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Peter Larsen no tenía la menor intención de obedecer las instrucciones de Born y acercarse a la Central. Debía atender a asuntos más importantes. Tenía que hacer comprender a la periodista con el nombre compuesto que la ciencia en general y la República Federal Alemana en particular necesitaban hombres como Larsen. Hombres llenos de sed de saber, hombres de acción, hombres capaces de dirigir la marcha hacia el progreso. A pesar de lo avanzado de la hora, la invitó a subir a su apartamento, del que estaba muy orgulloso. El apartamento, un dúplex con dos habitaciones superpuestas, estaba a unos tres kilómetros de Grenzheim. Una cama de agua ocupaba casi la totalidad de una habitación. La otra estaba decorada con austeridad, aunque los muebles eran caros: un sofá italiano de cuero blanco, un sillón Charles Eames, una mesa de trabajo con la superficie plateada diseño de Miller y unos estantes haciendo juego, llenos de libros científicos, clasificados por materias. En la pared del dormitorio colgaba un fauno de Picasso, un aguafuerte; en la sala de estar había una litografía de Steinberg. Sobre una mesa de vidrio de la sala de estar tenía un pequeño modelo de la estructura del átomo, una reproducción en miniatura del Atomium construido con motivo de la Exposición Internacional de Bruselas.

Llenó dos vasos de whisky y se dispuso a telefonear a la central Helios. Marcó el número de Zander. Nadie cogió el teléfono. «Debe de haber salido a dar una vuelta por las instalaciones», pensó Larsen. Marcó el número de la caseta de guardia. Rogolski se puso al aparato. Larsen le transmitió las instrucciones de Born. Los hombres del turno de noche debían esperar al radiólogo antes de marcharse a casa por la mañana. Rogolski dijo que dejaría una nota con el recado sobre la mesa de Zander.

—¿Algún accidente? — preguntó la periodista.

—¿Qué le hace pensar eso?

—El radiólogo... suena peligroso.

Larsen rió.

—Mera rutina. Todos los empleados de Helios son sometidos a revisiones periódicas. No deben absorber más de una cantidad determinada de radiaciones al año, algo parecido a lo que sucede con el personal que trabaja con rayos Roentgen. La revisión permite averiguar qué porcentaje de la radiación tolerable han absorbido ya los trabajadores. Los que se ocupan de cargar o descargar los elementos de combustible reciben una cantidad relativamente elevada de radiaciones; bueno, en términos absolutos esa cantidad es casi despreciable, totalmente inocua, pero existen unas normas. En tal caso, ese hombre deberá trabajar durante el resto de ese año sólo en tareas que no puedan hacerle superar el límite máximo de radiaciones fijado.

—¿Y usted debe controlar que se cumpla esta norma?

—Entre otras muchas cosas —dijo Larsen sin mayor entusiasmo —. También tengo que ocuparme de hacer cumplir todas las normas de protección contra las radiaciones, de controlar los sistemas de alarma, de supervisar la operación de carga y transporte de los residuos atómicos y, naturalmente, también de vigilar la Central. Mi sección cuenta con una verdadera policía interna.

—Una gran responsabilidad — dijo la periodista.

Larsen asintió.

—Visto desde fuera, suena terriblemente burocrático y súper organizado, casi inhumano.

—Y que lo diga —se lamentó Larsen—. Puedo asegurarle que esa abundancia de normas y regulaciones no nos facilita precisamente el trabajo. Pero yo lo veo más bien como una cuestión psicológica. Las normas de seguridad sirven para tranquilizar a la gente, sobre todo a esos angustiados derrotistas que usted misma ha podido escuchar esta noche en el coloquio. Mis trabajadores y subordinados tienen una sana intuición sobre cuáles son las normas que vale la pena cumplir y cuáles no. Si siguiéramos todas las instrucciones al pie de la letra jamás legraríamos cumplir nuestro trabajo. Se produciría una situación parecida a la que se da en los aeropuertos cuando los controladores de vuelo deciden cumplir fielmente el reglamento: un caos total. Procuramos atenernos a las líneas generales de actuación y de vez en cuando hacemos la vista gorda. Como es lógico, para silo es preciso tener muy presentes los límites de tolerancia.

—¿Le gusta su trabajo?

Larsen guardó un largo silencio para demostrar que debía meditar la respuesta. El cásete de la periodista seguía grabando con un sordo zumbido. Larsen se había preparado cuidadosamente para preguntas de ese tipo en las horas Transcurridas desde que habían concertado la entrevista.

—Es un cargo organizativo y de administración de gran responsabilidad — dijo —, pero no creo que a la larga pueda resultar satisfactorio para un científico... Desde luego, todos los científicos deberían pasar por una experiencia práctica de este tipo...

—¿Y usted se considera un científico?

—En cuerpo y alma. Los acontecimientos más nuevos, interesantes y decisivos para la física atómica tienen lugar en el frente de la investigación, no en la retaguardia, lo cual no supone ningún juicio de valor.

—¿No se han hecho ya todos los descubrimientos más importantes? — preguntó la periodista.

—Desde luego. Ya han concluido los tiempos heroicos de los pioneros. Góttingen, Cambridge, Copenhague, Roma, Rutherford, Curie, Bohr, Hahn, han pasado ya a la historia. Pero aún existen zonas inexploradas, cuyos límites ignoramos. Sólo falta colonizarlas: para el bien de la humanidad. La fusión nuclear, por ejemplo, constituye un campo amplísimo en el que aún subsisten muchos interrogantes. El hombre que consiga la fusión del hidrógeno ocupará un pedestal junto a los grandes hombres de nuestra ciencia. Le explicaré en qué consiste. Un deuterio es...

Larsen seguía hablando, las casetes se iban llenando y la periodista daba cabezadas. Había dejado a su amiguita en Hamburgo, era una chica preciosa, acababa de cumplir los veinte. En el aeropuerto le había prometido por enésima vez que no la engañaría. La periodista sentía que el cansancio le iba abriendo cráteres y surcos en la piel. No confiaba en la palabra de su amiga.

La explosión
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