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—¡Pero señor Andree! —exclamó la secretaria del canciller federal.

Su protesta no se debía al hecho de que el subsecretario adscrito a la Cancillería, Eckart Andree — «nací el año treinta y cinco» solía decir para excusar su nombre —, se hubiera desplomado tan largo como era en el sillón y se dispusiera a apoyar los pies —cubiertos con unos calcetines a cuadros rojos y blancos — sobre el imponente escritorio de caoba. Su exclamación estaba motivada por la circunstancia de que ese sillón y ese escritorio se encontraban en el despacho del canciller y estaban destinados al uso exclusivo de las posaderas y los pies de aquél.

Andree sonrió con una mueca. La secretaria también esbozó una sonrisa, que en realidad no tenía intención de ofrecerle. Sabía — y comprendía — que la mueca de Andree impulsaba a muchas mujeres a acceder incluso a otras cosas que en el fondo tampoco habían pensado hacer. Pero a los cincuenta y ocho años ya había superado la zona de peligro.

—Aquí se está más cómodo que en mi cuchitril —confesó Andree—. Y mucho más fresco. En mi despacho da el sol de lleno. Además, tengo que revisar sus papeles.

La secretaria sabía que Andree no tenía, de hecho, ninguna obligación de revisar los papeles de la mesa del canciller. Al contrario. La mayor parte de los documentos y cartas pasaban primero por sus manos, y Andree se encargaba de eliminar los menos importantes. Al escritorio del canciller llegaban sólo los documentos dirigidos personalmente a él, muchos de ellos transmitidos directamente desde otros Ministerios y departamentos, sin la mediación de Andree.

—Tenemos que aligerarle el trabajo —dijo Andree—. Mientras dure la campaña electoral tendrá poco tiempo para el despacho.

Quieres decir que el saber es poder, pensó la secretaria. Llevaba más de treinta años trabajando con políticos. Había conocido todo tipo de personas dedicadas al «servicio del bien común» —había adoptado esa expresión de su primer jefe, el presidente de un partido regional— y le bastaban un par de días para clasificar a cualquier recién llegado. Conocía a Andree desde hacía seis años, y a pesar de su vertiginosa carrera seguía clasificándole bajo la categoría «hombre joven» en su fichero privado. Estaba convencida de que tampoco en la práctica conseguiría pasar nunca a la categoría de «trabajador tenaz» o «político con carisma». De hecho, cumplía algunos de los requisitos. Poseía una formación de primera categoría en política económica, era ambicioso y tenía amor al poder. Pero le faltaban las cualidades más importantes. No tenía paciencia, no sabía callar, no sabía actuar con diplomacia, en resumen: no entendía ni una palabra de política.

Todo lo que Andree cogía entre sus manos tenía que resolverse rápidamente: discusiones, decisiones, carreras. No sabía esperar. Le sacaba de quicio la gente dura de entendederas, las matizaciones cautelosas, los obstáculos burocráticos. Con la ira se tornaba locuaz. «Te deseo mucha suerte», había dicho una vez a un viejo compañero de partido que había sido nombrado ministro de la Vivienda en el nuevo Gabinete, sin poseer particulares cualificaciones para ello, «y espero que consigas culminar como se merece tu desastrosa carrera».

Tampoco se mordía la lengua en público. Comentaba tranquilamente las declaraciones que no eran de su agrado con expresiones como «bobadas» «memeces» «mierda», tanto si procedían de un compañero de partido como si las había pronunciado un político de la oposición.

Andree lo hacía sin intención de ofender —solía excusar sus exabruptos como «mis reacciones espontáneas ante problemas mal resueltos» — pero los afectados se lo tomaban como una cuestión personal. Andree tenía poquísimos amigos en el partido. Los subordinados le detestaban, desde que había propuesto la supresión de algunos de sus privilegios, y había comentado refiriéndose al tema de la «reducción de la jornada laboral»: «Imposible. Sólo nos faltaría tener que despertar a los señores a tiempo para poder salir a la una y media.» Sólo contaba con la adhesión de un estrecho círculo de colaboradores —casi todos jóvenes que él mismo había traído de la universidad —, y la especial simpatía del canciller federal —su maestro y mentor, el único por quien Andree manifestaba una absoluta lealtad — lo cual no implicaba que no le criticase con frecuencia.

