27
Helios ardía, y Martin Born se sentía morir. Hacía unos minutos que una fuerte presión había comenzado a oprimirle la cabeza. Le zumbaban los oídos. Tenía las manos heladas. Algo le pasaba a su sistema circulatorio. Radiactividad, carencia de oxígeno, ya ni siquiera se molestó en analizar las posibles causas.
A pesar de que la habitación que había sido la central de mandos, el cerebro de Helios, era sacudida regularmente por sordas explosiones, las grietas de las paredes no se habían ensanchado. Born estaba sentado en un extremo del largo panel de mandos. Tenía el teléfono delante. Hacía un cuarto de hora que por el altavoz sólo se oía el zumbido de la línea, interrumpido de vez en cuando por los crujidos del conmutador, que sonaba como un muelle gastado. Born comenzó a juguetear con los botones y palancas multicolores del panel. Recordó la primera gran decepción de su vida. Sus padres le habían regalado un Meccano cuando tenía seis o siete años. Estaban convencidos de que poseía una inteligencia práctica. Un día será constructor de puentes, solía decir su padre, que también hubiera preferido ser ingeniero en vez de mecánico. El juego se llamaba: «El pequeño ingeniero», y a los dos días Born ya había construido armazones y una grúa y varias lámparas. Pero cuando apretó el botón que debía ponerlo todo en marcha, nada se movió. Se había pasado otros dos días intentando localizar el fallo. No logró encontrarlo. En la juguetería se negaron a cambiarle el juego. Su padre arrojó la grúa y las demás piezas por la ventana y estuvo una semana sin dirigirle la palabra a su hijo.
«Es raro que no me hayan llamado», pensó Born, y tocó el teléfono. Su existencia comenzaba a parecerle inútil. Los hombres al otro extremo de la línea, en Frankfurt, ya no le necesitaban. Disponían de expertos situados en el lugar de los hechos y estaban ocupados de lleno con la evacuación. Envidiaba a Andree, cuya serenidad le había impresionado. Andree podía actuar, tomar decisiones, revisarlas, modificarlas, no tenía tiempo de pensar.
Born comenzó a sentir náuseas. A fin de cuentas debe ser la radiactividad, se dijo.
¿Era culpable de lo ocurrido? Podría redactar alguien una acusación: «Se acusa a Martin Born, 36 años, doctor en Física, del asesinato de diez o veinte o cien mil personas»? Nunca llegaría a conocer el número de las víctimas.
Era posible. Era posible atribuir la catástrofe exclusivamente a su negligencia. Tal vez no fuera justo, pero desde luego sería una acusación irrebatible.
Mientras predicaba con petulancia su religión de la seguridad a los demás, él mismo había pecado contra ella.
Había obrado con ligereza y negligencia en el momento decisivo. Si no hubiera aceptado a Peter Larsen como jefe de seguridad, si se hubiera mantenido firme frente al presidente de la Junta Directiva que deseaba favorecer a su protegido Larsen; si al menos hubiera reaccionado debidamente ante las primeras muestras de ineptitud de Larsen... si hubiera hecho eso, la noche anterior la Central hubiera estado protegida por un jefe de seguridad responsable y conocedor de su oficio.
Un hombre mejor que Larsen no hubiera colocado un jubilado cojo en la caseta de vigilancia.
El informe de Rogolski, que Born había estado examinando media hora antes, demostraba bien a las claras que el autor del atentado había penetrado en la Central con el pase de Werner Marcks. En aquellos momentos, un grupo de expertos estaban estudiando las firmas del Libro de control de entradas y salidas, que un vigilante precavido se había llevado consigo en su huida.
Un hombre mejor que Larsen se hubiera ocupado personalmente de la vigilancia de la Central esa noche y no hubiera ido a exhibirse en un necio coloquio sobre derechos ciudadanos.
Un hombre mejor que Larsen hubiera advertido de inmediato la desaparición de un subordinado como Zander.
Un hombre mejor que Larsen hubiera establecido patrullas de dos hombres no sólo en el exterior de Helios, sino también en los edificios de la Central.
Un hombre mejor que Larsen hubiera impedido el atentado.
Y un hombre mejor que Born se hubiera preocupado de que un inútil como Larsen no llegara a ocupar nunca un cargo de tal responsabilidad.
