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—Hermosa noche — dijo Born.
La luna lucía vaporosa, hacía un aire suave y denso como el agua. Enjambres de mosquitos se arremolinaban en torno a las luces de neón. El alcalde Rapp había prometido que los impuestos procedentes de la central nuclear se destinarían ante todo a renovar la iluminación de las calles del lugar.
—Es el verano más bonito que he pasado desde que era niña —dijo Anne.
—Fíjese en este olor.
Se detuvieron. Born inspiró profundamente. Olía al perfume de todas las flores imaginables. Anne apoyó la mano en su brazo y le miró a la cara.
—Me gustaría preguntarle algo; porque creo que su respuesta será sincera. Le prometo no revelarle a nadie lo que me diga, sea lo que sea.
Born permaneció inmóvil para no eludir el contacto de su manó. El olor de los cabellos de la joven le llegaba mezclado con el perfume de las flores. Anne preguntó:
—¿Juraría por su vida que los reactores atómicos no causarán jamás una catástrofe?
Born pensó: no está casada. Rapp lo ha insinuado en algún momento. ¿Vivirá con algún amigo?
—Sí —respondió.
—Parece muy seguro.
—Con una salvedad.
—¿Cuál?
—Los reactores son seguros, a condición de que sean operados por hombres que tengan constantemente presente su enorme responsabilidad.
—De hecho esto invalida su afirmación — dijo Anne —. Nadie es capaz de concentrarse en su tarea sin distraerse ni un segundo. Todos cometemos errores alguna vez.
—Estos errores pueden solventarse — dijo Born —. Para eso está la electrónica. Bloquea las decisiones equivocadas. Por ejemplo, si un reactor ya está funcionando a pleno rendimiento y alguien aprieta por error el botón que normalmente aumentaría la producción energética, no ocurre nada. La electrónica no responde. Además, también reacciona más rápidamente que los hombres cuando algo falla, una válvula por ejemplo. Entonces el reactor se detiene automáticamente.
—No entiendo por qué se preocupa si el sistema está construido a prueba de idiotas, como dice —interrumpió Anne.
—Siempre existe la válvula a la medida de la insensatez de un idiota. Ya puede ofrecerle usted el computador más perfecto: lo desconectará por pura chapucería. El sistema de seguridad de Helios no es inmune a los idiotas. Ha sido pensado para personas en las cuales los errores constituyen una excepción y que por regla general son dignas de confianza y responsables en su trabajo. Cuando se invierte este principio y la inconsciencia y la chapucería campan por sus respetos...
Entraron en un estrecho sendero flanqueado a ambos lados por matas de rododendro.
—Para casi todas las tareas que se realizan en la Central, se han establecido completas instrucciones — siguió Born—, que describen cómo debe efectuarse cada gesto, a fin de que nadie se vea expuesto a la radiactividad por un descuido. Es inevitable que al cabo de un tiempo surja una cierta rutina. De ahí a la chapucería no hay más que un paso. El cierre hermético de los depósitos debe ser comprobado periódicamente. Los hombres lo controlan con todo cuidado cincuenta veces y, al ver que nunca pasa nada, empiezan a prestar menos atención en la ocasión número cincuenta y uno, y al final un día acaban por prescindir por completo de la operación de control y se limitan a hacer una señal en la lista. Ese descuido puede ser mortal. Por ello insistimos para que nuestros hombres comprendan que el reglamento no es una bobada, sino una medida indispensable para la protección de su propia salud.
Acababan de salir del círculo de luz de un farol y comenzaban a sumergirse otra vez en la oscuridad. Casi chocaron contra las cuatro sombras que les cerraban el paso.
—Recuerdos de Thomas — dijo uno de los individuos —. —Quiere verte. Le gustaría explicarte cómo lo pasó en comisaría.
—Puede venir a hablar conmigo mañana —dijo Anne. Born advirtió una nota de temor en su voz.
A Born le parecía haber visto antes a los cuatro jóvenes, pero no logró recordar dónde. Uno se le acercó:
—Largo de aquí. Es un asunto privado.
—¿Y usted qué dice? —le preguntó Born a Anne.
—No se preocupe. Márchese, por favor — dijo Anne.