—De acuerdo —suspiró la secretaria—, estoy a su disposición. ¿Quiere que le traiga algo? ¿Una Cola?

Andree había adquirido una cierta debilidad por esa bebida desde su estancia en Harvard como profesor invitado.

Andree movió el sillón y se levantó.

—Gracias, le agradezco la gentileza pero debo irme. Tenemos conferencia.

Se puso los zapatos sin agacharse. Andree era grueso y de mediana estatura. La camisa hecha a medida le apretaba a la altura del pecho —Andree era un nadador bien dotado— y sobre la barriga — Andree se tomaba la Cola con una dosis de Grand Manier—. Los pantalones blancos le iban estrechos. La chaqueta, que llevaba echada sobre los hombros, tenía los solapas exageradamente anchas. Esos detalles de última moda habían comenzado a decorar su figura desde su boda con una periodista italiana, celebrada hacía un año — la primera para ella, la segunda para él—. Andree llevaba el cabello gris muy corto, tenía la nariz torcida y dientes blancos aún más torcidos, que se negaba a hacerse arreglar porque prestaban a su rostro «una expresión temeraria, de animal de presa», como había escrito una vez la comentarista de Bild en su nota de sociedad. Era uno de esos hombres que a las doce del mediodía ya tienen el aspecto de no haberse afeitado, un detalle que en él resultaba atractivo, como notó por enésima vez la secretaria.

—Me llevo estos papeles — añadió Andree, que ya tenía tres carpetas rojas bajo el brazo—. Le juro que se los devolveré personalmente.

—¡Pero no espere al año próximo!

El timbre del teléfono le obligó a acudir a la habitación contigua.

Andree atravesó un cuarto vacío —su ocupante, un secretario del canciller, estaba de vacaciones — camino del vestíbulo, avanzó otros diez pasos y entró en la pequeña sala de reunión adyacente a su despacho. A pesar de las persianas que cubrían las ventanas y del ruidoso acondicionador de aire, en la sala de reunión hacía un calor brutal. Los tres hombres sentados en torno a la mesa circular de teca se habían desabrochado las camisas hasta el ombligo —«por mí podéis ir desnudos si tenéis calor», había declarado en cierta ocasión Andree a sus colaboradores, pero habían quedado en la duda de si lo decía en sentido literal— y se refrescaban las manos con los vasos empañados, en los que tintineaban algunos cubitos de hielo.

—En marcha — anunció Andree al tiempo que arrojaba su chaqueta sobre la librería baja adosada a la pared. Se sentó y abrió una botella de Cola. Poppe, tercer hombre del servicio de Prensa, le alcanzó el cubilete del hielo. Andree prescindió de las pinzas y cogió unos cuantos cubitos con los dedos—. ¿Dónde está Zernovski?

—Se ha excusado. Está ocupado con los nuevos sondeos de opinión — dijo Meyer—Schónwald, ayudante del jefe de la campaña electoral, cuyo buen físico había impulsado a Andree a atribuirle un extraordinario talento organizativo a poco de conocerle.

—¿Cuál es la situación?

—Mal — respondió Meyer—Schonwald —. Treinta y seis nosotros, cuarenta y cuatro ellos, seis los liberales.

—De todos modos, son datos del oráculo de las mujeres de la limpieza — aclaró Kern, el ayudante de Andree, que en esos momentos trabajaba en la agencia de publicidad — propiedad del partido — que había preparado la campaña para las elecciones a la Dieta. Se refería a un instituto de sondeos de opinión cuyos pronósticos solían ser tan poco dignos de confianza, que en los ambientes profesionales corría el siguiente chiste: entrevistan a sus mujeres de hacer faenas y luego dicen que se trata de sondeo representativo.

—¿Los demás nos dejan mejor?

—Uno o dos puntos —dijo Poppe—. Muy poca diferencia.

Andree bebió un trago de Cola.

—¿Qué podríamos hacer para modificar estos resultados en las tres semanas que nos quedan?

—La cosa ya empezará a cambiar en cuanto empiecen a notarse los efectos de los spots de televisión y la campaña de anuncios murales. Pero eso lleva su tiempo.

—Yo no confiaría demasiado en esos anuncios —apuntó Andree—. Los encuentro desastrosos.

