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Tras dispersar a los manifestantes, la policía y los guardias fronterizos habían vuelto a apostarse frente a la verja de la Central. Los vecinos en pie de guerra también habían regresado después de su huida a través de los campos y la autopista, algunos con objeto de recoger sus coches, la mayoría dispuestos a dispensar una adecuada despedida al presidente del Consejo y demás dignatarios.

Anne Weiss y Achim Berger se habían sentado con un grupo de cuarenta escolares en la fresca sombra del vestíbulo del edificio de la administración. La cantina de la Central les había ofrecido colas, limonadas y hielo, y los niños se afanaban para consumir el máximo posible antes de que les hicieran salir a formar otra vez para despedir a los visitantes. Anne ya había renunciado a intentar hacer comprender a los niños el peligro de sufrir una indigestión y otras indisposiciones parecidas si no procuraban beber con moderación. Sólo le cabía la esperanza de que los recordmen de la bebida no enfermaran hasta llegar a sus casas. Anne ni siquiera oyó la detonación de la bomba en el poste de alta tensión en medio del alboroto de los niños. Se sobresaltó cuando Berger la cogió del brazo y apuntando hacia una ventana, murmuró:

—No es posible.

Anne vio desprenderse una nube de polvo entre las cuatro patas de acero de un poste de alta tensión, que a 1.000 metros de distancia parecía su propio modelo de juguete. Luego, la estructura reticulada comenzó a deformarse por un lado hasta tocar el suelo y el poste se ladeó. Los dos soportes transversales cubiertos de aislantes temblaron y se inclinaron como las vergas de un velero a punto de naufragar. Los gruesos cables de alta tensión consiguieron mantener el poste en esa posición durante cinco o seis segundos, luego cedieron. El poste se dobló y fue a dar contra el suelo con las puntas de los soportes transversales por delante. En medio de una nube de polvo y de humo sólo se distinguían los soportes de acero entrelazados de la base, de unos diez o quince metros de altura.

—Espero que no hubiera nadie cerca — susurró Anne —. Pero cómo puede desplomarse un poste así... Es imposible.

—Una bomba — dijo Berger —. Es la única explicación.

Tres vehículos de la policía corrían por la carretera con sus faros azules encendidos rumbo al lugar del siniestro.

—Tal como son, seguro que nos echarán la culpa a nosotros.

—¿A la Iniciativa ciudadana? —preguntó Anne incrédula.

—Evidente. Entra dentro de su lógica...

Anne no dijo nada. Los niños no habían advertido lo ocurrido. Un grupo estaba jugando al escondite.

Anne dijo:

—A quién puede ocurrírsele algo semejante... hacer volar el tendido eléctrico de una central atómica. Si se produce un cortocircuito en la Central, o tal vez incluso un incendio...

El polvo había vuelto a depositarse en torno al poste amputado. Las llamas comenzaban a chisporrotear en diversos puntos del terreno, en un círculo de algunos centenares de metros a la redonda. Los cables de alta tensión cercenados habían encendido la hierba seca. Los policías formaron un cordón en torno a la zona afectada. Su acción era innecesaria, pues los manifestantes que estaban en el aparcamiento, frente a la Central, no se movieron de sus puestos. Estaban sorprendidos, desconcertados y no sabían demasiado bien qué hacer. El coche—bomba del servicio de extinción de incendios de la Central cruzó la puerta a toda velocidad.

—Hay muchas personas capaces de algo así — dijo Berger —. Locos no faltan. Thomas y sus maoístas, por ejemplo.

Anne movió negativamente la cabeza.

—Nunca haría algo semejante.

Comenzó a oírse el gemido de las sirenas de alarma. Entre los niños se hizo un silencio de muerte. Algunos rompieron a llorar. Los vigilantes apostados en la caseta de cristal se levantaron de un salto, comenzaron a interpelarse a gritos, se precipitaron sobre los teléfonos.

—Ha ocurrido algo en la Central —dijo Anne. —Tonterías —le replicó Berger sin demasiada convicción—. Es a causa de lo ocurrido ahí fuera.

