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—Nada — chirrió el altavoz. Las frecuencias del radioteléfono eran insuficientes para la voluminosa voz de Hühnle—. Ya hemos registrado la mitad de las distintas zonas en que hemos divido la sala. ¿Cree que podría haber colocado las bombas más adentro? ¿Directamente en la pared del depósito de presión, por ejemplo?
—Es muy improbable —dijo Born—. Nadie ha cruzado las paredes de hormigón desde que pusimos en marcha el reactor, es decir, desde hace doce meses. La radiactividad es demasiado elevada. Suponiendo que quede alguna bomba, debe estar fuera.
—Seguiremos buscando —dijo Hühnle—. ¿Cómo van sus generadores Diesel?
—Se están portando estupendamente — dijo Born.
—Me mantendré en contacto — dijo Hühnle.
Born oyó la voz de Hühnle que daba instrucciones a los hombres; luego el apagado tañido del metal al ser golpeado, el gemido de Hühnle al agacharse para comenzar a avanzar a gatas por debajo de las conducciones.
—El tubo de ventilación —dijo Hühnle—. Voy a comprobar junta por junta. Nada. Nada. Nada tampoco.
La voz de Hühnle ejercía un efecto sedante sobre Born, y seguramente también sobre el propio Hühnle, se dijo aquél.
—Un momento —dijo Hühnle—. Cuadrante dos al habla.
Una pausa. Born se mordió el labio inferior.
—Falsa alarma —dijo Hühnle—. Ahora estoy junto... Maldita sea.
—¿Qué hay? —exclamó Born.
—Una caja negra —dijo Hühnle—. Entre dos muelles, debajo de una conducción de treinta centímetros sin ninguna inscripción. Está aproximadamente a un metro de una plancha redonda de acero con el signo A tres, en números romanos. Creo que ya tenemos una. ¿Qué opina usted?
Born examinó ansiosamente el plano del edificio.
—Podría ser. ¿De qué tamaño es la caja?
Hühnle jadeaba.
—Hace mucho calor y hay mucha humedad aquí. Me gustaría saber qué clase de detonante lleva ese artefacto. Si es un detonante de relojería tal vez aún tengamos suerte. Si es un detonante de corrosión por ácido de los que se accionan al moverlo, necesitaremos algo más que suerte... Tengo la caja frente a mí en el suelo. Voy a abrir las dos cerraduras automáticas... Con cuidado, con mucho cuidado. Estos malditos guantes, uno no tiene ningún tacto. Levanto la tapa, muy despacio. Esperemos que no haya ningún cable.
Born contuvo el aliento. Le pareció oír los latidos del corazón de Hühnle. Luego un chirrido en el altavoz. El ruido se debía a una carcajada de Hühnle. —La bomba — anunció —, la bomba consiste en tres destornilladores, dos llaves de cruz, dos, no, tres llaves de garra para tubo. Una caja de herramientas.
Born respiró hondo. Hühnle dijo:
—Sigo buscando. ¿Tal vez el conejo de Pascua me haya dejado un par de huevos por ahí?
Born no dijo nada. Ya habían registrado la mitad de la superficie de la sala de conducciones. Dentro de diez minutos, tendría la seguridad de que la cúpula del reactor estaba fuera de peligro. Comenzó a pensar cómo organizaría la reparación de la conducción rota. Primero sería preciso esperar que disminuyeran las radiaciones —las medidas y análisis de radiactividad indicarían cuánto tiempo sería necesario dejar transcurrir—, luego podría entrar en acción el equipo de descontaminación, con la colaboración del servicio de control de radiaciones de Karlsruhe. Al mismo tiempo, los técnicos comenzarían a revisar el núcleo del reactor en busca de posibles desperfectos. Seguramente se habrían torcido un par de barras de reacción. Born comenzó a calcular cuántos días tendría que permanecer parado el reactor.
Un crujido en el altavoz. Born arrojó el lápiz y pensó: mis reacciones no son normales. Catorce hombres están arriesgando la vida ahí dentro y yo actúo como si sólo se tratara de una molesta interrupción de la producción.
La voz de Hühnle:
—Pronto habremos terminado. Ya puede poner una cerveza en el refrigerador. Casi podría hacer reventar esta coraza, sólo de pensar en una botella de Pilsener.
Born advirtió el perfume de Anne, antes de que ella le tocase. La atrajo hacia sí con el brazo izquierdo.
—¿Qué ha ocurrido? — susurró Anne.
—De momento, sólo un accidente — dijo Born.
La voz de Hühnle:
—El primer y tercer cuadrante registrados. Apuesto que he perdido diez kilos en este traje—sauna. Mi médico se llevará una sorpresa.
—¿Hühnle? —preguntó Anne.
Born asintió.
—¿Cómo has conseguido entrar?
—Cuando dieron la señal de alarma hubo un gran alboroto. La gente se agolpó hasta matarse. Nadie vigila ya la entrada.
—¿Y los niños?
—Berger los pondrá a salvo. ¿Qué están buscando ahí dentro? —Anne señaló las pantallas de televisión.
