30
—¡Soldados! —Fuchs arrastró a Sibylle a la penumbra de una portería. Tres minutos después, los soldados salían de la casa donde estaba situado su apartamento. Se llevaban a una mujer suplicante y a sus dos niños.
—Así es — le decía un soldado firmemente a la mujer —. Tiene que creerme, es preciso que abandonen la ciudad. Es una orden del Gobierno.
—Me están buscando —dijo Fuchs—, pero no conseguirán encontrarme. Son demasiado tontos.
Obligó a avanzar a Sibylle hacia la casa. Subieron las escaleras. Todos los apartamentos tenían la puerta abierta. El silencio era absoluto.
—Nadie te está buscando —dijo Sibylle—. Están evacuando la ciudad, ¿por qué no lo entiendes de una vez? Aquí corremos peligro. Seguramente la radiactividad viene hacia Darmstadt. ¡Vámonos de aquí, Alexander!
Fuchs se volvió a mirarla.
—Siempre hablas en plural, pero en realidad sólo te importa tu propio pellejo.
—¡Estás herido! Te sigue sangrando el pie. Tiene que verte un médico.
—No empieces otra vez con esa cantilena — dijo Fuchs —. Ya no puedo soportar tus frasecitas compasivas.
—Entonces déjame ir.
Fuchs rió.
—Oh, no. Unidos en la dicha, unidos en la desdicha. Podrás abandonarme cuando haya terminado de redactar mi justificación. Entonces podrás echarme tranquilamente la policía encima. Podrás vengarte tanto como quieras.
—No tengo ningún interés en vengarme.
—¡No me digas! ¿Crees que no te he estado observando en el coche que nos ha traído desde Main? ¿Crees que no he notado que estabas reflexionando si deberías confiarle al médico quien era yo? ¡Este es Alexander Fuchs, el autor de esta matanza!
Tenía razón. Un médico les había llevado en su coche. Fuchs había dicho que eran voluntarios de la Cruz Roja y el médico no había visto razón alguna para no creerles. A excepción del personal sanitario, sólo un par de dementes penetrarían voluntariamente en la zona siniestrada. Sibylle había estado pensando si no debería comunicarle al médico que el culpable estaba sentado ahí a su lado. No se había atrevido a hacerlo. Sabía que Fuchs hubiera matado al médico.
—Vamos, entra — dijo Fuchs.
Estaba en el rellano de su apartamento y se disponía a abrir la puerta. ¿Qué se proponía? Escribiría lo que él llamaba su justificación. ¿Y luego? ¿La dejaría marchar? Seguro que no. La despreciaba, era una carga y una amenaza para él. ¿Intentaría matarla? Sibylle examinó su mirada. Oh, sí, sin duda la mataría.
Sibylle subió dos peldaños. Él la tenía agarrada por la muñeca. Cuando se volvió hacia la puerta del apartamento, ella le pisó el pie ensangrentado con todas sus fuerzas. El dolor y la sorpresa hicieron que aflojara la mano con que la sujetaba. Sibylle se desasió y echó a correr escaleras abajo. Fuchs empezó a perseguirla. No gritaba. Sólo se oían sus rápidos pasos renqueantes.
Cuando llegó a la puerta de la calle ya casi la había alcanzado. Sibylle soltó un chillido. Fuchs tropezó y rodó por los tres últimos escalones, hasta la acera.
Sibylle se detuvo. Fuchs se había producido un corte en la cabeza y sangraba. La pierna derecha se proyectaba hacia fuera bajo la rodilla, en un ángulo muy poco natural.
—Sibylle — susurró Fuchs —. Sibyl.
Ella retrocedió tres pasos. Él le ofreció una sonrisa.
—Te he querido de verdad —dijo—. No tenía intención de utilizarte. Fue pura casualidad. Ayúdame, Sibylle. Ayúdame, tengo que subir a consultar mis libros. Tengo que escribir. Tengo que explicar por qué lo he hecho. Por favor.
Sibylle se inclinó sobre él y le acarició el pelo. Él le estrechó la mano, cariñosamente, con dulzura, como antes. Sibylle se desasió y dijo:
—Pobre Sascha.
Se alejó de allí a paso rápido. Al llegar a la esquina miró hacia atrás. Desde lejos, Fuchs parecía un lagarto tullido, intentando arrastrar su cuerpo escaleras arriba con la sola fuerza de los brazos.