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El convoy de evacuación n.° 2 procedente de Pfungstadt cruzó por debajo de la autopista —ninguna circulación, las calzadas estaban llenas de coches abandonados — y torció por la carretera de Heidelberg, que conducía directamente a Darmstadt. La columna se componía de cuatro autobuses — uno llevaba el anuncio del propietario: «Viaje mejor con Georg Grohner»—, tres camiones —entre ellos un camión de transporte de tropas del ejército—, tres ambulancias con espacio para ocho heridos cada una, un tanque de la policía de fronteras — designado oficialmente como «vehículo especial blindado»— y cinco jeeps. El convoy de evacuación número 2 tenía la misión de sacar de la ciudad a las personas albergadas en los hospitales y asilos de Darmstadt. Iba escoltado por un grupo de veinte soldados alemanes y americanos armados con metralletas.
Las calles de las afueras de Darmstadt estaban vacías. El convoy no encontró los primeros autobuses y camiones, junto a cuyas puertas y plataformas se aglomeraba la gente, hasta llegar a la colonia Lincoln, cerca de las pistas de ciclismo.
El convoy entró en la calle Landskron y se detuvo. Los soldados bajaron de los jeeps. Un enorme camión de mudanzas cerraba el paso frente al primer vehículo del convoy, un desvencijado autobús Mercedes. En la cabina del camión de mudanzas estaba sentado un hombre que a intervalos de pocos segundos hacía rugir el motor, como si se dispusiera a aplastar al autobús. Un teniente de la policía de fronteras bajó el cañón de la metralleta con gesto muy significativo e intentó parlamentar con el hombre. Se subió en el estribo del camión de mudanzas. El hombre de la cabina no era exactamente el tipo que uno suele imaginar al volante de un vehículo de gran tonelaje. Era esmirriado, tenía los brazos muy delgados, poco más gruesos que el eje del volante que agarraba con ambas manos.
Una barba de un par de días le cubría las mejillas hundidas y la barbilla puntiaguda. Sólo su voz era gruesa y viril.
—No lo tendréis, no lo tendréis —gritaba—. No he estado deslomándome durante diez años, para que ahora me lo destrocéis.
El ruido del motor ahogó la respuesta del teniente. El teniente preguntó algo a un soldado. Sí, habían intentado requisar el camión para la evacuación. El tipo había salido de estampida en cuanto oyó la palabra requisar.
El camión vibraba tanto que el teniente se vio obligado a sujetarse con las dos manos a la manilla de la puerta. Un soldado dio la vuelta por detrás del vehículo para sorprender al conductor por la otra ventanilla.
El hombre gritó:
—Tal vez podríais hacerlo con Adolf o con Ulbricht, pero no aquí, no a mí. Soy un hombre libre y vuestro estado de emergencia me importa un comino. Vamos, abrid paso de una vez.
El teniente dijo algo así como:
—Sea razonable... Su actitud puede llevarle a la cárcel.
El hombre escupió a pocos centímetros de la cabeza del teniente. El soldado que se había subido en el estribo del otro lado, intentó abrir la puerta. Tenía el seguro echado. Empezó a golpear el cristal con la culata de su metralleta. Los golpes no eran muy fuertes, pues tenía que sujetarse a la manilla con la otra mano. El cristal siguió intacto. El hombre de la cabina se quedó mirando al soldado con expresión sorprendida, como si no pudiera creer que hubiera alguien capaz de golpear su camión como si fuese un trozo de hojalata inanimada.
Luego giró el volante.
Parecía sonreír. Retiró la mano derecha del volante. El cambio de marchas crujió como una palanca oxidada. El motor Diesel lanzó un bufido. El hombre esperó la embestida. El camión salió despedido hacia delante. El oficial y el soldado cayeron al suelo. Otros dos soldados levantaron las metralletas y dispararon sobre la portezuela del conductor. El guardabarros izquierdo del camión chocó contra el autobús Mercedes, salió despedido hacia la derecha, derribó una boca de riego y fue a estrellarse contra el escaparate de una tienda de comestibles, donde quedó incrustado junto con el radiador. La cabina del conductor arrancó grandes trozos de muro y se aplastó como un acordeón. El remolque se balanceó y se quedó parado en esa posición, con el costado pendiendo peligrosamente sobre un automóvil aparcado en la calle.