—Bombas. Tienes que irte.
—Me quedaré hasta estar segura de que no corres peligro.
La voz de Hühnle, baja y grave:
—Frente a mí, en una conducción situada a mis pies, en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados desde mi postura en cuclillas, hay adherida una masa de un marrón grisáceo. Tiene unos cuatro centímetros de espesor y unos veinte por treinta centímetros de superficie, tal vez un poco más, no logro distinguir exactamente el contorno. Es una bomba. Me arrastro hasta ella. Comienzo a desprenderla de la tubería. Imposible. Me quito los guantes. He desprendido una esquina... Baumann está ahora a mi lado. Ha puesto las manos bajo el artefacto para que no explote contra el suelo cuando se desprenda.
Hühnle tosió.
—Baumann tiene la bomba en la mano. No veo mecha ni cables. Posiblemente estén incrustados en la masa. Avanzamos a gatas bajo las conducciones en dirección al pasillo. — Hühnle resopló—. Estamos en la escalera que conduce a la compuerta de materiales número dos. Voy delante de Baumann para que caiga sobre blando.
Born siguió el recorrido de los dos hombres sobre el plano del reactor. Baumann había tomado una decisión acertada. La compuerta de materiales n.° 1 estaba más próxima, pero para llegar a ella debían pasar entre una densa red de tuberías, entre ellas dos conducciones de refrigeración de emergencia. En cambio ahora, para recorrer los últimos veinte metros hasta la compuerta de materiales n.° 2, Baumann debía cruzar una cámara de control, con las conexiones y tableros de mando. La cámara de control estaba protegida por gruesas puertas de acero...
—Ya nos falta poco — anunció Hühnle.
La explosión casi pareció destrozar el receptor. La antena tembló. Born comenzó a acariciar la rejilla negra del altavoz, perdido en sus pensamientos. Negras líneas oblicuas surcaban la pantalla de televisión. La imagen comenzó a parpadear casi simultáneamente en todas ellas, luego se fue difuminando y desapareció.
Anne escondió la cara contra el brazo de Born.
—Cámara de control Tres A —dijo uno de los hombres situados junto al panel de mandos, con voz ronca—. Ha fallado un generador diesel del grupo electrógeno. Las bombas de refrigeración de emergencia comienzan a perder fuerza...
—Aún nos quedan dos motores —gritó Born—. Las bombas deben poder funcionar con esos dos. ¿Están desconectados todos los aparatos de consumo eléctrico?
—Los míos no — dijo el hombre. Comenzó a accionar velozmente diversas palancas—. El sistema de aire acondicionado se ha puesto en marcha otra vez. También las bombas de alimentación de las conducciones inutilizadas. La explosión ha afectado el sistema de programación.
—Se ha parado —exclamó otro hombre—. Averiados los circuitos de emergencia cinco y seis. Sólo nos queda un diesel. Jamás lo conseguirá. Tenemos que...
La sala de mandos quedó repentinamente a oscuras. Sólo se veía el resplandor azulado de las lámparas de emergencia y los instrumentos, que se alimentaban con pilas.
Una voz por el radioteléfono:
—Bertram, del equipo de control de radiaciones. Puedo ver el lugar de la explosión desde el puente de servicio. Hay jirones de trajes protectores por todas partes. La puerta de la cámara de control ha salido despedida a diez metros de distancia. La cámara de conexiones está en llamas. Se ha roto un depósito de agua. El agua comienza a inundar la cámara de conexiones. Creo que el cuarto con los paneles de mando también ha sufrido daños. Dónde están los tipos de los extintores, maldita sea...
—Se acabó — dijo uno de los hombres junto al panel de mandos—. Imposible reparar el cortocircuito.
A pesar de todo, él y sus colegas seguían accionando palancas, botones e interruptores, mientras escudriñaban con ojos tensos cualquier posible reacción de los indicadores. Éstos no reaccionaron.
Los hombres fueron constatando resignados:
—Todas las bombas de refrigeración a cero... Aumenta la concentración de vapor... Las vainas de las barras de reacción alcanzan novecientos grados... Las vainas de los cartuchos de combustible alcanzan el límite máximo menos cien... Explotan las primeras vainas de los cartuchos de combustible. ..
Born contaba los segundos, igual como de niño solía contar el tiempo transcurrido entre el relámpago y el trueno: veintiuno, veintidós... Al llegar a treinta y nueve preguntó:
—¿Alguna señal?
Nadie le respondió.
Born se dejó caer en una silla. La mano torcida le palpitaba de dolor. Anne se arrodilló a su lado; sus cabellos y su rostro tenían una tonalidad azulada bajo la luz de neón. Levantó los ojos hacia él, como si esperara que hiciera algo. Born meneó la cabeza. Ya nada podía hacer. A partir de ese momento mandaba el reactor. Se había iniciado la gran depuración y de nada serviría intentar atajarla. Las luces, los números y manecillas sólo representaban una comedia electrónica. Los instrumentos ya no controlaban nada. Se limitaban a registrar impotentes la anarquía y la agonía. La central de mandos, el cerebro de Helios, yacía agonizante.
