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El aparcamiento de la Central Helios parecía haber sufrido los estragos de un ataque aéreo. Anne, en el Mercedes azul de Born, fue esquivando con cuidado carrocerías quemadas, vestidos desgarrados, pancartas, cascos de policía y zapatos. La policía y la guardia de fronteras se habían retirado del lugar. Se habían llevado consigo a los muertos y heridos causados por la avalancha que se había formado junto a la puerta y en el mismo aparcamiento al estallar el pánico.
El incendio iniciado a la izquierda de la carretera de acceso por los cables de alta tensión derribados había convertido la hierba en negras cenizas y se extendía ya casi hasta la autopista, donde los arbustos y los árboles llameaban sobre el fondo azul del cielo como los cipreses de un cuadro de Van Gogh.
Anne detuvo el coche quinientos metros más abajo, y miró hacia atrás. Helios relucía bajo el sol de mediodía sobre el asfalto reverberante. La cúpula se alzaba blanca y perfecta contra el firmamento azul. Nada traslucía la fiebre que la devoraba por dentro. Tenía la hermosura de las jovencitas tísicas de las novelas románticas, que florecían en su agonía y hacían creer en un restablecimiento a los amantes que estrechaban sus manos.
Helios, la maravilla de la técnica, se alzaba incólume, brillante hito de un proceso de desarrollo iniciado cuarenta años atrás en un primitivo laboratorio de Berlín; un proceso llevado a cabo gracias al trabajo de precisión de decenas de miles de cerebros científicos y por fin culminado después de un terrible rodeo por el Japón: una fuente permanente de energía sometida por el hombre y para el hombre.
Anne se colocó la mano sobre los ojos a modo de pantalla. De la chimenea de ventilación, que normalmente no despedía más que un tenue vapor apenas visible, salía ahora una negra columna de humo.
Cuando la radio comenzó a emitir el comunicado, Anne torcía a la izquierda por la B—44. Los habitantes de los minúsculos caseríos más próximos a Helios ya no necesitaban esa advertencia. Se habían enterado del accidente veinte minutos antes, de boca de los empleados de Helios, en desbandada, y también habían emprendido ya la huida o estaban cargando sus coches con sus posesiones más preciadas.
La circulación comenzó a hacerse densa a cuatro kilómetros de Grenzheim, donde confluían en la carretera nacional las carreteras secundarias procedentes de los pueblos más importantes. Automóviles particulares y camiones, tractores, segadoras, motocicletas y bicicletas se agolpaban en el cruce sin orden ni concierto, todos empeñados en llegar hasta Grenzheim, en el noroeste, desde donde esperaban alcanzar la autopista.
El embotellamiento comenzaba a tres kilómetros de Grenzheim.
Los conductores tocaban el claxon. Un policía salido de quién sabía dónde comenzó a agitar los brazos. Los conductores continuaron tocando el claxon. El policía se inclinó hacia Anne, que tenía la ventanilla abierta:
—Un camión de leche acaba de volcar aquí delante. La carretera está bloqueada. Necesitaremos una grúa para sacarlo. Le aconsejo que siga a pie.
Anne aparcó el Mercedes entre los matorrales. Cuando bajaba divisó el autobús rojo. Intentaba abrirse paso en dirección contraria, esquivando los coches parados con las ruedas de la derecha casi en la cuneta. Anne agitó la mano. La puerta central del autobús se abrió con un chirrido. Anne se cogió del asidero, corrió diez pasos junto al autobús y saltó sobre el primer peldaño de la plataforma. Una docena de nanos infantiles la cogieron torpemente por los brazos y los hombros. Se dejó caer sobre el suelo de metal ondulado y diez segundos después conseguía incorporarse jadeante con ayuda ¿el pasamanos. Comenzó a avanzar hacia la parte delantera, apoyándose en los respaldos de los asientos y por fin se dejó caer agotada sobre el asiento del acompañante del conductor.
Berger no apartaba los ojos de la carretera. Se le habían resquebrajado las gafas. Tenía la barba perlada de sudor. Las manos aferraban el volante, con las venas claramente dibujadas sobre el dorso.
—¿Por qué has dado la vuelta? —preguntó Anne.
—Hay un atasco.
—Podríamos seguir a pie con los niños. Sólo falta media hora.
—¿Quién te dice que aún nos queda tanto tiempo? Además, los niños no pueden permanecer en Grenzheim. ¿Cómo los sacaremos de ahí sin autobús?
—Seguro que la—policía pondrá vehículos a la disposición de la gente.
Berger torció el volante hacia la izquierda y logró evitar que el autobús cayera en la cuneta.
—¡La policía! Ni siquiera se han dado cuenta de lo que está pasando. ¿De dónde van a sacar vehículos para unos cuantos miles de personas?
—¿Y qué has pensado hacer?
—Voy a coger el camino de carro que pasa junto a la granja de Bottger. Luego saldremos junto al cementerio de Grenzheim, al lado de la iglesia. Puedes recoger a Michaela en el parvulario. Después, ya veremos.
Anne se quedó mirando la muñeca Nancy que colgaba del retrovisor, con su rostro sonriente vuelto hacia los niños, que hacían grandes esfuerzos para mantener sus doloridos cuerpos en los asientos.
—Jamás conseguiremos cruzar el arroyo.
