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Eric Shaw, capitán de la Fuerza aérea norteamericana, no había bombardeado nunca una ciudad. No había estado en Vietnam, y en los cursillos de entrenamiento y vuelos de prueba efectuados en Texas y Nuevo México sólo había lanzado bombas y cohetes sobre poblados de madera y tanques simulados.
Cuando recibió la orden de atacar Darmstadt, primero creyó ser víctima de una broma, y otro tanto pensaron sus compañeros. Algún coronel había perdido de pronto el juicio y quería volver a jugar a 1944. Pero la orden iba en serio y no procedía de la Fuerza aérea, sino del canciller de la República Federal en persona.
—¿Os acordáis de los hermanos Montgolfier? —dijo el jefe de operaciones—. Pues tenemos que crear una corriente de aire caliente para hacer subir esa maldita nube como si fuera un globo.
Shaw mantuvo su Starfighter F—104—G a una velocidad de cuatrocientas millas por hora. Miró a la derecha. El Starfighter que volaba a su lado casi parecía ir pegado a la punta de su ala. Perfecta formación. Sólo faltaba un minuto
En sus auriculares zumbó la voz del comandante de la escuadrilla:
—No descendáis por debajo de los ocho mil pies. Si os aproximáis a la nube radiactiva, estáis perdidos. Soltad las bombas y disparad los cohetes, luego media vuelta y a casita.
Shaw rectificó la altitud de vuelo. Ya sólo faltaban treinta segundos. A sus pies comenzaron a aparecer las primeras casas de los suburbios, separadas por prados y bosques. Luego unas vías de ferrocarril. Superficies verdes. La ciudad estaba llena de esas superficies verdes, se dijo Shaw. ¿Cómo conseguir que arda?
Ya estaban allí. Edificios, campanarios, puentes. Dos mil pies de vuelo en picado. Shaw dejó caer al unísono las dos bombas de 454 kilos y la bomba de 907 kilos. El Starfighter pareció lanzar un suspiro. Luego Shaw pulsó el botón que ponía en movimiento los dos cohetes Sidewinder. Se elevó rápidamente y dio media vuelta. A sus pies todo era fuego y humo. El cielo relampagueaba hacia el norte. Debía haber al menos doscientos aparatos: Phantoms, Mirages, Lightnings, Harriers, Fiats, Cessnas, Sabres. Shaw les vio lanzarse sobre la ciudad en sucesivas oleadas.
Cuando concluyó la acción de los cazas, les tocó el turno a los bombarderos. No eran muchos, poco más de una docena, sólo B—52 americanos, pero la cadena de bombas que iban escupiendo no parecía tener fin. Los puntitos negros tambaleantes se precipitaron como un aguacero sobre la ciudad.
Y la ciudad ardía. El petróleo, pensó Shaw. Los civiles habían hecho un buen trabajo. La nube de humo ocultaba por completo el perfil de la ciudad. Cuando Shaw sobrevolaba el extremo norte, comenzaron a explotar los depósitos de petróleo y lanzaron negras columnas de vapor. Si aún queda alguien ahí abajo, pensó Shaw, al menos ya no tendrá que temer la muerte atómica.