Born recordó un fragmento de El idiota de Dostoievsky. Lo había leído diez o quince años atrás y había olvidado el argumento, excepto la descripción de los ataques de epilepsia del príncipe Michkin: la súbita sensación de bienestar que los precedía, interrumpida y atenuada por sentimientos de profunda depresión, el miedo al borde del abismo; el placer que iba creciendo, se ensanchaba y se expandía a pesar de todo; la explosión final venciendo todas las barreras, cuando el placer ya resultaba casi intolerable y el cuerpo comenzaba a rechazarlo; el espíritu arrastrado, en una oleada irrefrenable, al paraíso, a un lugar donde desaparecía cualquier posible distinción entre la vida y la muerte, el placer y el dolor.
Born cogió el radioteléfono:
—Salid de ahí, dejadlo arder. Que todo el mundo abandone la Central, también la policía y la policía de fronteras. Ya recibirán órdenes por el camino. Voy a dar la señal de catástrofe a Grenzheim y Frankfurt.
Born se dirigió a los tres hombres apostados junto al panel de mandos:
—Fuera de aquí.
Los hombres cogieron las chaquetas del respaldo de sus respectivas sillas y salieron sin decir palabra.
Born cogió un teléfono amarillo, situado en un pequeño nicho debajo del panel de mandos. Esperó diez segundos. Luego dijo:
—Es increíble. Tenemos una línea directa con el Ayuntamiento de Grenzheim y ni un cerdo se digna coger el aparato. — Apretó un botón azul. Esperó —. ¿Qué quiere decir, Frankfurt, teléfono oficial? Le hablo por una línea directa de alarma con el Ministerio de Economía... De acuerdo, pero dese prisa...
Se volvió hacia Anne:
—Como en mis peores pesadillas. Una línea roja para casos de emergencia y en el otro extremo no hay ni un alma. Un fin de semana largo, ya se sabe.
»E1 Ministerio de Economía, maldita sea... —gritó por el teléfono—. Bueno, por fin. Aquí Born, central nuclear Helios... Póngame con el secretario... Bueno, con su sustituto, entonces... Born, central nuclear Helios. Hemos sufrido un accidente. Ordene de inmediato... ¿Qué? Claro que sé que el ministro de Economía está aquí... Por qué no se lo digo a él... Porque está muerto... Usted es el que está loco, amigo. Cada segundo puede... Mierda.
Born colgó furioso.
—Ése cree que estoy de broma. —Hojeó un listín telefónico encuadernado en rojo y apretó cuatro teclas —. Póngame con el coche siete—cero—tres. Es el número del presidente del Consejo. Es urgente. Gracias.
Acarició a Anne:
—Debes irte. Coge mi coche. No te quedes en Grenzheim. Huye tan lejos de Helios como puedas. Pasa por las carreteras secundarias, las principales quedarán llenas en cuanto se dé la alarma...
—¿Y tú?
—Yo me quedo.
—¡Pero si ya no puedes hacer nada!
Born examinó los instrumentos con ojos pensativos. Algunos habían dejado de funcionar, otros saltaban, palpitaban y daban vueltas descontrolados, pero la mayoría continuaban funcionando y señalaban con todo cuidado el progreso de la destrucción del núcleo del reactor. El oscilograma que indicaba las vibraciones de las turbinas, finas líneas azules y rojas sobre una banda de papel cuadriculado que acababan en una curva bruscamente descendente, le recordó un delicado dibujo japonés con un paisaje de colinas.
—Te equivocas. Puedo hacer algunas cosas. Puedo vigilar el fuego que arde en el reactor. Puedo determinar en qué momento comenzará a fundirse el uranio y cuándo quedarán en libertad las radiaciones. Puedo calcular en qué dirección se expandirán estas radiaciones. Entre esta sala y el reactor hay varias paredes de hormigón de un metro de espesor. Aún pueden protegerme un buen rato.
—Entonces también me protegerán a mí — dijo Anne.
—¿Y Michaela? ¿Quieres dejarla sola cuando evacúen Grenzheim?
Anne le besó.
—Dame las llaves del coche.
—Un Mercedes azul —dijo Born—. Cincuenta metros a la derecha, saliendo del edificio de recepción.
Anne se dirigió a la puerta, una sombra azulada, etérea, con la cabellera reluciente y las cuencas de los ojos en sombras.
—De nada servirá llorar o intentar hablar de todo lo que ya no será nunca. Imaginaré cómo podría haber sido mi vida con el hombre a quien amo y al que apenas llegué a conocer. ¿Recuerdas lo que te dije anoche sobre la Central? Desde el primer momento me inspiró pánico. En seguida comprendí que me haría desdichada. Creí que me aniquilaría. Ahora te destruirá a ti. Y es lo mismo.
Born sonrió:
—Saldré de aquí con vida, Anne. Te lo prometo.
Sonó el teléfono. Born conectó el altavoz.
—Su comunicación con el presidente del Consejo...
Anne comenzó a avanzar lentamente por el pasillo. Luego, de pronto, pensó en Michaela y echó a correr.