—¿Y qué me dices de eso? — Anne apuntó hacia la entrada de la cúpula del reactor, de la que comenzaban a emerger a toda prisa grupos de hombres gesticulantes con elegantes trajes azules. Los hombres del servicio de vigilancia les conducían junto a los edificios de recepción y administración hasta sus automóviles aparcados en la zona reservada a los visitantes. Anne pudo identificar al presidente del Consejo, Klinger, al alcalde Rapp, al ministro de Investigación, a los directivos americanos. Advirtió que le temblaban las manos. Logró esbozar una sonrisa forzada y dijo —: Las ratas...

Cuatro hombres con el uniforme del servicio de vigilancia entraron corriendo en el vestíbulo. Uno de ellos se abrió paso entre los niños para decirles a Anne y a Berger:

—Deben salir inmediatamente de aquí. ¿Dónde está su autobús?

—En el patio de la Central — dijo Berger —. Muy cerca de la verja. ¿Pero qué pasa?

—Yo les conduciré hasta allí —dijo el vigilante—. Si no se marchan en seguida, encontrarán la carretera atascada.

—Primero quiero saber...

—Vamos ya —le interrumpió enérgicamente Anne.

Reunieron a los niños, les hicieron formar en filas de dos y los condujeron hacia la puerta.

Una vez fuera, volvieron a contar a los niños. De todos los edificios comenzaban a salir riadas de empleados de la Central: secretarias con sus vestiditos de verano, contables con las camisas almidonadas, químicos con sus batas blancas, mecánicos en mono, con la chaqueta colgada al brazo. En la puerta de la Central se había formado un embotellamiento; el convoy de los invitados que comenzaba a ponerse en marcha bloqueaba la estrecha calzada de acceso. Un hombre delgado con gafas intentaba abrirse paso entre la muchedumbre, gritando algo incomprensible y valiéndose de su cartera de ejecutivo como coraza. Una mujer salió despedida de la masa humana y quedó tendida en el suelo con la cabeza ensangrentada.

Se acercó a la verja un coche de la policía provisto de un altavoz. De su interior salió un policía, megáfono en mano.

—Están locos —comentó el vigilante de la Central.

—¿Qué se proponen? —preguntó Anne.

—Evacuación — dijo el vigilante —. La gente debe abandonar el aparcamiento.

—Pero es imposible —gritó Anne—. Si todos intentan salir al mismo tiempo, será el caos.

—Es lo que digo, están locos.

—Haga algo, por favor.

—Pero, qué dice. A ellos no puedo darles órdenes.

Anne corrió hacia el coche del altavoz y cogió por la manga al policía que ya se disponía a levantar el megáfono.

—Si ordena que evacúen, se creará el pánico. ¿No ha visto lo que está ocurriendo junto a la puerta? Espere cinco minutos, por favor, hasta que los coches del personal hayan salido del aparcamiento. ¡Y deje pasar primero el autobús de los niños!

—Lo siento — dijo el policía —. Mis instrucciones dicen: evacuación inmediata de todas las personas que se encuentren en las proximidades de la Central. Será mejor que se ocupe de los niños.

El policía miró hacia la blanca cúpula de hormigón. Tenía el miedo pintado en el rostro.

—Si anuncia lo que tiene pensado, ningún niño saldrá de aquí con vida —gritó Anne—. La gente se...

El policía carraspeó y se llevó el megáfono a la boca. Anne intentó arrancárselo de la mano. El policía la apartó de un empujón y comenzó a hablar. Se había aprendido el texto de memoria.

—Señoras y caballeros. La central nuclear ha sufrido un desperfecto técnico. Deben abandonar de inmediato las proximidades de la central nuclear. No pierdan el control, no hay motivo de alarma. La zona comprendida entre la Central y la Autopista 44 quedará cerrada en el acto. En caso de no acatar la orden de dispersión, deberán atenerse a las sanciones que...

—¡Estúpido! — gritó Anne. El anuncio tuvo el efecto de una bomba.

El último coche del convoy de invitados acababa de cruzar la puerta de la Central, sin embargo los empleados que huían del recinto de Helios no lograron llegar muy lejos. El aparcamiento hormigueaba de manifestantes y mirones afanosos por llegar a sus coches. Pero las calzadas estaban bloqueadas por automóviles que formaban una lenta cola hasta la carretera.

—Quinientos coches —dijo el vigilante de la Central—. Una verdadera masacre.

