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Born se había puesto un traje antirradiactivo. No creía que le sirviera de gran cosa, pero deseaba aprovechar todas las probabilidades de resistir el máximo posible. No se paró a pensar en la razón de ese deseo: los hombres que luchaban contra la catástrofe ahí fuera ya no le necesitaban. Y tanto daba que viviera dos minutos o dos horas o dos días más.

No estaba en un incendio donde siempre puede caber la posibilidad de que por fin alguien venga a salvarnos si logramos eludir la acción de las llamas el tiempo suficiente. Para Born ya no había esperanza. Y, no obstante, deseaba vivir.

No sabía qué nivel debía haber alcanzado la radiactividad en la sala de mandos. Los instrumentos ya no reaccionaban. Se les debían haber gastado las pilas, o tal vez las sacudidas habían destruido sus sensibles mecanismos. La película de celuloide, que todos los empleados de la Central llevaban en el pecho, hubiera podido serle muy útil en esos momentos. Born la había perdido en medio de la pelea con la policía durante la carga contra los manifestantes.

Las sirenas de alarma habían callado. Cada minuto poco más o menos, el apagado rumor de las explosiones de la cúpula del reactor rompía el silencio de las habitaciones, señal de que las ciento ochenta toneladas de uranio incandescente iban vertiéndose hacia el exterior a través de los cimientos. Born pensó: ¿qué aspecto debe tener el uranio fundido? Sabía que el uranio en bruto era gris y el uranio preparado tenía un color amarillento, que le había valido el nombre de yellow—cake imaginó que el uranio fundido debía ser de color plomo, como el agua de un lago en el crepúsculo cuando se avecina una tormenta.

La superficie inclinada del panel de mandos que tenía ante sí estaba llena de papelitos escritos.

Números. Un par de garabatos en un trocito de papel de ocho por ocho centímetros bastaban para describir la aniquilación total. Los científicos habían construido modelos. Todos eran muy gráficos; todos eran falsos. Los hombres se hacían una imagen imperfecta de la realidad de la perfección, una realidad que sólo era posible expresar en cifras abstractas. En esos modelos atómicos, electrones esféricos giraban en torno a grupos de protones arracimados. Los neutrones salían despedidos como balas de cañón medievales contra las envolturas atómicas, las cuales estallaban como granadas bajo el impacto —imágenes, fantasías, figuritas de arcilla. Incluso las películas de terror presentaban imágenes concretas del peligro. Las criaturas anfibias del espacio, los monstruos acorazados de la ciénaga milenaria, King—Kong en lo alto del Empire State Building: todos materializaban el horror en una figura concebible, todos simbolizaban un miedo colectivo, al que nadie podía escapar.

Pero la energía atómica se mantenía invisible. Mataba sin hacer ruido. Atacaba sin relámpagos, ni llamas, ni truenos. Plantaba sus diminutas cargas explosivas en los huesos, la sangre, los tejidos, sin que al cuerpo le cupiera ninguna posible defensa. Era el asesino perfecto: eficiente y anónimo.

La explosión
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