Si esa noche después de la discusión hubiera vuelto a la Central para controlar a Larsen, en vez de quedarse a charlar con Anne Weiss; si hubiera suspendido la ceremonia de la inauguración y hubiera hecho registrar minuciosamente la Central en busca de residuos radiactivos, después de su visita a la pequeña Yvonne, tan minuciosamente que también hubieran aparecido las bombas de la sala circular...
Y Sibylle. ¿Realmente tenía relaciones con el autor del atentado? Le parecía absurdo. Ni en sus más locas fantasías se le hubiera ocurrido una cosa así. En realidad seguía sin creerlo y lo consideraba sólo una conjetura, resultado de una intensa investigación en la cual, en principio, todos eran sospechosos.
Conocía a su mujer. A Born no le hubiera extrañado descubrirle un amante rico y bien parecido, con mucho tiempo libre y —como decía Sibylle— «standing» en la sociedad. ¿Pero imaginarse a Sibylle, una mujer apolítica, indiferente, amante del lujo, como cómplice de un terrorista enloquecido? Imposible.
—¿Dr. Born? ¿Born, me oye?
Andree tuvo que llamarle tres veces antes de que Born percibiera su voz.
Born intentó responder. Un acceso de tos le sacudió todo el cuerpo. Cuando comenzaron a desvanecerse los círculos negros ante sus ojos, dijo:
—Le oigo. ¿Malas noticias?
—Peores —respondió Andree.
—No le oigo muy bien. ¿Dónde se encuentra?
—En el helicóptero, en vuelo hacia Frankfurt.
—Empezaba a pensar que se había olvidado de mí. ¿Cómo va la evacuación?
—Va marchando — dijo Andree.
—¿Y la nube?
—La nube radiactiva se dirige hacia Darmstadt y Frankfurt.
—No diga bobadas —dijo Born tras un instante de silencio —. Con viento del oeste—sudoeste pasará bastante lejos de Darmstadt y aún más apartada de Frankfurt.
—Esa era la situación hace diez minutos. Acaba de cambiar el viento. Ahora sopla del sur.
—¿Dónde está el frente de la nube en este momento?
—Aproximadamente siete kilómetros al este de la E—4.
—O sea en el Odenwald. Las corrientes ascensionales tendrían que elevarla, maldita sea.
—Pues no ha sido así.
—¿Están evacuando Darmstadt?
—Acabamos de comenzar la operación.
—¿De cuánto disponen?
—Menos de una hora.
—¿Y Frankfurt? —preguntó Born tras una pausa.
—Intentaremos hacer todo lo posible — dijo Andree —, y no será suficiente. Según los cálculos de los meteorólogos, la nube llegará a Frankfurt dentro de cuatro horas... si continúa soplando un viento flojo. Dentro de cuatro horas aún quedarán varios cientos de miles de personas en la ciudad.
—Es posible que vuelva a cambiar el viento. Puede cesar la inversión térmica, con lo cual la nube subiría a la atmósfera.
—Las perspectivas son menos optimistas.
—No hay esperanza, pues.
—No hay esperanza. A menos que usted conozca un hechicero capaz de conjurar nubes radiactivas.
—He perdido su número de teléfono.
—¿Es religioso? —preguntó Andree. No se atrevió a preguntar: ¿cree usted en Dios?
—No.
—Yo tampoco. De lo contrario en estos momentos diría la oración más curiosa de la historia: Señor, envíame un fuelle gigantesco. —Andree soltó una carcajada—. Comienzo a envidiar al viejo Klinger.
—¿Qué le ha sucedido?
—Un infarto de miocardio, se lo han llevado al hospital. Quedó absolutamente deshecho al recibir la noticia de que la nube radiactiva avanzaba sobre Frankfurt. Según parece, empezó a hablar de forma inconexa y de pronto perdió el sentido. No sé si logrará salir de ésta.
—Usted no tiene nada que reprocharse — dijo Born.
Andree respondió con voz tajante.
—Dr. Born, ya he notado que se está abandonando a los remordimientos. Comprendo lo que debe estar pensando. Miles de personas alzaron la voz contra los peligros de la energía atómica y usted les replicó asegurando que un accidente era prácticamente imposible. Una probabilidad entre un millón, una probabilidad entre diez millones, tal era el riesgo, ¿verdad? Y ahora se dice: si hubiera escuchado sus advertencias. Si hubiera mantenido un espíritu más crítico. Y cosas por el estilo. ¿Puedo decirle una cosa, Born? Aún no se ha descubierto el antídoto contra el sabotaje. Puede creerme, me he pasado mucho tiempo rompiéndome la mollera con problemas de seguridad y le aseguro que la seguridad absoluta no existe. Si un maníaco se propone asesinar al canciller, lo conseguirá, aunque le rodee un ejército de guardaespaldas. Y si alguien se propone volar una central atómica, acabará consiguiéndolo. Debemos aprender a vivir con ese riesgo.