—Tenemos que intentarlo. Siempre nos queda el recurso de seguir a pie.
Berger dejó atrás la granja de los Bottger. La casa estaba vacía.
—Ya se han ido —comentó Anne.
—O aún no han regresado del campo.
Berger siguió junto a los establos, luego cruzó una verja y entró en un estrecho camino que se extendía entre campos de coles Berger sólo podía utilizar el lado izquierdo del camino. Las ruedas de la derecha rodaban sobre la tierra de labranza blanda y reseca. De trecho en trecho, se oía rugir el motor, señal de que las ruedas se encontraban girando en el vacío.
Un niño se echó a llorar. Anne intentó levantarse para acudir a consolarle, pero era tal el bamboleo y las sacudidas del autobús, que se vio obligada a desplomarse otra vez en su asiento.
Cuando oyó el traqueteo, Anne pensó primero que era debido a un fallo del motor. Luego, divisó el helicóptero verde. Sobrevolaba los campos de cultivo a diez metros de altura. Logró distinguir al piloto y a otro hombre en la cabina de plástico. En medio del ruido del motor del autobús logró captar algunos fragmentos sueltos del comunicado que transmitía el altavoz: «Accidente técnico en el núcleo del reactor... calma y serenidad... en breve nuevas instrucciones...»
El helicóptero comenzó a dar vueltas como un zopilote sobre un grupo de campesinos. El remolino levantaba briznas de paja. Los campesinos montaron en un tractor, con el que atravesaron un campo de maíz.
El autobús cruzó un bosquecito de pinos. Las ramas se rompían contra sus costados y rozaban chirriando el techo de vidrio. Berger se detuvo al borde del pinar. Frente a ellos corría el arroyo, flanqueado de altas hileras de juncos. Todos bajaron del autobús.
Anne se volvió.
—Tenemos compañía.
Cinco o seis automovilistas habían visto que Berger cogía un desvío a campo través y habían decidido seguir al autobús. Bajaron rápidamente de sus coches y se abalanzaron sobre Berger y Anne. Berger fingió ignorarlos.
Se acercó al arroyo reducido a un reguerón denso y verdoso tras los dos meses de sequía. Berger examinó el puente de cuatro metros de ancho, formado por troncos transversales. Algunos troncos parecían podridos y faltaba uno en medio del puente. Junto al puente había un cartel pintado a mano: «Sólo para peatones. No nos responsabilizamos en caso de accidente.»
Uno de los conductores, un tipo macizo y de reluciente calva, rogó:
—Déjennos pasar primero. El autobús nunca conseguirá cruzar ese puente.
Berger le indicó a Anne:
—Cruza el puente con los niños. —Y luego al de la calva reluciente —: Tal vez su coche tampoco logre pasar. Prefiero intentarlo yo primero.
—No puede hacer eso — masculló el de la calva —. Si el puente se hunde...
—Ya veremos.
Anne y los niños estaban al otro lado del puente.
—Mire, escúcheme bien —le amenazó el de la calva al tiempo que agarraba a Berger por la camisa —. Más vale que nos deje pasar. Si no lo hace voluntariamente, tendremos que hacerle entrar en razón.
Los demás asintieron.
Berger le dio un empujón que le hizo caer entre los juncos. El de la calva rodó por entre las hierbas y fue a parar al lecho del arroyo. Mientras los demás miraban sorprendidos, Berger subió rápidamente al autobús y puso en marcha el motor. Los conductores le cerraron el paso agitando los brazos. Berger apretó el acelerador. Los hombres se apartaron como conejos.
Antes de llegar al puente Berger aceleró el autobús hasta alcanzar los 40 kilómetros por hora. El volante le temblaba en las manos. El puente comenzó a arquearse ante sus ojos cuando las ruedas delanteras tocaron el primer tronco. Un tronco cayó rodando en el arroyo. Cuando estaba en medio del arroyo, la rueda izquierda se hundió con un chasquido. Berger seguía sin mover el pie del acelerador. Las traviesas traqueteaban. Cuando las ruedas delanteras ya estaban a punto de alcanzar el otro extremo del puente —que en ese momento sostenía un peso de cinco toneladas y media —, empezó a desplomarse el extremo posterior. Los largueros clavados entre los matorrales se desprendieron de la tierra. El autobús se ladeó hacia la izquierda. Berger apretó el acelerador a fondo.
Las ruedas delanteras consiguieron tocar tierra firme, pero el autobús no se movía. Las ruedas traseras seguían girando y levantando a su paso los troncos que iban a golpear contra el chasis. Berger vio que Anne se llevaba la mano a la boca con expresión de espanto. Por fin, las ruedas traseras lograron encontrar un punto de apoyo durante un par de segundos y catapultaron el autobús hacia delante. Berger pasó rozando sobre los juncos y se detuvo junto a los niños, en el mismo instante en que el resto del puente caía con un chapoteo en el arroyo.
Anne hizo subir a los niños. Los hombres que habían quedado al otro lado comenzaron a insultarles, furiosos. Una piedra pasó rozando la cabeza de Anne y fue a estrellarse contra la carrocería.
Cuando ya hubieron arrancado, Anne tocó el brazo sudado de Berger.
—No ha sido una forma muy correcta de proceder.
—A mí también me remuerde la conciencia —confesó Berger.
A su alrededor comenzaban a ulular las sirenas por todas partes.