13

El helicóptero aterrizó en la pista situada junto a la dirección general de policía. Dos jóvenes policías esperaban a respetuosa distancia y procuraban sujetarse las gorras que el viento de la hélice amenazaba con arrancarles.

Andree y Krüger corrieron hacia ellos con el cuerpo inclinado. Los policías les condujeron al ascensor por una puerta de servicio.

—La central de operaciones se ha instalado en el décimo piso — dijo uno de ellos —. Allí pueden disponer de los sistemas de comunicación de la central de tráfico.

«¡Qué lenguaje más refinado usan ahora estos jóvenes!», pensó Andree.

—¿Ha llegado el canciller? — preguntó.

—Hará cosa de un minuto.

El vestíbulo estaba lleno de carpetas procedentes de las estanterías de las habitaciones vecinas que habían sido desalojadas para sustituirlas por mapas militares, planos, aparatos de radio y televisión. Varios hombres pasaron junto a ellos con telegramas en la mano, sin prestarles la menor atención.

El centro de control de tráfico estaba detrás de una puerta de cristal opaco; era una habitación gigantesca, de unos 300 metros cuadrados por lo menos. Las dos paredes de mayor longitud estaban guarnecidas de monitores. Andree no consiguió identificar las imágenes. Adosados a las paredes había largos paneles de mandos. Los hombres y mujeres sentados junto a estos paneles hablaban por teléfono. Iban levantando paulatinamente el tono de voz, y algunos incluso empezaban a gritar, pues todos hablaban demasiado alto y al mismo tiempo. La pared opuesta a la puerta estaba cubierta por un enorme mapa de la ciudad de Frankfurt, sobre el cual chispeaban innumerables lucecitas rojas y azules. Dos teletipos tableteaban en un rincón. A la derecha, frente al ventanal que se abría sobre una perspectiva de la ciudad recalentada

por el sol, había una larga mesa de juntas. Las estanterías apiladas unas junto a otras en un rincón revelaban que ese no era el lugar habitual de la mesa.

Andree reconoció al ministro del Interior de la República, Klein, al ministro de Investigación, Gerner, a Lützkow, el jefe del partido de la oposición, Grolmann, el jefe del partido en el Gobierno, un general de la policía de fronteras y un general del ejército, entre las personas sentadas en torno a la mesa. Los dos generales estaban examinando un mapa.

El canciller y el presidente del Consejo, Klinger, estaban de pie junto a la mesa. Detrás de Klinger, varios rostros que Andree no logró identificar: ¿ministros de los Lánder? ¿el director general de policía? ¿secretarios?

Se aproximó al grupo. El aire viciado formaba una barrera caliente y pegajosa.

Klinger estaba voceando en tono agudo, histérico:

—Nuestras disposiciones legales son más que suficientes para hacer frente a esta situación. Lo cual no significa que no acoja con agrado sus consejos en tal difícil circunstancia.

Todavía se siente obligado a hacer ese último numerito, pensó Andree. Si dependiera de él, ya habría prescindido de Klinger, simplemente le habría apartado de un manotazo. Las protestas de Klinger no eran más que una acción para cubrirse la retirada. Saltaba a la vista que se alegraba de poder ceder su responsabilidad. Pero quería quedar bien ante la opinión pública. Y con ello les estaba robando un tiempo precioso.

Andree observó admirado la serenidad del canciller. Sus ojillos no parpadeaban y no se le movía ni un músculo en el basto rostro huesudo reluciente de sudor.

—Señor presidente del Consejo — respondió el canciller—. Las consecuencias del accidente ocurrido en Helios afectan y ponen en peligro la totalidad de la nación. Opino, por tanto, que deberíamos olvidar las sutilezas de las competencias federales...

Klinger aún no se daba por vencido:

—Supongo que no ignorará que el artículo tres, apartado dos, de la Constitución de nuestro Land, que trata del estado de emergencia, me atribuye plenos poderes en caso de una catástrofe. Y me considero perfectamente capaz...