—O a morir con él —dijo Born.
Andree prefirió no hacer ningún comentario.
—Yo soy el que tendría que atormentarme, Born. Yo debería tener remordimientos. Usted no ha estado en Grenzheim. Un par de miles de personas condenadas a muerte y ahora resulta que todo ha sido en vano. Aún puedo ver a esas gentes ante mis ojos, como...
—Andree. —Born hablaba con voz ronca y cansada—. ¿Y ese avión? ¿El aparato de reconocimiento que se desplomó junto a Helios?
—Descendieron demasiado y la radiactividad los atrapó. Dos muertos.
—¿A qué altura?
—¿Por qué lo pregunta?
—En seguida se lo explicaré. De momento averígüeme la altitud del aparato hasta el instante en que se interrumpió la comunicación radiofónica.
—Okay, no tardaré más de dos minutos.
Born tenía las manos agarrotadas; apenas podían sostener el lápiz. Notó algo húmedo en la barbilla. Se la secó con la mano izquierda, cubierta con un guante antirradiactivo. Al apartar la mano advirtió que el guante estaba manchado de sangre. Partículas de vómito sanguinolento cayeron entre los muslos de Born. Le zumbaban los oídos.
—¿Born? Aquí tiene los datos. El avión voló primero en círculos sobre Helios, a más de tres mil metros de altitud...
—¿Exactamente encima de Helios?
—No, unos quinientos metros al sudoeste, sobre los campos de trigo. Luego descendió a dos mil cuatrocientos metros y entonces se produjo el accidente.
—Curioso, ¿verdad? —dijo Born—. Compare estas cifras con los datos de la nube. En esos momentos, la nube tenía una altura de cuatrocientos metros como máximo y estaba a una distancia máxima de trescientos metros del suelo. Conceda unos mil metros de radio a las radiaciones letales y obtendrá un límite de peligrosidad a los mil setecientos metros de altitud. Sin embargo, el avión volaba a dos mil cuatrocientos metros.
—Entonces, los datos de la nube estaban equivocados — dijo Andree.
—No —replicó Born—. En conjunto eran correctos. Pero ese reducido número de aviones y helicópteros no puede medir cada centímetro cuadrado de la nube.
—¿Y ello qué indicaría?
—Indica que girones de la nube se elevaron por encima del grueso de la masa. Las corrientes ascensionales formadas sobre los campos de trigo los elevaron por encima del límite de la inversión térmica.
—Girones — comentó Andree —. ¿De qué nos sirve eso?
.—El manual de vuelos sin motor dice así, Andree: extensiones de arena, campos de trigo, ciudades... en todas estas zonas se producen comentes ascensionales.
—Pero son demasiado débiles —objetó Andree—. De nada nos sirve que un trocito de la nube se eleve dos o trescientos metros por encima del resto.
—No, no nos sirve de nada.
—¿Para qué tantos cálculos, entonces?
Born se atragantó y vomitó.
—Perdone —dijo Born—. Hace unos minutos pedía un fuelle, Andree. No lo tenemos. Pero contamos con otro medio para dispersar la nube. Las corrientes ascensionales.
—No le comprendo.
—Podríamos crear una gigantesca corriente de aire caliente que impulsaría la nube hacia arriba y la dispersaría.
—Sigo sin entenderle.
—Incendie la ciudad de Darmstadt, Andree.
Andree tardó cinco segundos en responder:
—Es la locura más razonable que he oído en mi vida.
—En medicina, este procedimiento se denomina homeopatía — dijo Born —. Combatir la demencia con la demencia.
—Informaré de inmediato al canciller. ¿Cree que tenemos posibilidades de éxito? ¿Born? ¿Born?
Born se sentía demasiado débil para responder. ¿Qué es una posibilidad?, pensó, mientras vomitaba sangre. Es preciso hacer algo. Mientras actuemos, siempre tendremos una posibilidad de éxito.