Una camioneta Volkswagen, con un motor que bramaba, había logrado abrirse paso entre la muchedumbre hasta dos metros de la calzada. Cuando ya entraba en la carretera, un Mercedes rojo se abalanzó sin mirar entre la gente y fue a estrellarse contra la camioneta. Astillas de cristal y hojalata volaron por los aires. Se comenzó a formar una hilera de coches tras los vehículos siniestrados. Un camión intentó bordear el obstáculo por la izquierda y en la maniobra aplastó tres coches aún aparcados. Varios hombres salieron de los coches, abrieron la puerta del camión y sacaron al conductor de la cabina. Quedó sepultado entre la multitud. Los policías se habían refugiado tras la verja de la Central, sin intentar intervenir. Un helicóptero sobrevolaba el campo de batalla y daba órdenes a través de un altavoz. A lo lejos, los primeros coches comenzaban a zafarse del gentío y bajaban ya hacia la autopista. En el aparcamiento comenzaron a alzarse algunas llamas, primero una, luego dos, tres, seguidas de una densa columna de humo negro. Un grito sofocó durante dos segundos cualquier otro ruido.

—Alguien ha ardido vivo — comentó el vigilante.

El autobús estaba aparcado a la sombra de un cubo de hormigón en cuyas puertas de acero se veían calaveras que advertían del peligro de alta tensión. A Anne le pareció un baluarte contra el caos que imperaba en la Central, un elefante que les conduciría sanos y salvos a través de todos los peligros de la selva.

El autobús, un Mercedes del 65 de cuarenta plazas, estaba pintado de rojo como un coche de bomberos. El brillo plateado del latón de la carrocería asomaba en algunos puntos bajo el esmalte. El techo era de cristal verdoso para proteger a los pasajeros de los rayos del sol, sucio de alquitrán y nicotina de incontables cigarrillos, por dentro, y de polvo y lluvia sucia, por fuera. Aun bajo el sol más reluciente, el interior del autobús permanecía en penumbra como el invernadero de un jardín botánico. Unas cortinas amarillas ya raídas, que no se habían lavado desde hacía varios años, cubrían las ventanas. La tapicería de los asientos estaba gastada y en la parte de atrás de los respaldos había redes elásticas para guardar las viandas, prendas de vestir o periódicos. El autobús era propiedad municipal. Había sido adquirido a una empresa privada — Grenzheim—Garding—Worms, dos viajes diarios de ida y vuelta— y el Ayuntamiento lo cedía a los grupos escolares, a las empresas — para excursiones colectivas — y al club de fútbol. Junto a la puerta central había un letrero: «Cobro por delante.» El asiento del conductor estaba vacío. Las llaves estaban puestas en el contacto.

—De todos modos tendremos que esperar —dijo Berger—. No podremos cruzar la puerta hasta dentro de media hora por lo menos.

Comenzó a ayudar a los niños a subir los altos peldaños forrados de metal.

—¿Y quién te ha dicho que podemos permitirnos esperar todo ese rato?

El vigilante señaló el trozo de celuloide que colgaba de su pecho.

—Aún no hay radiactividad aquí afuera, sino ya estaría negro. Pero la situación puede cambiar en cualquier momento.

Anne llevaba bastante tiempo estudiando la teoría del desarrollo y consecuencias de los distintos accidentes que podían producirse en una central nuclear. Si realmente había ocurrido algo grave — y así parecía indicarlo el pánico de los empleados de Helios —, tenía que llevarse a los niños lo más pronto posible, lo más lejos posible de la Central. Examinó la verja que les cerraba el paso: tenía dos metros y medio de altura y la coronaban cuatro capas de alambre de espinas. A diferencia de las verjas más bajas que separaban los distintos edificios situados dentro del recinto, esa verja de prisión no tenía ninguna portezuela.

—¿Hay fosos en esos prados de ahí enfrente? —le preguntó al vigilante.

Él la miró sin comprender.

—No tengo la menor idea. ¿Por qué...? No, en los primeros doscientos metros no hay ningún foso. Los llenaron durante las obras, porque los camiones...

Anne escudriñó el lugar y por fin descubrió al jefe del destacamento de policía. Se había subido al techo de su coche y bramaba por el megáfono. Anne corrió hacia él. Esperó que se detuviera a respirar un momento.

—Es preciso sacar a los niños de aquí. Ordene que abran una brecha en la verja. Entonces el autobús podrá alcanzar la autopista a campo través.

El policía se la quedó mirando con evidente reticencia. No le gustaba recibir órdenes. Y mucho menos de una mujer. Movió negativamente la cabeza.

