comandante —. Pregúnteselo a los médicos. Los médicos le dirán: no podemos ir más de prisa. Una de cada seis personas que se encuentran en estos momentos en el puente ya ha recibido una dosis apreciable de radiactividad Entre los más rezagados la proporción es mayor, de un veinte o un treinta por ciento. La descontaminación se hace más lenta de minuto en minuto. Y la verdad me asombra que esta gente aún siga esperando con tanta paciencia.
—¿En vez de abalanzarse simplemente por el puente?
El comandante asintió.
—¿Dispone de hombres suficientes para detenerlos?
—Trescientos hombres y seis tanques — dijo el comandante—. En teoría es suficiente.
—¿En teoría?
—Conozco a mis hombres. Pioneros. Soldados de primera clase. Valientes. Disciplinados. Buenas personas. Se ofrecen voluntariamente para cumplir las tareas más pesadas. Pero hay algo que no harán nunca: disparar sobre gentes desarmadas, asustadas e indefensas.
Andree contempló a los refugiados que se abrían paso a través de la verja. Expertos en control de radiaciones vestidos con trajes amarillos de astronauta les examinaban con instrumentos de medida tras las rejas. El procedimiento le recordó ciertas películas en las que los geniales ladrones de cajas fuertes palpan, iluminan, desintegran con instrumentos especiales puertas de acero de máxima seguridad, para luego localizar con dedos infalibles la combinación adecuada.
Los expertos en control de radiaciones trabajaban con cuatro tipos de aparatos, cuyas formas recordaban los secadores de pelo, aspiradores de polvo, linternas portátiles o simples cajas. Andree conocía tales aparatos. Un par de años atrás, habían estado expuestos en el Parlamento con motivo de un debate sobre «Seguridad de la energía nuclear». Al final, Andree y el ministro de Investigación habían jugado también a detectives radiactivos; se habían reído mucho, como si todo fuera una broma.
En los contadores de ionización se medían las partículas ionizadas desprendidas de la envoltura atómica por los rayos gamma. Los contadores proporcionales medían la energía de la radiación. Los contadores Geiger rechinaban —un rumor provocado por la descarga eléctrica generada por la radiación ionizante. Los contadores de destellos centelleaban: contenían sulfito de cinc que se encendía en contacto con la radiactividad.
Los refugiados en los cuales los aparatos detectaban una dosis nociva de radiactividad tenían que desnudarse y meter sus ropas en bolsas de plástico.
Unas doscientas personas desnudas esperaban frente a las cuatro tiendas de descontaminación de plástico amarillo. Sus brazos colgaban rígidos junto al cuerpo —los expertos en control de radiaciones les habían advertido que no debían tocarse la cabeza y la boca bajo ninguna circunstancia, a fin de evitar que la radiactividad se extendiera por todo el cuerpo.
Andree pensó: «Algo parecido debía suceder en las rampas de selección de Auschwitz; los fuertes y capaces de trabajar, al campo de concentración; los viejos, los enfermos y los niños, a la cámara de gas.»
Pero allí se trataba de salvar vidas humanas.
Los que estaban desnudos se avergonzaban. Una mujer encinta se sostenía el vientre como si fuese un peso ajeno a su cuerpo. Una anciana con unos muslos flaquísimos que parecían haber sido clavados en su cuerpo, lloraba desconsolada porque la habían obligado a entregar su bolso. Un muchacho y una chica de bellos y esbeltos cuerpos permanecían de pie muy juntos, cogidos del brazo. Un tullido era portado en hombros por un enfermero. Varios niños lloraban. Las estaciones de descontaminación situadas en las amarillas tiendas de campaña de plástico consistían en poco más que pastillas de jabón y duchas que dejaban caer una mezcla de agua y productos depuradores especiales. Andree sabía que los científicos no coincidían a la hora de valorar su efectividad. Unos decían que la descontaminación por debajo de un determinado nivel de radiactividad era juego de niños, no más complicada que la desparasitación. Otros afirmaban, en cambio, que el jabón y el agua sólo podían eliminar las substancias radiactivas más voluminosas, pero de nada servían contra la contaminación interna, contra las partículas radiactivas inhaladas.
Como medida preventiva, los refugiados, descontaminados y vestidos con prendas improvisadas, debían tomar tabletas de yodo.
—¿Son eficaces? —le había preguntado un diputado a un médico.
—Los placebos a veces también resultan eficaces —le había respondido el médico al diputado.