—Tiene razón. — El que acababa de hablar era el director general de policía de Frankfurt—. Al fin y al cabo, las leyes no se dictan para prescindir de ellas en cuanto se presenta una oportunidad.

Andree le llamó aparte con un gesto. Luego le hizo un guiño al canciller.

—Venga un momento, jefe. Me gustaría que me explicara qué medidas han adoptado hasta el momento.

El director general de policía quiso protestar exaltado. Pero ante la expresión del rostro de Andree optó por rendir cuentas.

—Además, tampoco se trata de contravenir las leyes — estaba diciendo el canciller —. He declarado el estado de emergencia a nivel nacional, señor presidente del Consejo, y desde este momento yo estaré al frente de la central de operaciones.

Klinger se encogió de hombros con expresión resignada.

—Usted sabrá lo que hace.

Se sentó frente a la mesa de juntas y comenzó a recoger con una mano un par de migas de pan imaginarias. Odiaba a ese hombre. Un advenedizo. Un inmigrante. Un personaje con dos caras.

—¿Podría resumirnos la situación? —le preguntó el canciller a Andree, que en ese momento se disponía a destapar una botella de Cola con unas tijeras (no había ningún abridor).

—Puede decirse que aquí no se ha hecho prácticamente nada —dijo Andree—. Se ha movilizado la policía y los bomberos, eso es todo. El director general de policía acaba de confiarme, atolondrado, que un jefe de distrito ha acogido la orden de movilización con estas palabras textuales: «¿Quiere que hagamos frente a un desastre atómico con nuestros efectivos? Es como intentar apagar un gran incendio forestal con una manguera.»

Andree consiguió hacer saltar la tapa de la Cola. Parte del contenido se desparramó espumeante sobre la mesa. Andree bebió un trago.

Luego expuso brevemente las medidas que había adoptado.

—Antes de bajar del helicóptero he dado instrucciones de centralizar todos los contactos en esta sala: evacuación, descontaminación, control de la nube radiactiva, centros de cuarentena, hospitales de campaña.

Los dos generales se pusieron de pie casi al unísono y cogieron los teléfonos que les tendían sus ayudantes.

—La cosa marcha —comentó Andree.

—¿Y yo qué debo hacer? —preguntó el canciller.

—Pronto tendrá que comenzar a responder a las llamadas de la gente que aún se emperra en creer que es una tontería declarar el estado de excepción. Creo que también sería prudente informar a los Gobiernos de las naciones vecinas. ¿O prefiere esperar un poco?

El canciller esbozó una sonrisa.

—Ya he pedido las comunicaciones. Dentro de cinco minutos dará comienzo la conferencia telefónica internacional. Mi pregunta se refería a la evacuación en curso.

Andree hizo un gesto de impotencia.

—Sólo podemos confiar que las cosas marchen sin excesivos problemas. El próximo punto conflictivo será el centro de descontaminación de Grenzheim. La nube radiactiva llegará allí dentro de cuarenta minutos. Todos los fugitivos tendrían que haber pasado el control antes de que eso suceda.

—¿Qué le hace pensar que no lo conseguiremos?

—En primer lugar, las últimas noticias recibidas son de que se ha formado un embotellamiento. En segundo lugar, sólo hay cuatro estaciones de descontaminación y...

—¿Por qué tan pocas?

—Hasta el momento sólo hemos conseguido reunir doce en total. Y ni siquiera están todas montadas. Calcule usted que para descontaminar a una persona — y seguro que la radiación directa ha afectado ya a varios centenares— se necesitan treinta segundos. Es decir que en una hora podemos descontaminar cuatrocientas ochenta personas como máximo. Y ni siquiera disponemos de una hora completa.

Un hombre gritó:

—Sr. canciller, el presidente de la Cruz Roja Alemana al habla. Teléfono 4.

—Luego hablaremos —dijo el canciller.

—Llámeme al helicóptero. — Andree comenzó a ponerse otra vez la chaqueta—. Desde ahí podré ofrecerle informes directos del estado de la evacuación.

La explosión
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