29

Todo había comenzado una helada tarde de principios de abril. Martin llevaba tres días sin aparecer por casa; incluso dormía en la Central. Como de costumbre, había surgido algún problema, con una válvula o una conducción, ella ya no le escuchaba. Tampoco tenía ningún deseo de verle. Había estado acostándose durante dos meses con un arquitecto que estaba construyendo un supermercado en las afueras de la ciudad. Una relación muy agradable; se veían tres veces entre semana y los sábados y domingos él se iba a visitar a su familia en Munich. Era un amante estupendo; simple, pero seguro; fuerte, pero sin refinamientos. Se habían conocido en una de las pocas fiestas a las que Martin aún tenía tiempo de asistir. Él le hacía regalos: un encendedor, una pulsera, cosas caras. Ella los aceptaba para no hacerle un desprecio. Él veía su relación como una especie de negocio.

Y eso que no era un tipo frío, sino más bien cariñoso, humano, y manifestaba interés por su matrimonio y por los motivos de que engañara a Martin. Sin embargo, según sus propias palabras, veía la relación de un modo realista: como una cláusula sensual en su contrato para la construcción del supermercado, que concluiría simultáneamente con las obras.

Esa tarde de abril hacía ya tiempo que el arquitecto había regresado a Munich. Sibylle no había encontrado aún otro hombre. Un par de días atrás había estado a punto de seducir a Peter Larsen, el jefe de seguridad de la Central. No era que le gustara particularmente. Le resultaba demasiado prosaico, con un aire juvenil excesivamente exagerado, un amanerado, que casi la había impulsado a enamorarse otra vez de Martin — Martin, un hombre completamente distinto, reflexivo, sincero, seguro de sí.

En realidad —aunque sólo lo comprendió más tarde — sólo había coqueteado con él para jugarle una mala pasada a Born. Pero Larsen, en un gesto muy propio de él, se echó atrás en el último momento.

Al principio, cuando ella comenzó a insinuársele, primero como quien no quiere la cosa, luego cada vez más abiertamente, Larsen reaccionó como el toro codiciado por las vacas más hermosas del rebaño. Era evidente que sus cualidades habían logrado impresionar incluso a la esposa del director. Pero muy pronto quedó de manifiesto su miedo cerval a penetrar en el coto privado de su jefe, aun cuando éste ya no estuviera en plena forma. Born era poderoso. Y podía perjudicar la carrera de Larsen si descubría que su experto en seguridad y jefe de control de radiaciones se acostaba con su mujer en sus horas libres. Larsen renunció a saborear su triunfo y sólo se permitió un tímido sobeo un día que acompañó a Sibylle hasta su casa. A partir de entonces sólo se le acercaba cuando Born también estaba presente.

Esa fría tarde de abril Sibylle había estado paseando por la ciudad, se había divertido contemplando los vestidos que las botuiques de Darmstadt ofrecían como moda de París y luego había ido en coche a la otra orilla del Rin a la Colina de las Palomas.

El Cerro de las Palomas era un montículo situado frente a Grenzheim. Nunca había visto una paloma en el lugar. Los montes de viñedos de los alrededores estaban pelados. En la colina crecían algunos pinos. Desde la cumbre —se podía hablar de cumbre, el Cerro de las Palomas debía tener unos ciento cincuenta metros de altura— se divisaba una amplia panorámica del valle del Rin.

Frente a la colina se alzaba una cúpula iluminada, de cuya chimenea no salía ni una pequeña nube de humo: la central nuclear Helios.

Sibylle no sabía por qué acudía de vez en cuando a ese lugar y se quedaba mirando esa central que odiaba. Ahí abajo estaba Martin, hablaba por teléfono, celebraba conferencias y chapoteaba en su responsabilidad, protegido por blancas, higiénicas paredes.

«Debes distanciarte un poco más, Martin —pensaba—. Debes distanciarte de ti mismo, de tu maldita obsesión calvinista por el trabajo y de tu Central atómica. ¿Por qué te cuesta tanto? Te bastaría un gesto y una palabra adecuada para...»

