3

En cuanto Born puso el pie fuera del edificio de la Dirección, el calor le golpeó el rostro como un latigazo. Se protegió los ojos con la mano y empezó a vadear las oleadas de calor entre los muros de hormigón, camino de la cúpula. Junto a la entrada, bajo las cuatro majestuosas columnas — entre cuyas traviesas, a cincuenta metros de altura, funcionaba una grúa capaz de levantar pesos de hasta quinientas toneladas — había tres camiones con furgones de acero. En un costado, muy pequeño, casi invisible, lucían el símbolo indicador de peligro radiactivo: una especie de hélice de avión con tres paletas y un cilindro hueco en el centro. Debajo se leía en minúsculas letras rojas: «Atención, material radiactivo.—

Born hizo un gesto escéptico. Probablemente sólo un pequeño porcentaje de la población conocía el significado de esa advertencia y se precisaba vista de águila para leer la inscripción. La señal y las palabras que la acompañaban no cumplían el propósito al que debían servir, que era el de prevenir a los legos en la materia del traicionero contenido de los camiones e invitarles a tomar especiales precauciones, en caso de un accidente, por ejemplo. Pero la gente que se ganaba la vida con la energía nuclear, los promotores de la Central, las compañías de electricidad, las empresas de transporte y transformación, deseaban conservar una buena imagen de cara al público. Temían que una gran señal de advertencia — la única que podría ser de alguna utilidad— al hombre de la calle le inspirara más temor que respeto. Y sin duda no iban errados, pensó Born.

La grúa hacía bajar un depósito de acero pintado a rayas amarillas —uno de las tres docenas de depósitos que encerraban los residuos radiactivos de las últimas semanas. Moderadamente radiactivos. Los desechos recién salidos de la pila atómica — tubos, cables, tuercas, filtros — debían pasar primero algunos meses en el blindado almacén de residuos de la Central, para desprenderse de su mortífera energía antes de ser transportados.

Un grupo de obreros con trajes protectores cargaba los depósitos en el camión. Born saludó al hombre que supervisaba la operación con una lista en la mano. Era gordo y su cabeza parecía derretirse bajo el sol.

—¡Vaya trabajo! —dijo—. Y sin poder tomar siquiera una cerveza en la cantina.

Las bebidas alcohólicas estaban prohibidas dentro del recinto de la central nuclear.

Born se sacó un billete de veinte marcos del bolsillo y lo colocó debajo del limpiaparabrisas del camión.

—Para la cerveza, cuando terminéis el transporte — dijo —. Pero sólo porque mañana es la inauguración. Que no sirva de precedente.

El capataz esbozó una sonrisa y levantó la mano. Luego comenzó a mascullar porque habían cargado mal un depósito.

Después de pasar los dos controles — identificación, comprobación de identidad a través de un circuito de televisión—, Born subió al cuarto piso de la cúpula. Se enfundó su traje protector — blanco, el amarillo estaba reservado para el material más resistente del equipo de control de radiaciones —, cumplió las formalidades de comprobación y registro a que le sometió el vigilante, atravesó la compuerta destinada al paso de personas —el interior de la cúpula era una cámara de presión — y entró en el vestíbulo donde Peter Larsen dirigía el transporte y salida de los depósitos de desechos. Born se detuvo junto a una columna de hormigón al oír que Larsen soltaba una sonora carcajada. Apretó los labios y el color de sus ojos cambió de castaño a negro.

Peter Larsen, Jefe del departamento de seguridad de la Central nuclear Helios (funciones: control de radiactividad y servicio general de vigilancia), estaba de pie junto a uno de los depósitos, luciendo un traje claro de verano, y reía satisfecho. Los demás trabajadores se hacían eco de sus carcajadas.

El panorama ante sus ojos le recordó a Born las fotografías de los libros juveniles de los años veinte. Así era Peter Larsen. En torno suyo parecía reinar siempre un ambiente de movimiento de juventudes. Era el típico personaje capaz de reunir a un grupo de imberbes muchachitos con pantalones cortos de cuero en torno al fuego del campamento, tras doce horas de marcha, y hacerles tocar la guitarra, cantar a tres voces («Kein schóner Lana in dieser Zeit—) y comer salchichas.

