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Anne Weiss había tenido un sueño intranquilo. Las sábanas y la almohada estaban empapadas de sudor y el cabello se le adhería a la cabeza. A las ocho fue a despertar a Michaela y se ducharon juntas —una ceremonia muy apreciada por las dos, sobre todo por Michaela, que no dejaba de admirar las diferencias más notorias entre su cuerpo y el de su madre. Simplemente se negaba a creer que algún día también ella tendría formas tan blandas e incómodas como los pechos de su madre y pelos entre las piernas—. «Pero rasca.» Anne secó primero a Michaela y luego dejó que su hija le secara las gotas de la espalda. Michaela se tomó la tarea muy en serio y pronto estuvo toda sudada otra vez.

Llamaron a la puerta. Anne dijo:

—Vístete — se cubrió con un albornoz y fue a abrir.

En el umbral estaba el alcalde Rapp, con su mejor traje azul oscuro, la corbata cuidadosamente anudada y los zapatos bien lustrados; el cabello le ocultaba la oreja cercenada.

—Buenos días, señora Weiss. Quisiera hablar un momento con usted.

—Como puede ver, aún no estoy vestida — dijo Anne —. Le ruego...

Rapp se introdujo en la sala de estar sin prestar atención a sus protestas. Anne le siguió y se sentó frente a él en una silla. El albornoz era corto. Los ojos de Rapp se detenían a contemplar sus piernas cada dos segundos. Unos ojos acuosos, del color del líquido amargo que se usa para hacer gárgaras cuando se tienen anginas.

—Para ser francos... —comenzó a decir Rapp.

—Puede dejarse de rodeos — dijo Anne —. ¿Qué quiere?

Rapp no era hombre de reflejos rápidos y le costó algunos segundos encontrar una nueva forma de empezar la frase:

—Muchos vecinos de Grenzheim opinan que su conducta no es la más adecuada para un funcionario público, sean cuales sean las circunstancias.

—¿A qué se refiere?

—Lo sabe perfectamente. Su conducta con el señor ministro de Economía Hühnle...

—Ya veo —dijo Anne—. ¿Y la conducta de Hühnle conmigo?

—El ministro Hühnle, si no le importa. Se nos ha agotado la paciencia, señora Weiss. Hasta el momento hemos intentando ser comprensivos con sus cabriolas, aunque no podíamos dejar de advertir que sus actividades en la Iniciativa ciudadana causaban notables perjuicios a su labor docente. Pero ahora...

—Demuéstrelo —dijo Anne—. Demuéstreme que fuera de mis horas libres...

Rapp la interrumpió.

—Pero ahora se nos ha acabado la paciencia. Y no hablo sólo en nombre de mis compañeros del Ayuntamiento; también son muchos los padres que me consultan con creciente frecuencia sobre lo acertado de confiar sus hijos a una persona tan... radical, podríamos decir. Mi conciencia no permite seguir tranquilizándoles al respecto.

—¿Qué quiere que haga?

—Renuncie a su cargo de representante de la Iniciativa ciudadana. Se lo digo por su bien. ¿No comprende que su asociación comienza a estar dominada cada vez más por fuerzas que sólo se ocultan bajo el manto de la democracia para cocer allí su sopita roja? ¿No sabe que el Ministerio de Educación ha decidido abordar con la mayor decisión la cuestión del despido de los radicales...?

—No se moleste — dijo Anne —. Me han elegido, y no dejaré mi puesto mientras los vecinos de Grenzheim no me retiren su confianza. ¿Algo más?

Rapp meneó la cabeza con gesto paternal.

—Yo de usted me lo pensaría dos veces. Mi querida señora Weiss, sé que en el fondo es usted una joven muy razonable. No sea tan obstinada y dogmática. Una mujer tan bonita como usted tiene otros medios...

—Ya ha oído mi respuesta — dijo Anne —. Buenos días.

Al alcalde se le encendieron las mejillas.

—Y algo más — dijo —. No quiero que hoy se celebre esa manifestación. Ocúpese de que sus amigos renuncien a la concentración. Es una orden.

Anne se rió.

—La manifestación está autorizada, es perfectamente legal. Y nadie la cancelará, por muchas órdenes que se empeñe en dar usted.

—Habrá heridos — dijo Rapp.

—¿Desde cuándo le preocupan esos detalles? Hace seis meses, manifestó explícitamente su gratitud a la policía por haber roto la cabeza a dos chicas cuando reprimieron la manifestación.

—Si se celebra esa manifestación —dijo Rapp— ya puede despedirse de Grenzheim. Yo me encargaré de ello.

Anne cruzó las piernas y sonrió.

—¿Tiene miedo, eh, señor alcalde? Le asustan las próximas elecciones municipales, y tiene miedo de lo que puedan pensar Hühnle y Klinger cuando descubran que usted, el gran Rapp, el reyezuelo, no es capaz de eliminar a los elementos descontentos, ¿no es así como les llaman?, de su comunidad. Mala suerte, son cosas de la vida. Y ahora márchese, por favor.

Rapp no sabía nada de física atómica, pero en ese instante él mismo constituía un ejemplo vivo de reacción en cadena. Le habían dado de lleno, había llegado al punto crítico y por fin explotó:

—¡Pobre estúpida! —gritó—. Marimacho. Buscacomunistas. —Se lanzó sobre Anne. Ella creyó que iba a pegarle y levantó las manos para protegerse el rostro. Rapp soltó un bufido—: Ha tenido suerte; no acostumbro a pegar a las mujeres. Está despedida, señora Weiss. Ya puede empezar a hacer las maletas. — Y salió a toda prisa.

Michaela entró en la sala de estar con grandes ojos asustados.

—¿Por qué estaba tan enfadado ese hombre?

—No lo sé — respondió Anne y se quedó mirando el teléfono. Le hubiera gustado llamar a Born. Necesitaba su voz y su apoyo. Luego se dijo: «Sin duda tiene problemas más importantes ahora», y en voz alta—: En seguida te preparo el desayuno, cariño.

La explosión
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