Los soldados no se detuvieron a comprobar si el hombre canijo de la cabina seguía con vida. Subieron a los jeeps. El autobús no había sufrido prácticamente ningún daño. La columna se puso nuevamente en marcha. Minutos más tarde cruzaba una puerta flanqueada por una pareja de leones dorados y se detenía frente a un edificio gris cubierto de hiedra.
—El Hospital de San Jesús — anunció el capitán médico que iba al mando del convoy—. Primera estación.
El director del hospital —un anciano con bigote, gafas con montura de oro y chaleco desabrochado sobre el vientre — ya les estaba esperando.
—Aún quedan treinta y siete pacientes. Están en la sala de recepción. En realidad hay diez que no están en condiciones de ser transportados: cáncer de estómago, vesícula biliar, operaciones recientes.
Los sanitarios transportaron a los enfermos hasta los vehículos. Todos los pacientes llevaban colgada del cuello una tarjeta en la que habían escrito a toda prisa el nombre, dirección, dolencia, tratamiento y medicamentos.
Un sanitario depositó con cuidado a un anciano junto a las escalinatas de piedra: acababa de advertir que estaba muerto.
Una mujer joven con el brazo en cabestrillo, gritaba:
—Mi marido tenía intención de venir a visitarme hoy por primera vez. ¿Cómo se las arreglará para encontrarme ahora?
El médico jefe exclamó:
—Bueno, ya están todos.
El capitán médico le preguntó:
—¿No desea llevarse nada? ¿Ningún documento o algo por el estilo?
—Éste es mi hospital — dijo el médico jefe y sonrió —. Hace veinticinco años que lo tengo, aunque en realidad pertenezca a la Iglesia. No quiero abandonarlo.
Comenzó a subir las escaleras con pasos cansados.
La masa humana que ocupaba las calles iba en aumento a medida que el convoy se acercaba al centro de la ciudad.
El panorama recordaba la época de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Probablemente algunos de los fugitivos más viejos ya debían haber corrido así por las calles, con los niños en brazos y una pequeña maleta con los objetos de valor y algunas prendas de vestir, cuando Darmstadt fue destruido, en 1944.
Un joven soldado detuvo el convoy poco antes de llegar a los Jardines del Príncipe Emil.
—Están saqueando ese almacén —le anunció muy excitado al teniente—. Son diez. Tienen un camión en el patio y lo están llenando de neveras y todo lo imaginable. Van armados. Han matado a un compañero.
El teniente habló por el radioteléfono:
—Cinco hombres en el almacén. El chico os mostrará el camino. Nada de disparos de advertencia.
Los soldados irrumpieron en el edificio, con las metralletas listas para disparar.
Al cabo de un minuto se oyeron un par de secas detonaciones. Explotaron dos granadas de mano.
Dos jóvenes subieron a toda prisa en un camión, a unos cincuenta metros del convoy. Algunos soldados se disponían a perseguirlos. El teniente les retuvo.
—Dejadles. No llegarán muy lejos.
El convoy de evacuación n.° 2 enfiló por una calle secundaria en la que estaban ardiendo dos casas. Los cadáveres de dos niños colgaban sobre una verja de hierro como un par de guantes extraviados y recogidos por una persona amable. Los que pasaban a toda prisa por allí no se detenían a mirar los cadáveres, como si estuvieran acostumbrados a vivir rodeados de muertos.
El convoy se detuvo a la sombra de dos olmos gigantescos, frente a un hogar de ancianos. La joven del hospital, que estaba sentada en un autobús, le dijo a una enfermera:
—Para serle franca, la verdad es que no comprendo por qué se preocupan tanto por estos viejos. De todos modos morirán dentro de poco. Cuanto más nos entretengamos aquí, mayor peligro corremos todos.
Los pensionistas del hogar de ancianos no sospechaban lo que ocurría. Unos estaban paseando por el parque bajo el sol de media tarde — que iba adquiriendo gradualmente una tonalidad plomiza debido a la niebla que se aproximaba—, otros tomaban café en la terraza, algunos dormían o permanecían sentados en sus habitaciones. La directora del hospicio, una mujer de vigorosas facciones casi momificadas, se había plantado frente a la escalera con los brazos cruzados sobre el pecho y cerraba el paso a los soldados, los médicos, los sanitarios y las enfermeras.
