25

Las ventanas de la habitación donde se había instalado la Central de operaciones de defensa civil, en el décimo piso de la Dirección general de policía de Frankfurt, no se abrían.

El arquitecto así lo había previsto a fin de no interferir en el funcionamiento del sistema de aire acondicionado. Pero los ventiladores y filtros estaban desarrollando en esos momentos una batalla desesperada contra el aire caliente, viciado y lleno de humo, contaminado tras satisfacer las necesidades de oxígeno de más de cien personas y recibir el humo de sus cigarrillos.

El ruido era ensordecedor: teléfonos, aparatos de radio, teletipos, vocerío. Dos electricistas con monos azules taladraban una pared en busca de un hilo telefónico defectuoso.

Los hombres sentados en torno a la mesa de juntas parecían indiferentes al calor y al ruido. Todos estaban pendientes de la pantalla de televisión, cuyos parpadeos se fueron concretando gradualmente en una nítida imagen: la cúpula de Helios, muy pequeña — filmada desde gran altura—, circundada de un halo de humo negro azulado.

Los hombres continuaron lanzando periódicas miradas a la figura en miniatura del centro mortífero, incluso después de que el canciller hubiera comenzado a hablar.

—Lo más terrible ya ha pasado — dijo el canciller —. La nube se aleja en dirección oeste—noroeste y Frankfurt queda fuera de su camino —. Se acercó a un mapa de la República Federal que ocupaba la pared hasta el techo.

—Continuaremos dando prioridad a las operaciones de evacuación de la zona situada en la dirección del viento. Naturalmente también desalojaremos todo esto — señaló Darmstadt, Mainz, Mannheim, Ludwigshafen —, hasta despejar una zona de cuarenta kilómetros de radio en torno a la Central.

—¿Será suficiente? —preguntó el ministro de Defensa, Krüger.

—Los meteorólogos y biólogos especializados en radiactividad aseguran que sí. Han comenzado a disminuir las radiaciones con que el uranio de Helios contamina el aire.

—Pero ahora está contaminando las aguas subterráneas — dijo el ministro de Investigación, Gerner.

El canciller hizo un gesto de asentimiento.

—Y el Rin. Ya se ha comunicado la prohibición de beber agua en todas las ciudades. El problema será el abastecimiento. Pero ya nos ocuparemos de resolverlo cuando la nube radiactiva se haya diluido definitivamente en la atmósfera...

—...y comience a dejar caer su lluvia radiactiva sobre toda Europa — añadió Gerner.

—Lo pagaremos caro — dijo Lützkow, el jefe del partido de la oposición —. En dinero y en prestigio. — Lützkow era el ministro de Asuntos Exteriores del gabinete de emergencia. El canciller le había encomendado la tarea de informar a todos los países amenazados sobre el desarrollo de la catástrofe.

—¿Nos han hecho reproches? —preguntó el canciller.

—No de un modo directo —dijo Lützkow—, al menos por el momento. Pero los franceses...

—No podemos perder tiempo con conjeturas —le interrumpió el canciller—. El hecho es que todos los Estados están dando muestras de solidaridad. Los americanos colaboran en la evacuación con soldados, médicos y vehículos. Un Hércules cargado con expertos en control de radiaciones, trajes protectores, estaciones de descontaminación y medicamentos especiales ha salido hace una hora de Nueva York con destino a Frankfurt. Holanda, Suecia, Francia... todos colaboran. Incluso la Unión Soviética.

—Sólo la zona oriental no ha respondido —comentó Lützkow. Según había explicado en cierta ocasión, empleaba esa expresión «porque me resulta muy pesado tener que poner cada vez entre comillas «República Democrática Alemana» —. Nos han remitido una nota de protesta en la que acusan a la República Federal de imprudencia temeraria y de atentar contra la salud de la población de la República Democrática Alemana. Nos rehúsan todo tipo de ayuda.