Los placebos eran pastillas de harina y azúcar que los médicos recetaban a los pacientes aquejados de insomnio, por ejemplo, asegurándoles que eran los sedantes más potentes hasta entonces producidos, y los pacientes ya no volvían a tener problemas para dormirse.
Un hombre grueso en shorts se desplomó camino de los autobuses. Dos sanitarios le llevaron a un lado, comprobaron sus reflejos, le auscultaron y menearon la cabeza.
—Allí, antes de llegar al puente, también caen como moscas — dijo el comandante.
Andree examinó el mapa.
—¿De dónde sale esta carretera transversal?
—De aquí, de Grenzheim. —El comandante señaló hacia las casas —. Doscientos metros a la derecha de ese punto.
—¿Desemboca en la B—9, verdad?
—A ocho kilómetros de aquí, al sur del punto de control de Alsheim.
—¿Por qué no enviamos toda esta gente que está esperando aquí a Alsheim? La nube no pasará por allí. Así habría tiempo de...
El comandante le miró desolado.
—Ya lo había pensado. Pero los transportes no pueden pasar por ahí. Mire la carretera: un coche tras otro, todos abandonados. Un muro de hojalata.
—Los tanques — sugirió Andree.
El comandante se lo quedó mirando. Se golpeó la palma de la mano con el puño. Se instaló frente al radioteléfono. Apretó una palanca. Un fuerte pitido y luego la voz del centinela de un tanque.
—Los tres tanques de salvamento, al puente — ordenó el comandante—. Al otro lado del río. Despejen la carretera hasta el acceso a la carretera transversal. A continuación desalojen la carretera transversal.
El mayor comenzó a hablar por el walkie—talkie:
—Preparad treinta vehículos para cruzar el puente. Están despejando la carretera. Cargad los vehículos y seguid hacia la derecha hasta la B—9. Dos hombres de escolta para cada vehículo... Cien hombres en el puente. Desalojad a la gente de la calle. Decidles que serán transportados a otro punto. No hay nada que temer.
Por una escalera Andree trepó al techo del camión—emisora a través de una claraboya. Bastante lejos de allí, pudo ver los tanques que se introducían decididamente en el lecho poco profundo del río y luego comenzaban a trepar por la otra orilla. Ya avanzaban hacia la carretera a cincuenta kilómetros por hora, dejando una estela de polvo y briznas de hierba tras sí. En el puente los soldados hacían retroceder a los que esperaban. Abrieron las verjas. Cinco autobuses esperaban al otro lado con los motores ya en marcha.
Los tanques comenzaron a empujar los coches aparcados en filas de tres en fondo, uno pegado al otro, y los arrojaron a la cuneta como si fuesen nieve recién caída. Crujidos de chapa metálica, tintineo de cristales, ulular de bocinas causados por cortocircuitos. Algunos coches comenzaron a arder. La columna de autobuses y camiones avanzó lentamente por la carretera despejada, inmediatamente detrás de los tanques. Los refugiados comenzaron a meterse por las puertas y a trepar en las plataformas, sin esperar a que se detuvieran los vehículos. Soldados y sanitarios con trajes protectores les ayudaban a subir.
—Gracias — dijo la voz del comandante a su lado —.
Hubiera...
Andree hizo un ademán para quitarle importancia a la cosa.
—De todos modos, es sólo una solución de emergencia. Será imposible sacarlos a todos de aquí antes de que llegue la nube radiactiva.
Un policía gritó al pie de la escalera:
—Central para Andree.
Andree se deslizó escaleras abajo. El comandante también le siguió.
—Tenemos las primeras coordenadas de la nube radiactiva — dijo un meteorólogo, cuyo nombre Andree no había logrado comprender. Andree le hizo un gesto al comandante para que también escuchara. El comandante se encasquetó unos auriculares.
—En estos momentos la nube radiactiva tiene tres kilómetros y cien metros de ancho. La altura oscila entre doscientos y cuatrocientos metros. La distancia del suelo oscila entre cero y trescientos metros. La radiactividad directa al aire libre alcanza hasta 200 Roentgen a una distancia de un kilómetro del contorno de la nube. Este último dato es provisional, pues aún no se han recibido los resultados de todos los puntos de control de radiactividad. El frente de la nube ha llegado a la localidad de Bergen y avanza hacia Grenzheim a una velocidad de dos a dos y medio metros por segundo. Nuevos datos sobre las dimensiones y localización de la nube dentro de diez minutos. Corto.
El comandante se quitó los auriculares.
—Nos quedan menos de veinte minutos.
—¿Qué dicen sus instrucciones para esta eventualidad?