—¿Qué cosa? — preguntó Kern un poco picado —. ¿Los spots o los carteles?

—Unos y otros. Pero esos huevos ya están puestos, nada podemos hacer por ese lado. Y a lo mejor me equivoco. Siempre puede ocurrir un milagro.

—El canciller debe ayudarnos más — dijo Pope —. Nuestro candidato poco puede hacer frente a Klinger. Pero el canciller le da mil vueltas.

—Los sondeos también lo demuestran —apostilló Meyer—Schonwald—. En los lugares donde ha hablado el canciller, estamos en una situación indiscutiblemente mejor.

—Despacio, amigos — exclamó Andree —. El pobre hombre está comprometido hasta los topes. Además, de vez en cuando también tiene que ocuparse de las tareas de gobierno. No puede hacerse cargo de todo.

Los hombres sonrieron.

—Tienes razón — afirmó Poppe —. Pero a pesar de todo... debería procurar buscar un par de huecos para discursos electorales. El caso es que estas elecciones son mucho más importantes para nosotros que la llegada de un ministro africano.

—No podemos desairar a nuestros amigos africanos —indicó Andree—. De acuerdo, se lo explicaré. Después puedes darme un plan de lugares y horas de los posibles mítines.

—También los otros tienen que arrimar el hombro — arguyó Meyer—Schónwald—. Algunos se lo están tomando con mucha calma. Fíjate, por ejemplo, en Bernhard. — Bernhard Weigel el ministro de Justicia—. Es popular, ha sido alcalde de Frankfurt. ¿Y qué hace? Se va de vacaciones a Suecia. No regresa hasta la semana próxima y sólo intervendrá en quince mítines. Esto no marcha.

—Tampoco Simmering hace gran cosa —puntualizó Kern—. Es el hombre perfecto para las entrevistas en directo y...

—A ese Bernhard le pondré una antorcha en el culo— exclamó Andree—. ¿Sabéis dónde está pasando las vacaciones su mujer?

—También en Suecia, que yo sepa — dijo Meyer—Schonwald.

—En Estocolmo —replicó Andree—. Con los niños. Bernhard está a seiscientos kilómetros de distancia en una isla. Completamente solo. Tiene que reflexionar: no acabo de comprender por qué necesita a una francesita para reflexionar. Pero que quede entre nosotros. El lunes lo tendréis aquí, lo prometo. Pero, ¿y Simmering?

Axel Simmering era el ministro de Educación.

—Tal vez no entienda nada de relaciones públicas, pero ese tipo me parece el menos adecuado. El atractivo que irradia es comparable a la luz de una linterna de bolsillo.

—Te equivocas — dijo Kern —. Justamente en los ambientes intelectuales...

—Amigo — le interrumpió Andree —. Si dependiera de ésos, ya habríamos ganado las elecciones. No, ese Simmering asusta a las personas normales con sus tics piadosos. Más vale dejarle en segundo plano. Ya intervendrá en la próxima celebración religiosa.

—Me gustaría darle unos toquecitos más a Reichelt — exclamó Poppe. Reichelt era el candidato para el cargo de ministro de Economía—. El miércoles dejó a Hühnle en una

posición difícil en el debate televisado.

Andree tomó nota.

—Es un buen tipo, estoy de acuerdo. Me ocuparé de ello. Tal vez podamos organizar una confrontación directa con Hühnle, con motivo de esa central nuclear. Sin mencionar cuestiones de principio, claro, sólo la localización y las irregularidades en la concesión de licencias, etc.

—Puede ser un arma de dos filos —afirmó Poppe —. En la Baja Sajonia se están planteando los mismos problemas, y allí fuimos nosotros los que escogimos los terrenos.

—Es un argumento — concedió Andree —. Pero si nosotros levantamos la liebre primero, siempre jugaremos con ventaja. De todos modos, será mejor esperar a ver cómo se desarrolla hoy la inauguración. ¿Es hoy, no?

Poppe asintió.

—Estaba prevista una manifestación. Si hay jaleo, podremos aprovecharlo, proponer un diálogo entre los ciudadanos y el Estado, etc.

Sonó el teléfono. Andree descolgó el aparato.

—El presidente del Consejo, Klinger —anunció la secretaria—. Es urgente.

La explosión
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