—No creo que podamos reprochárselo a nuestros hermanos del Este — dijo Grolmann, el jefe del partido en el Gobierno—. Necesitarán todos los medios de que dispongan si la nube no cambia de rumo y penetra en su territorio.

El canciller se dirigió al ministro de Defensa.

—Si ello llegara a suceder, no debemos poner barreras burocráticas. Ordenaré que los aviones de la RDA puedan sobrevolar nuestro espacio aéreo y autorizaré a las unidades del ejército y la policía a cruzar la frontera. La población alemana amenazada en la otra zona podrá ser evacuada al territorio federal sin ningún tipo de formalidades.

Krüger respiró hondo.

—Se trata de una oferta sin condiciones — siguió diciendo el canciller—. La mantendremos aunque Berlín oriental se niegue a reconocernos iguales derechos.

—Pero nuestra defensa —dijo Krüger—. La NATO... No puede...

—Claro que puedo. No intente hacerme creer que la RDA intentaría ocupar la República Federal en semejantes circunstancias. Esperaré diez minutos más. Si para entonces no se ha dispersado la nube radiactiva, comunicaré mi decisión al presidente del Consejo de Estado.

Al oír esto, Lützkow también quiso formular su protesta. El canciller le invitó a guardar silencio con un ademán.

—Esta oferta constituye una importante declaración. Demuestra nuestra voluntad de preservar a los pueblos de los daños ocasionados por la catástrofe originada en nuestro país.

—En nuestro país —recalcó Lützkow—, pero tal vez provocada por algún camarada suyo.

—No sea ridículo. Aún no sabemos nada sobre el posible responsable.

El ministro de Defensa, Krüger, se levantó de la mesa.

—Debo comunicarlo al alto mando de la NATO en Europa occidental.

El presidente del Consejo, Klinger, había seguido la discusión sin decir palabra. Era el único de la mesa que no se había quitado la chaqueta ni se había aflojado la corbata. Empezó a retorcer su bolígrafo Parker de oro entre los dedos y dijo:

—Vamos a entregar voluntariamente nuestra nación al enemigo.

El teléfono sonó junto al canciller, sin dar tiempo a que nadie pudiera replicar a tan tajante acusación. El sistema de altavoces estaba conectado a todo volumen y todos los miembros del estado mayor de emergencia pudieron oír tronar la voz de Andree por encima del ruido de la Central de operaciones y de la turbina del helicóptero. La voz dijo:

—Ha cambiado el viento. La nube se dirige hacia Darmstadt y Frankfurt. Tardará como máximo una hora en llegar a Darmstadt.

En ese mismo instante entraba corriendo en la habitación un meteorólogo, que se precipitó sobre la mesa de juntas apartando bruscamente a todos los que se interponían en su paso.

El canciller le saludó con un movimiento de cabeza y señaló el teléfono.

Andree seguía diciendo:

—Es preciso desalojar en el acto las ciudades de Darmstadt y Frankfurt.

Klinger comenzó a reír. Estaba muy pálido. Los cabellos plateados se le arremolinaban sobre la nuca, como si no los hubiera lavado y peinado cuidadosamente con el secador como cada mañana. Tenía los ojos desorbitados, con los lagrimales muy hinchados.

—¡Que evacuemos Darmstadt y Frankfurt! ¡Qué flema, caballeros! ¡Y qué inútiles palabras frente al desastre cósmico! ¡Desalojen Darmstadt! ¡Desalojen Frankfurt! ¡Imiten a las hijas de Dañaos que pretendían achicar el agua con cubos agujereados!

Klinger se desplomó en su sillón, con la cabeza colgando hacia un lado. El ministro del Interior, Klein, y el director general de policía le cogieron por los sobacos y se lo llevaron fuera de la habitación.

—Sus palabras han sido un poco confusas — dijo el ministro de Investigación, Gerner—, Pero tiene razón. Es una tarea superior a nuestras fuerzas.

El general estaba ordenando sus mapas y planos urbanos.

