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Born se había equivocado al pensar que las risas con que fue acogida la imagen gráfica del profesor Schubert sobre lo improbable de un accidente en un reactor atómico indicaban un cambio en el estado de ánimo de la concurrencia. Al contrario. A medida que se hacían sentir los efectos del vino y la cerveza, iba también en aumento la agresividad de la gente. Animados por el alcohol, pedían la palabra incluso aquellos que, de estar sobrios, jamás hubieran osado hablar ante más de un centenar de espectadores. En sus preguntas se palpaba todo el miedo y el odio acumulados por la mayoría de los ciudadanos hacia ese huevo atómico que un buen día les habían empezado a construir junto a la puerta de sus casas. Miedo, porque intuían un peligro ante el cual se veían impotentes.

Odio, porque para los pequeños campesinos de la zona — que cada año escapaban a duras penas a la quiebra con el cultivo de sus tierras hipotecadas — Helios representaba precisamente aquellas fuerzas que les estaban ex—pulsando de las tierras labradas por sus antepasados desde tiempos muy remotos, las fuerzas que socavaban sus colinas plantadas de viñedos para construir carreteras hasta las nuevas fábricas, cuyos humos envenenaban el cielo antes tan transparente.

El ministro de Economía, Hühnle, acababa de ganarse duras imprecaciones al embestir con su habitual rudeza contra los «fetichistas del medio ambiente», que «quieren hacer retroceder a las naciones industriales desarrolladas al estado de países agrícolas y repúblicas bananeras», a poder ser «reimplantando el trueque y el sistema censitario», sólo para «poder lavar su ropa sucia en ríos impolutos».

Peter Larsen apoyó a Hühnle y se deshizo en entusiastas alabanzas al progreso, en un verdadero esfuerzo de rearme moral. Declaró que el mundo se hallaba «sólo en los inicios del gran despegue tecnológico» y expresó su convencimiento de que «con un gobierno de técnicos, depositarios de la razón y la lógica», pronto se arreglarían todas estas cosas.

Sordo a los protestas del auditorio, comenzó a poner por las nubes el sistema de seguridad de Helios, sin dejar de subrayar que él mismo era el máximo responsable de su funcionamiento, detalle que presentó como garantía de la perfección del sistema Y para rematar su intervención, se lanzó a una carrera de fantasías tecnológicas, sobre la fusión del núcleo, la fusión de los átomos de hidrógeno, gracias a ia cual los hombres conseguirían reproducir sobre la tierra la producción energética del sol en un futuro no muy lejano. Al final Born no tuvo más remedio que interrumpir su perorata.

A continuación se levantó una mujer encinta. Lucía un vestido floreado, un collarcito de perlas y un sombrerito tirolés.

—¿Y si tengo un aborto? ¿Y si mi hijo nace muerto por culpa de esas malditas radiaciones?

El Dr. Genzmer, el biólogo especialista de Munich en radiactividad, respondió:

—Eso son cuentos de viejas, mi querida señora. Leyendas americanas, sin el menor fundamento. Alguien dijo que en California se había triplicado el número de abortos a resultas de la construcción de una central nuclear. ¿Pero cuál era la realidad de los hechos? Luego pudo constatarse que el incremento de los abortos ya había comenzado a observarse un año antes de ser inaugurada la Central, cuando no podía haber la menor radiactividad en aquella zona. Igualmente discutibles son las afirmaciones sobre el aumento de los casos de leucemia en las proximidades de las centrales atómicas. Casi me atrevería a decir que resultan ridículas. Todas y cada una de las críticas han sido desmentidas de forma convincente.

La única conclusión clara que los científicos hemos podido sacar de esas absurdas discusiones es que los detractores de la energía nuclear no tienen escrúpulos a la hora de transformar la ignorancia de los legos en verdadero miedo, engendrado a copia de datos falsos. Un método realmente —Born advirtió que la excitación hacía tartamudear ligeramente al Dr. Genzmer —, re—realmente ver—gonzoso.

Imprecaciones:

—¿Y Gofman y Tamplin, los profesores americanos que constataron la relación existente entre las radiaciones atómicas y la leucemia? ¿Y el profesor Sternglass, que estudió la mortalidad infantil en las proximidades de los reactores atómicos, con terribles resultados? ¿Y el profesor Walter Bechert, compatriota nuestro, con sus advertencias contra las posibles consecuencias de la energía atómica? ¿Se atreve a declarar que también ellos dicen bobadas?

El Dr. Genzmez carraspeó.

—Tal vez no de un modo premeditado. Pero el resultado es...

Los miembros de la Iniciativa ciudadana instalados en las primeras mesas comenzaron a patear y a silbar en señal de protesta.

—Porque no prestan atención a las auténticas e indiscutibles cifras — dijo el Dr. Genzmer —. ¿Saben cuánta radiactividad natural recibimos cada año, radiactividad procedente del cosmos y del espacio terráqueo? En la unidad que suele emplearse para calcular la dosis de radiactividad biológicamente efectiva absorbida por el cuerpo, aquélla equivale a un milésimo de rem. ¿Saben a cuánto asciende la radiactividad aplicada con fines médicos en los aparatos de rayos Roentgen y bombas de cobalto? Treinta milésimos de rem al año. ¿Y saben cuánta radiactividad vierten al medio exterior todas las grandes centrales nucleares juntas? Un milésimo de rem al año, señoras y caballeros, una cantidad casi despreciable, absolutamente inocua. Una agrupación de reputados hombres de ciencia, la Comisión Internacional para el Control de la Radiactividad, ha llegado a la conclusión de que una radiactividad de origen tecnológico —esto es, adicional a la radiactividad natural— de hasta ciento setenta milésimas de rem al año no tendría el menor efecto perjudicial sobre la población. En otras palabras, las centrales nucleares actualmente en funcionamiento no producen ni una centésima parte de la cantidad tolerable. Y en la práctica, esta mínima cantidad queda tan diluida en el aire y el agua, que puede considerarse prácticamente inexistente.

Berger le interrumpió:

—¿Sabe lo que dijo el primer hombre que se meó en el mar Báltico? «Con tanta agua, qué importan unos cuantos orines.» Y fíjense como está ahora el Báltico.

La explosión
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