—No he recibido instrucciones. Dentro de diez minutos abriré la barrera para que la gente pueda ponerse a salvo.
Andree miró la multitud, que no parecía disminuir a pesar de todos los ya evacuados en los camiones y autobuses.
—¿Y para qué hemos montado entonces todo este espectáculo con los tanques?
—Señor subsecretario — dijo el comandante —, yo obedezco las órdenes, siempre que sean razonables. Tengo instrucciones de impedir que las personas contaminadas abandonen la zona sin pasar por el control. Despejar la carretera, fue una forma de intentar cumplir esa orden...
—¿Y dos minutos más tarde se olvida simplemente de la orden y la vuelve cabeza abajo?
—Es un problema de conciencia...
—Póngame con la central de operaciones de Frankfurt — le dijo Andree a uno de los policías encargados del teléfono.
Diez segundos después tenía la conexión. Andree pidió por el canciller.
—¿Tiene a Grenzheim en la pantalla?
—Hemos visto su maniobra con los tanques.
—¿Saben que la nube radiactiva llegará a Grenzheim dentro de menos de veinte minutos?
—Sí. Confiamos que para entonces hayan podido...
—Es inútil — dijo Andree —. Aún quedarán tres mil personas por examinar cuando lleguen las primeras radiaciones.
—¿Alguna sugerencia?
—Hay dos posibilidades — dijo Andree —. Primera: levantamos la barrera y ponemos a salvo a la gente que no ha pasado el control de radiactividad. Mejor dicho, les dejamos ponerse a salvo, pues no tenemos suficientes vehículos y los tanques no han destruido todos los automóviles particulares...
—Creo que no nos queda otra solución — dijo el canciller.
El comandante hizo un gesto de asentimiento.
—Comprendo su reacción —dijo Andree—. Una decisión humanitaria espontánea. Pero con esta decisión queda inutilizada toda la labor realizada en las últimas horas. Para eso más vale interrumpir ahora misma toda esta comedia de la evacuación.
—No le entiendo.
—Me entiende perfectamente. Y no crea que me resulta fácil expresarme en estos términos. Nuestro sistema de salvamento se basa en separar a las personas afectadas por la radiactividad de las personas sanas. Si dejamos pasar a las tres mil personas que aún esperan aquí en Grenzheim y les permitimos adentrarse en territorio aún no contaminado sin ser sometidas a ningún control, y entre estas personas hay un veinte o un treinta por ciento que han entrado en contacto con las radiaciones, de pronto aparecerán por doquier miles de nuevos focos de radiactividad, en Frankfurt, en Mainz, en Coblenza, dondequiera que decida huir esa gente. Si deseamos seguir aplicando nuestro método, tenemos que impedir por todos los medios que la gente que aún espera consiga romper el cordón de seguridad. Lo contrario equivale a capitular sin condiciones ante la catástrofe.
El canciller no respondió. Tras una larga pausa dijo: —¿Quiere abandonar a todas esas personas, a toda esa gente fatigada, enferma y exhausta y dejarles a merced de la nube radiactiva? ¿Quiere condenarles a muerte a sangre fría?
—No —dijo Andree—. No quiero hacer eso, me desagrada tanto como a usted, tanto como al comandante que está aquí a mi lado. Pero es preciso hacerlo. Intentar salvar ahora a estos tres mil, supone poner en peligro a otros treinta mil. Y la humanidad sabe apreciar la relación entre medios y fines.
El comandante se quedó mirando a Andree sorprendido. Las comisuras de la boca se habían levantado en una expresión de absoluto desdén.
—No deseo tomar yo solo una decisión de esta envergadura — dijo el canciller —. El estado mayor de emergencia ha escuchado nuestra conversación y ahora expresará su parecer.
Silencio.
Treinta segundos después, la voz del canciller:
—Comandante, éstas son las órdenes del estado mayor. Evacúe hasta el último minuto todas las personas posibles. Luego haga volar el puente e inutilice todas las carreteras y caminos que salen de la zona acordonada. Retírese con el personal y el equipo hasta la próxima estación de control en el cordón de seguridad de veinte kilómetros de radio. No recurra a las armas, excepto si sus hombres corren peligro. No cierre el paso a los fugitivos que intenten huir a pie.
—No irán muy lejos — musitó el comandante —. La nube ya los atrapará. Mujeres, niños, viejos, y luego este calor...
Cogió el radioteléfono y comenzó a impartir órdenes.
Andree echó un vistazo a la muchedumbre que se agolpaba al otro lado del puente, miró el reloj y dijo:
—Sólo nos quedan doce minutos.