—Ciento cuarenta y dos mil habitantes en una zona de aproximadamente siete mil hectáreas. En el sur ya se han evacuado entre veinte y treinta mil. Es imposible una evacuación rápida por los medios convencionales. Puntos de reunión en las carreteras de salida, vehículos para transportar a la gente... como máximo lograremos sacar de la ciudad a mil quinientas personas por minuto.

—¿Qué propone usted? —preguntó el canciller.

—Sálvese quien pueda —el general esbozó una tenue sonrisa—. Hacer salir a todos los habitantes a pie de la ciudad, en dirección al este y el oeste.

—¿Y los viejos, los enfermos y los niños de corta edad?

—En vehículos —dijo el general—. Mientras podamos. Luego... —Se encogió de hombros.

El ministro de Defensa, Kruger, que acababa de comunicar al alto mando de la NATO que la República Federal se disponía a abrir sus fronteras a la RDA, exclamó:

—Tal vez sea posible hacer eso en Darmstadt. ¿Pero en Frankfurt? ¿Ha observado alguna vez la salida de cincuenta o sesenta mil personas al finalizar un partido de fútbol? En Frankfurt tendríamos setecientas mil personas en marcha, o incluso más. Setecientos mil seres humanos aterrorizados por las calles. Setecientas mil personas sin saber hacia dónde huir...

—En una palabra, el pánico —dijo el canciller.

El ministro de Defensa asintió.

—El pánico y el embotellamiento total. Grenzheim multiplicado por mil.

Se oyó la voz de Andree:

—No tenemos otra opción. La evacuación ofrece al menos una posibilidad de salvación.

—¿Todos de acuerdo? —preguntó el canciller—. ¿Evacuación?

Los hombres asintieron.

—Ahora a dos voces, por favor —dijo Andree.

Sólo el canciller comprendió la frase que ambos solían emplear para comunicarse que deseaban hablar en privado. Se dirigió a la habitación vecina, donde un joven estaba trabajando junto a una antigua máquina calculadora. El canciller se preguntó qué debía estar calculando: ¿el número de muertos, de heridos, la velocidad del viento, los kilómetros? Esperó que sonara el teléfono y descolgó.

—La nube radiactiva llegará a Frankfurt dentro de tres o cuatro horas — dijo Andree —. Traslade la Central de operaciones a Bonn.

—Enviaré a Klein y Gerner hacia allí.

—Váyase con ellos — dijo Andree —. Tal vez queden incluso menos de tres horas. Puede levantarse el viento...

—He dicho que enviaré a Klein y Gerner...

—Es tan testarudo como Born, él también ha preferido...

—¿Ha preferido qué?

El ruido del helicóptero ahogó la voz de Andree durante unos segundos.

—Ya sabe que ha decidido imitar al capitán que no abandona la nave. Respeto su decisión, pero las cosas no hubieran cambiado aunque se hubiera dejado rescatar hace un par de horas. En su caso aún tiene una cierta explicación, aunque no le acabo de comprender. Tiene remordimientos, seguramente cree que una acción oportuna por su parte hubiera podido evitar el accidente. Pero su posición es muy distinta, canciller. Usted es el jefe del Gobierno. Es responsable del bienestar de la nación...

—¿... y pretende que suba a un helicóptero y me ponga a salvo, mientras la población sucumbe? No, Eckart, en realidad no ha entendido nada, no ha entendido a Born y tampoco me comprende a mí. De todos modos, no le dé demasiadas vueltas. Regrese hacia aquí, le necesitamos.

Cuando regresó a la Central de operaciones, el asiento del director general de policía estaba vacío.

— Retortijones —dijo su compañero de partido Grolmann con una sonrisa burlona.

—Klein y Gerner saldrán hacia Bonn y organizarán una central de relevo. Los demás están en libertad de seguir el ejemplo del director general de policía y marcharse ahora que aún están a tiempo de hacerlo.

El ministro del Interior, Klein, y el ministro de Investigación, Gerner, salieron de la sala. Los demás no se movieron. El canciller les agradeció su actitud con una inclinación de cabeza.

La explosión
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