—¿Evacuación? ¿Están locos? ¿Tienen una orden de las autoridades eclesiásticas? Me quejaré al obispo. No tienen derecho a...
El capitán médico le explicó la situación, mientras los sanitarios comenzaban a recorrer a toda prisa el edificio. La vieja no quería escuchar. Se limitaba a repetir la fórmula:
—Caballero, me opongo decididamente a este abuso...
Los viejos de la terraza se habían reunido en torno a su jefe, contentos de ese cambio de papeles y dispuestos para el combate. Los sanitarios comenzaron a conducirlos hacia los vehículos, con gestos amables pero enérgicos.
El capitán médico preguntó:
—¿Dónde está el fichero? Lo necesitaremos para la identificación.
La mujer no respondió. El capitán médico advirtió que estaba intentando leer sus palabras en sus labios. Era sorda y no quería admitirlo. Dio orden a un soldado de ir a buscar el fichero.
El soldado se plantó en la oficina en treinta segundos. En las paredes desconchadas colgaba una bola del mundo con una cruz encima y una tablilla de madera con esta frase grabada: «Benditos sean los pobres de espíritu, pues de ellos será el Reino de los Cielos.»
Las cajitas con las fichas estaban sobre el gigantesco escritorio. El soldado las cogió y salió por donde había venido.
Al atravesar el sombrío vestíbulo, oyó un gemido. Primero no logró distinguir a nadie, luego retrocedió un par de pasos y descubrió la figura de una anciana, aplastada contra la pared detrás de un armario de escobas, que le miraba con ojos asustados. Cuando el soldado la cogió de la mano, salió temblorosa de su escondrijo y le declaró que no estaba dispuesta a abandonar el asilo sin Lori. Al preguntarle quién era Lori, resultó que se trataba de un perro callejero que dormía en un cestito en la habitación 208.
El soldado condujo a la mujer hasta un autobús y le prometió ir a buscar a Lori.
Se abrió paso entre los viejos que gimoteaban, gritaban y pataleaban mientras sanitarios y enfermeras les conducían escaleras abajo. Un sanitario le hizo un guiño al soldado: — Uno de los abuelos ha gritado «Auschwitz» y ahora todos creen que los llevamos a la cámara de gas. — Los viejos sujetaban entre sus manos lo que habían conseguido coger al azar, en medio del pánico: un ramo de flores, una foto de familia, un almohadón bordado, una estola de zorro.
En la habitación 208 había una canastita. En la canastita había un perro de raza indefinida. Estaba gordo come un cerdo bien cebado. El soldado lo cogió en brazos y lo llevó al autobús.
La mujer resplandecía de alegría:
—Lori, mi Lori.
Se disponía a sentarse el perro en la falda, cuando un sanitario dijo:
—Animales no.
Cogió el perro por el cuello y lo dejó caer por la puerta. Tres hombres tuvieron que sujetar a la anciana, hasta que le hizo efecto la inyección de sedante.
Una vez evacuado el hogar de ancianos, los vehículos quedaron completamente llenos. Los hombres se apretaban unos contra otros en los autobuses, algunos sentados, la mayoría de pie. El calor y el hedor eran intensos. El miedo actuaba sobre los cuerpos de los niños, los viejos y los enfermos. Las plataformas de los camiones estaban cubiertas de camillas que saltaban y resbalaban con cada bache y obligaban a gritar a los heridos.
Frente a la clínica municipal había un grupo de hombres tendidos, sentados, o de pie con sus muletas. Parecieron alegrarse al ver aparecer el convoy. Los vehículos no se detuvieron. Los enfermos blandieron los puños y las muletas. El capitán médico gritó:
—En seguida vendrán a recogeros.
Mentía.
El convoy fue dejando atrás automóviles volcados, tiendas devastadas, muertos tendidos en el arroyo, maletas pisoteadas, coches de bomberos sin sus ocupantes.
El convoy alcanzó el grueso de la columna humana que huía de Darmstadt poco antes del paso a nivel que cruzaba la carretera del oeste. La gente casi no prestó atención a los vehículos y le abrió paso con movimientos mecánicos.