Los obreros no se reían por deferencia a su jefe. Sus carcajadas se debían a que Larsen lograba hacerles ver el lado cómico de la situación con un par de gestos y muy pocas palabras. Larsen sabía hechizar a la gente —su ficha personal decía: «Notable habilidad para motivar a sus colaboradores——, seguramente porque estaba tan seguro de sí mismo. La ficha también decía: «Tendencia a una autosuficiencia en el cumplimiento de tareas que no le obligan a emplear a fondo sus capacidades.—

Larsen era bajo, apenas rozaba el metro setenta, y de cuerpo menudo. En ese momento, mientras se reía, lo más destacado de su figura parecían ser los sanos dientes amarillos en medio del largo rostro huesudo. Por regla general, sus facciones quedaban difuminadas tras la nariz de pájaro, con las ventanas siempre un poco enrojecidas, como si tuviera que sufrir un resfriado crónico. Su rubio pelo lacio, que ya comenzaba a clarear en las sienes —Larsen tenía treinta y dos años, cuatro menos que Born —, estaba cuidadosamente peinado, recortado sobre las orejas, con apenas un esbozo de patillas. Larsen parecía tener la boca torcida, pues junto a su comisura derecha le nacía una profunda cicatriz blanca y oblicua. Cuando era estudiante, había formado parte de la corporación de esgrima, la misma, como sabía Born, que también contaba al presidente de la Junta directiva de West—Elektra entre sus más veteranos caballeros.

El destinatario de la burla apareció en el campo visual de Born. Se movía en cuclillas entre los depósitos y buscaba algo.

—Basta de bromas. Si no aparecen pronto habrá bronca — les gritó a sus compañeros.

Más risas, y a continuación la voz metálica y cantarina de Larsen:

—Será mejor que vaya a ducharse en seguida, Massmann. Quién sabe, a lo mejor ya está soltando más radiactividad que tres libras de radio. Más vale prevenir que curar.

Los demás reían a mandíbula batiente. Massmann se levantó. Era el único del grupo que iba vestido como indicaba el reglamento para trabajar en una sala con un elevado riesgo de radiactividad. Llevaba el mono protector blanco abrochado hasta el cuello, se había enfundado los pies en unos chanclos blancos y una capucha le cubría la cabeza. Sólo le faltaban los guantes.

Los demás trabajadores se habían abierto la cremallera de sus monos hasta la cintura, pues hacía un calor espantoso, y la mayoría llevaba zapatos corrientes. Dos de ellos, imitando el ejemplo de Larsen, incluso se habían quitado el traje protector y llevaban la camisa arremangada.

—Pero, Massmann — dijo Larsen —, qué cosas tiene. ¿Cree que los guantes van a servirle de algo si de verdad pasa alguna cosa? Sólo tendrá tiempo de rezar, y eso se hace mejor sin guantes.

—Son las normas —respondió Massmann, bajito, grueso, y colorado de vergüenza, calor y rabia.

—De acuerdo — suspiró Larsen, con fingido gesto de derrota—, usted gana. Se acabó la comedia. Devolvedle los guantes y acabemos de una vez.

Dos obreros extrajeron sendos guantes de sus bolsillos y se los tiraron a Massmann. El hombre gordo y bajito los alisó con la mano.

Born se aproximó al grupo. Los obreros que estaban colocando los cables de la grúa en torno a uno de los depósitos tuvieron un sobresalto. Larsen sonrió y salió al encuentro de Born.

—Buenas tardes, Dr. Born. Falta muy poco para terminar, en seguida estaré con usted.

Born no le devolvió la sonrisa.

—Quiero una lista de todas las personas que se encuentran en estos momentos en esta sala contraviniendo las normas de protección anti radiactiva. Confío encontrar también su nombre en la lista.

Larsen arqueó las cejas sorprendido. Tenía los ojos enrojecidos, con el iris azul claro. Pronto recuperó la compostura.

—Con mi nombre basta — dijo —. Me hago responsable de todos los pecados cometidos contra los mil y un mandamientos.

Imposible pasar por alto la ironía de su voz. Los obreros esperaban inquietos un posible cambio de parecer de Born. Pero sin resultado.

—Quiero saber todos los nombres —insistió Born—. Y el que en un plazo de dos minutos no esté vestido como marca el reglamento, puede considerarse despedido.

Los obreros obedecieron la orden a regañadientes. Las miradas que intercambiaron traslucían claramente sus pensamientos: pobre imbécil. Por el altavoz tronó la voz del conductor de la grúa:

—Eh, pandilla de vagos, ¿es para hoy o qué?

—Un momento, ya va — gritó Born. Luego se volvió hacia el gordo de los guantes—: Tengo que hablar unos minutos con el señor Larsen. ¿Podría encargarse de esto hasta que él regrese?