—Eso no me lo pida a mí. No puedo ordenar la destrucción de propiedad privada. A menos que exista un motivo justificado.

—¿Un accidente en la Central no le parece un motivo suficientemente justificado? — gritó Anne exasperada y le señaló el caos que se había formado junto a la puerta —. ¿Cree que esos huyen porque sí?

—Tal vez — dijo el jefe de policía —. No se nos ha comunicado que la avería del reactor haya superado las barreras de seguridad.

Anne quería decirle algo, pero sólo consiguió golpear furiosa el pie contra el suelo como una niña pequeña.

—Buena idea — dijo una voz a sus espaldas. Era el comandante de la policía de fronteras Se volvió hacia el jefe de policía—. ¿No le parece?

—Ya le he explicado a esta joven...

El comandante cogió a Anne por el brazo.

—Venga, haré venir un par de hombres con alicates.

Cinco minutos más tarde, los alicates y un tanque de la guardia de fronteras habían abierto una brecha de cuatro metros en la verja.

—El conductor debe ir con cuidado —dijo el comandante —. Que se dirija en línea recta hacia la autopista. Nada de frenazos, aunque el vehículo se bambolee un poco. El terreno está blando. Si se quedan atascados, será imposible sacarlos de aquí.

—No tenemos conductor —dijo Anne.

—No hay problema — dijo Berger —. Yo conduciré este trasto.

El comandante le miró dubitativo.

—Puedo ofrecerle uno de mis hombres.

—No — dijo Berger con firmeza —. Necesitará todos sus hombres aquí. Ya me las arreglaré.

Anne no le había visto conducir nunca un autobús, pero sabía que sería inútil intentar vencer su orgullo. Recorrió por última vez los asientos, ofreciendo palabras tranquilizadoras a los niños, y les anunció que pronto estarían en casa.

Berger se instaló en el alto asiento del conductor detrás del enorme volante casi horizontal y puso en marcha el potente motor diesel.

Anne le tocó el hombro.

—Confío que lo conseguirás. Ten cuidado. Llévalos sanos y salvos a casa.

Berger hizo girar la llave de contacto. El motor paró en seco.

—¿Qué significa esto?

—Aún debo hacer una diligencia.

—No hagas locuras. — Berger le cogió la muñeca —. No puedes entrar otra vez en la Central.

Anne esperó que su mano se aflojara y entonces corrió hacia la puerta.

—Voy a hacer una locura. Os alcanzaré en cuanto pueda.

—¿Y Michaela? — gritó Berger.

Anne ya no le escuchaba.

La puerta de acceso al edificio de administración accionada por un haz de luz estaba cerrada, pero Anne pudo entrar sin problemas a través del marco de metal. Los empleados de Helios habían derribado los cristales en su huida. El vestíbulo estaba vacío. El ruido de las sirenas resultaba ensordecedor en el interior del edificio. En la pared, junto a un tablero con el rótulo «Distribución de servicios» —las tarjetas blancas de control estaban tiradas por el suelo—, colgaba un plano de la central Helios. Un punto rojo señalaba el lugar donde se encontraba Anne. Buscó la central de mandos. Localizó un rectángulo con la inscripción «Instalaciones de maniobra, medida y regulación». Procuró memorizar su situación en el plano. Luego cruzó el edificio de administración para salir por la puerta trasera. La encontró abierta.

Se dirigió hacia la izquierda, pasó junto a la cúpula del reactor, cruzó bajo un puente acristalado tendido entre dos bloques de hormigón y subió unas escaleras. Una vez junto a la puerta tuvo un momento de vacilación; luego torció hacia la izquierda. En el largo pasillo no se veía un alma Las mesas de las habitaciones que flanqueaban el pasillo estaban desocupadas. En algunos armarios colgaban aún blancos abrigos de verano. Las paredes estaban llenas de luces parpadeantes. Anne tuvo que taparse los oídos al cruzar entre las pequeñas sirenas situadas a diez metros unas de otras, para evitar que el agudo pitido le rompiera el tímpano. En un rellano de la escalera encontró un traje antirradiactivo arrugado. Otro tramo de escalera, un rellano de veinte metros y se encontró junto a la larga pared de cristal. Born estaba de espaldas a ella, al igual que los otros tres hombres sentados junto al panel de mandos. Todos parecían pendientes de un radioteléfono negro.

La explosión
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