Oyó crujir un matorral. El hombre que se le acercó era casi un chiquillo, no debía tener más de unos veinticinco años. Llevaba téjanos, unas zapatillas de tenis mojadas y una chaqueta de cuero barata, con las mangas y los hombros oscurecidos por la fina llovizna. Era alto, tenía el pelo negro o castaño, chorreante, y sobre su larga y huesuda barbilla apuntaba una barba de un par de días. Llevaba una escopeta en la mano derecha. Intentó esconder la escopeta detrás de la espalda y dijo:

—Siento haberla molestado. De haber sabido que había alguien aquí...

—Es una colina pública — declaró Sibylle.

Él miró a su alrededor.

—¿Está sola?

—Completamente sola —contestó Sibylle.

—¿Tiene miedo?

—No —dijo Sibylle—. Supongo que no intentará matarme.

El joven se sentó en el banco de madera, hecho de un tronco de pino y dijo:

—¿Viene a menudo a este lugar?

—Muy poco —respondió Sibylle.

—Claro, si no ya la hubiese visto antes — dijo el joven.

—¿Le gusta esta vista?—preguntó Sibylle.

El joven asintió.

—He oído decir que este paisaje era muy hermoso en otros tiempos. ¿Pero ahora? Fábricas, basura, malos olores.

¿Ve esa nube negra sobre el Rin, ahí a la izquierda? Y detergentes y mercurio y mierda.

Luego el joven permaneció un largo rato en silencio. Los largos cabellos rizados le llegaban hasta los hombros.

—Y esa central nuclear — añadió al fin —. Hermosa, blanca y limpia. Sabía usted que... —Se interrumpió—. Bueno, es igual, para qué molestarla más con mis cosas.

—¿Le gusta cazar?

—¿Perdón, decía?

—¿Si viene a cazar aquí arriba? ¿Con esa escopeta?

—Sí, hago uno que otro disparo por esta zona.

—¿Qué se encuentra por aquí en esta época del año?

El joven se encogió de hombros.

—Yo qué sé. Conejos, perdices.

—¿Pero hoy aún no ha matado nada?

—No.

—¿Qué clase de escopeta es ésa?

—Un «Winchester» — dijo el joven —. Reproducción del modelo de 1890. Regalo de mi padre.

—¿Es cazador?

—Tiene un vedado.

—¿Por esta zona?

—En Eifel.

—Mis preguntan le molestan — declaró Sibylle.

—No —respondió el joven.

—¿De dónde es?

—De Frankfurt.

—¿Qué hace?

—Estudio.

—¿Qué?

—No lo sé.

Sibylle se quedó mirando su grave perfil. Luego dijo:

—¿Me deja disparar?

—¿Lo ha intentado alguna vez?

—He tirado al blanco en la feria.

El joven se incorporó. Quitó el seguro del «Winchester» y dijo:

—Yo le enseñaré.

Sibylle cogió el riñe y apuntó.

—No, así no. —El joven se le acercó por detrás—. Apunte a ese pino de la derecha, justo frente a nosotros.

Había hundido la cabeza entre sus cabellos y le había cogido la mano izquierda para colocarla en el punto adecuado.

—Así, de este modo el golpe será más suave. Y ahora: ¡fuego!

Ella apretó el gatillo. El culatazo levantó el cañón de la escopeta. El proyectil hizo saltar algunas astillas blancas del tronco. Sibylle se apoyó contra el joven.

—Gracias —dijo—. Lo ve, casi lo he logrado.

Él volvió a sentarse sobre el banco mojado. Luego preguntó:

—¿Cuando me ha visto, al principio, ha temido que pudiera disparar sobre usted?

Sibylle movió negativamente la cabeza.

—No parece capaz de hacer tal cosa.

Los dos callaron. La fría lluvia de abril goteaba entre los pinos.

—Tengo frío —dijo Sibylle—. Y también empiezo a sentir hambre. Hay una fonda no muy lejos de aquí.

—Sí, entonces... —El joven le tendió la mano para despedirse.

Sibylle dijo:

—¿Dónde ha dejado su coche?

—Al pie de la colina.

—Sígame, le mostraré el camino.

La explosión
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