—Largo, amigo, ¿no lo has oído? Ya puedes empezar a mover las piernas.
Anne palideció. Born dijo sin inmutarse:
—Abrid paso.
Anne le tocó y meneó la cabeza.
El que llevaba la voz cantante de los cuatro avanzó dos pasos y apartó a Born de un empujón. Born le dio en la cara con la cartera de Anne, que llevaba bajo el brazo. El tipo fue a caer sobre los otros tres. Todos comenzaron a avanzar al unísono sobre Anne y Born. Born vio relucir algo en el puño de uno de ellos. El tipo que le acababa de empujar empuñaba una cadena de bicicleta. Born le dijo a Anne:
—Corra, rápido. Corra y no se detenga.
Anne no se movió.
Born tenía una cicatriz en el hombro izquierdo. Era un recuerdo de la adolescencia. Veinte años atrás, un adversario, un miembro de la pandilla de los «Black Devils», en una pelea entre rockers, le había rasgado la piel hasta el hueso con una navaja.
El tipo de la cadena de bicicleta fue el primero en golpear. No parecía tener mucha práctica. Blandió la cadena de arriba abajo y extendió mucho el brazo para tomar impulso. Born le retorció el brazo. La cadena se le enrolló. Born atrajo al tipo hacia sí y le dio una patada en la pantorrilla. El tipo cayó al suelo. Pero otros dos ya se habían abalanzado sobre Born por la espalda, inmovilizándole los brazos. Uno de ellos tomó impulso y le dio un puñetazo en el estómago.
Born oyó un grito que no había salido de su garganta ni de la de Anne. Sintió como se aflojaba la presión de las manos que le tenían cogido por la izquierda. Dio un codazo en las costillas del otro atacante y se desasió de un salto.
Achim Berger se estaba defendiendo a puñetazos contra dos adversarios. Born cogió la cadena de bicicleta y se acercó por detrás para asestarle un golpe calculado a uno de los dos. El tipo se tambaleó apretándose la mano sobre la ceja, que se le había abierto, y comenzaba a bañar de sangre toda la mejilla derecha. Berger, que había perdido las gafas, martilleaba a ciegas y con gran furia el cuerpo del segundo adversario, el cual acabó por dar media vuelta y huir. Los otros siguieron su ejemplo; el tipo al que Born había golpeado en la rodilla, cojeaba como si le hubieran cercenado los tendones.
—¿Está herido? —preguntó Anne.
—Yo no. Pero el señor Berger...
Berger se estaba acomodando las gafas.
—No me ha ocurrido nada.
—Gracias, Achim —dijo Anne—. Achim, dónde...
Berger había desaparecido entre las sombras de los matorrales.
—Nos ha estado siguiendo — dijo Anne —. Vive en el otro extremo del pueblo.
—Está enamorado de usted — dijo Born —. Por eso lo ha hecho. Y ha sido una suerte. De lo contrario esos tipos me hubieran dejado malherido. ¿Por cierto, quiénes son?
Anne le informó de lo ocurrido con Thomas Müller y los maoístas.
Cinco minutos más tarde se detenían frente a dos casas gemelas con el jardín lleno de rosas.
—Ésta es nuestra casa.
Nuestra, pensó Born. Debía vivir con un hombre. Born tenía mal sabor de boca. Estaba sudando, pero sus manos estaban frías. El rostro de Anne había adquirido un tinte oliváceo bajo la tenue luz de un lejano farol. Sobre sus cabellos lucía un resplandor verde oscuro, como musgo sobre un techo de cobre. En ese momento, Born advirtió que no llevaba nada debajo de la blusa.
Le tendió la cartera con los papeles, que había recogido del suelo una vez concluida la pelea.
Anne no levantó las manos para cogerla.
—Me gustaría seguir charlando con usted — dijo —. Dentro. Si no le importa.
—Con mucho gusto —respondió Born satisfecho—. Será un placer.
Luego volvió a pensar en el compañero de ella, que seguramente ya debía estar en la cama o tal vez aún no había regresado a casa. Las dos posibilidades ahogaron su entusiasmo, pero ya no podía echarse atrás. La siguió como un ciclista rezagado, que sigue pedaleando con tenacidad a pesar de la distancia que le separa del pelotón.