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—El señor Marcks —anunció Gerlinde Kaíz por el interfolio.
—Hágale pasar —respondió Born—, y prepárele un café. Y otro para mí, por favor.
Habían llegado a un acuerdo sobre lo del café. Gerlinde Katz no consideraba la preparación del café como una actividad servil, sino como un cumplido. Lo cierto es que se podía hacer traer café de la cantina, pero después de saborear tan sólo una vez la aromática y humeante infusión de Gerlinde Katz, era imposible volver a injerir jamás el aguado brebaje (30 pfennig la taza) que preparaban en la cocina. Born nunca tenía ocasión de tomarlo: su secretaria lo hubiera considerado una ofensa.
Werner Marcks, director de la sección de reparaciones (misión: mantenimiento y reparación) se dejó caer exhausto ven una silla.
—Parece un soldado después de una noche de fuego de artillería — dijo Born.
—Así me siento — suspiró Marcks.
Marcks tenía la misma edad que Born. Habitualmente, el rasgo más destacado de su persona era su abundante barba. Hacía tres días que la barba resultaba aún más llamativa por el contraste de la venda blanca que le cubría la cabeza como un yelmo. Tenía los ojos surcados de venillas rojas y unas ojeras que le asomaban, por debajo de las negras gafas ¿e concha. Marcks llevaba veinticuatro horas sin dormir.
Se bebió el café a grandes sorbos. Born esperó que él hablara primero.
—Erna está muy bien. Pero no debemos apretarla demasiado. De lo contrario puede empezar a hacer el tonto otra vez.
Erna no era una mujer. Erna era la turbina de setenta metros de largo y tres secciones de la central eléctrica. Erna tenía sus rarezas. Por tercera vez en tres meses les estaba causando dificultades. Cuando se aproximaba a la velocidad nominal (1.500 revoluciones por minuto), comenzaba a vibrar por encima del límite admisible.
—Podemos parar el reactor si usted lo cree necesario —dijo Born.
Marcks sacó los utensilios de fumar del bolsillo de la bata blanca y llenó una pipa.
—No es necesario. Resistirá hasta la próxima vez que lo carguemos.
Born lanzó un suspiro. Parar el reactor era muy fácil de decir. Pero un reactor no se enciende y se apaga como una bombilla. Aunque cada gesto estuviera controlado por computadoras, siempre quedaba una docena de probabilidades de cometer un error; errores no necesariamente peligrosos— de eso se ocupaba el sistema de protección automática del reactor—, pero que no obstante podían destrozar las instalaciones o dejar el reactor fuera de uso durante varios días e incluso semanas. Y cada día que el reactor estaba sin funcionar suponía cientos de miles de marcos de pérdidas. La pesadilla de todos los directores de centrales nucleares era el reactor de Würgassen que había estado un total de veinticuatro meses parado en los tres primeros años de funcionamiento. Pérdidas: 200 millones de marcos. En cambio, Helios había resultado hasta el momento todo un prodigio de la técnica. Durante los doce meses de pruebas – destinadas a poner de manifiesto y subsanar las enfermedades infantiles de un reactor— Helios sólo había fallado tres veces y en conjunto había estado parado un total de 174 horas y 24 minutos. Born sabía que no podía atribuir ese récord únicamente a la suerte y a los méritos del constructor del reactor, sino que debía agradecerlo al menos en un cincuenta por ciento a los desvelos de Werner Marcks, que durante las primeras semanas había pasado un promedio de dieciséis horas diarias en la Central, alerta y solícito como una madre cuyo hijo comienza a echar los primeros dientes.
—Tengo el presentimiento de que ha estado mimando a Erna, para complacer al presidente del Consejo.
Marcks pertenecía al partido que tachaba al presidente del Consejo de «Sepulturero de la cultura occidental».
—He estado pensando si no debería prescribirle un reposo absoluto a Erna. Pero le conozco, Dr. Born, y sé que hubiera recurrido al mismo truco que ya usaron en Baviera. Y no quisiera perderle. Es un jefe muy aceptable.
Born rió. Un par de años atrás, una central nuclear de Baviera se había parado justo el día de la inauguración por un defecto en una válvula. Temeroso de una posible publicidad adversa, el director había montado un gran espectáculo con toda la tramoya. Bajo los ojos admirados de ministros, subsecretarios, industriales y periodistas se movían afanosos los empleados de la central, a pesar de que en realidad ya no giraba ni una ruedecilla y el reactor producía menos corriente eléctrica que una pila de 4,5 voltios. Los encargados del sistema de control movían las manos sobre los botoncitos de colores como Arthur Rubinstein en sus mejores momentos y encendían y apagaban lucecitas que era un contento. Y el presidente del Consejo sintió —eso declaró a la Prensa — un terrible estremecimiento al entrar en contacto con las inconmensurables fuerzas de la naturaleza. Era un estremecimiento engañoso: el reactor estaba apagado.
El asunto se descubrió al cabo de unos seis meses, por boca de un empleado despedido deseoso de venganza. Los periódicos le dieron gran publicidad, los adversarios de la energía atómica aprovecharon para lanzar una nueva campaña y el presidente del Consejo escribió varias cartas airadas. Una semana después el director de la Central se veía obligado a aceptar el retiro prematuro.
Marcks se levantó.
—Me quedaré aún un par de horas, por si Erna sufre una recaída. También quiero echar un último vistazo a los hombres de la sala circular, a ver cómo se las arreglan con ese motor diesel.
—¿No estaba arreglado ya? —preguntó Born preocupado.
Los cuatro motores diesel situados en la cúpula del reactor, cada uno acoplado a su respectivo generador, constituían los elementos vitales de reserva de energía de la Central. Las complicadas instalaciones de la central Helios —bombas, condensadores, filtros, compresores— necesitaban gran cantidad de energía eléctrica. Cuando Helios estaba en funcionamiento y producía su propia electricidad (2 billones de vatios), su abastecimiento no suponía el menor problema. Dos transformadores alimentaban toda la instalación en base a la energía producida. Pero esas imprescindibles máquinas— como, por ejemplo, las bombas de refrigeración— debían continuar funcionando incluso cuando las instalaciones estaban paradas En esos casos, Helios se alimentaba de la red general de suministro de West—Elektra. Sin embargo, para prever la eventualidad —muy improbable— de una interrupción simultánea de la producción de Helios y del suministro de la red general, la planta debía disponer de su propia fuente autónoma de energía. De eso se encargaban los cuatro generadores diesel del grupo electrógeno de emergencia, cuyo funcionamiento se comprobaba cada 14 días para asegurarse de que podrían abastecer a la Central en cualquier momento. El día anterior se había efectuado, una de esas revisiones y un motor se había declarado en huelga.
—Estuvo funcionando unos diez minutos —explicó Marcks—. Creo que tiene algún fallo en un cilindro. Posiblemente no recibiremos los recambios hasta mañana. Sin embargo, en caso de emergencia, tenemos de sobras con los otros tres motores.
—Personalmente, preferiría que funcionasen los cuatro— declaró Born.
—Déjelo de mi cuenta.
Marcks se dirigió a la puerta.
—Mañana puede quedarse en casa —dijo Born—. Procure recuperar el sueño perdido. Al menos se ahorrará todo el ajetreo. Ya me remuerde la conciencia por haberle tenido aquí trabajando a pesar de su herida.
Marcks se palpó la venda.
—Pero qué dice, si ya casi no la noto.
—¿Ha tenido noticias de la policía?
—Ni una palabra. No dude en llamarme mañana si me necesita.
—Espero que no sea necesario — dijo Born.