El gordo asintió.

—¿Cuándo entra otra vez de servicio? —preguntó Born.

—El lunes. Mañana tengo libre y el fin de semana también — respondió el gordo.

—Venga a verme el lunes, cuando tenga un rato libre — dijo Born.

Se llevó a Larsen al extremo opuesto de la sala. Larsen gruñó:

—No comprendo por qué se muestra tan severo, Dr. Born. Los hombres no lo han hecho con mala intención y yo tampoco, como es lógico. Pero hace un calor infernal y la verdad es que tampoco es una falta tan grave, por un día que no usen el uniforme. Como usted y yo sabemos, la radiación en esta sala es totalmente nula.

Born se quedó mirando a Larsen mientras movía negativamente la cabeza.

—Yo sí que no le entiendo a usted, Larsen. No comprendo por qué no cumple sus obligaciones como es debido. El reglamento dice que deben usarse trajes protectores, haga frío o calor. No es un capricho, su propósito es proteger la salud de los trabajadores. Y a usted se le paga para que haga comprender a los hombres la importancia vital de las normas de seguridad. ¡Ya sabe lo que puede ocurrir si uno de esos depósitos empieza a perder!

Larsen se acarició el pelo.

—Nunca he visto ocurrir nada parecido. La probabilidad de un accidente así...

—Pues yo lo he visto. Sus cálculos de probabilidades pueden ser muy interesantes para un trabajo de licenciatura, pero aquí no nos sirven de nada. ¿Cuánto tiempo lleva como jefe de seguridad?

—Once meses.

—Pues ya podría haber comenzado a captar la importancia de su cargo —dijo Born—. Usted es el responsable de la vida y la salud de doscientas personas, Larsen. No debe olvidarlo ni un instante.

—Ya lo sé. Pero creo que...

—Como jefe de seguridad sólo debe creer una cosa: las normas de seguridad. Su opinión personal sobre los distintos apartados no tiene la menor importancia. Debe velar por el cumplimiento de todas y cada una de las ordenanzas como si fuera un artículo de fe. Si ello no es de su agrado, siento decirle que se ha equivocado de profesión.

—Sí, señor — dijo Larsen.

Born quiso añadir unas últimas palabras reprobatorias, pero en ese momento apareció un hombre del equipo de control de radiaciones y le tendió una cajetilla de cigarrillos.

—La hemos encontrado junto a la chimenea de ventilación, como usted había dicho, Herr Doktor, justo al lado del edificio de servicios auxiliares. Puede abriría. Vaya bomba más curiosa.

Bcm abrió la cajetilla. Dentro había un cohete de plástico y debajo una tarjetita en la que habían escrito en letras de molde: «La próxima será de verdad.—

La tinta estaba borrosa y el cartón de la cajetilla reblandecido.

—Debe llevar bastante tiempo ahí fuera — constató Born.

El hombre del equipo de control de radiaciones asintió.

—Al menos cuatro o cinco semanas, igual que la lata que encontramos la semana pasada, cuando hicieron la segunda llamada.

—Una broma de chiquillos —dijo Larsen—. ¡Si pudiera ponerles las manos encima a esos bribones!

—Si la policía de Grenzheim no fuera tan perezosa, ya hace tiempo que los tendríamos — dijo Born —. Deben de haber escondido la cajetilla durante una de las visitas organizadas y ahora juegan al conejo de Pascua y nos obligan a buscar. Mucho me temo que aún recibiremos otro par de llamadas. En realidad, deberíamos alegrarnos de que sean solo unos inofensivos chiquillos. Al menos eso parece.

Como para congraciarse, Larsen añadió:

—Hemos reforzado la vigilancia durante las visitas organizadas a la Central. No volverá a ocurrir nada parecido.

El hombre del equipo de control de radiaciones se marchó con la cajetilla de cigarrillos. Abajo esperaba un coche de la policía que debía llevarla a los laboratorios de Frankfurt.

—¿Está de servicio esta noche, Larsen? —preguntó

—Sí.

—¿Cuántos hombres montarán guardia en la Central?

—Ocho.

—Creo que sería conveniente poner ocho más.

—La dotación normal es suficiente —insistió Larsen.

—No importa, estaré más tranquilo si se refuerzan las guardias. ¿Podrá encargarse de ello?

—De acuerdo —convino Larsen—. Voy a ponerme el traje de seguridad. Como está mandado.

Born le siguió con la mirada. No aprenderá nunca, se dijo.

La explosión
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