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A las nueve y media, Born cogía el desvío hacia la central Helios. Por primera vez, la imagen de la blanca cúpula que se alzaba ante sus ojos en medio de la campiña no le causó alegría ni satisfacción. Recordó las palabras de Anne: es un monstruo. Comprendía sus sentimientos. Personalmente no tenía miedo —nunca llegaría a ese punto—. Pero por primera vez no estaba seguro de controlar esa bomba de energía con la perfección que hasta entonces había imaginado. Había confiado demasiado en los demás. Tenía que aprender de una vez por todas a contar sólo con sus propias fuerzas. Sólo las suyas.

Tal vez fuera inútil que se rompiera más la cabeza. Era muy posible que la West—Elektra le despidiera de todos modos después de lo ocurrido a la pequeña Yvonne. No le importaba. Lo aceptaría como un castigo merecido por su chapucería.

Con qué facilidad se desencadenaban los acontecimientos. Había trabajado durante años, día y noche, había controlado personalmente hasta los más mínimos detalles, había repasado cada operación, siempre con la duda. ¿Será suficiente? ¿Podríamos hacerlo mejor? Y de golpe todo resultaba inútil. Un par de trozos de metal, una niñita con los ojos tristes en un lecho del hospital... y todos esos años que quedaban borrados como si no hubieran existido nunca.

Al bajar del coche, Born vio un grupo de hombres con los trajes amarillos del equipo de control de radiaciones muy ocupados junto al edificio de máquinas. Se les acercó y preguntó:

—¿Alguna novedad?

—De momento, nada. Pero la mayor parte de los escombros están más allá, junto a las torres de refrigeración. ¿Qué espera que encontremos, en realidad? ¿Ha desaparecido algo?

Born se encogió de hombros.

—Podría ser. Es sólo un presentimiento. Sobre todo, atención a las tuberías o trozos de tubería. Y avisadme de inmediato si encontráis algo.

Los hombres se dirigieron al próximo montón de escombros. Llevaban instrumentos de medida unidos por medio de un cable a una caja que arrastraban en un carrito. Las paredes de la caja llevaban unas escalas semicirculares recubiertas de cristal con finas manecillas negras.

Su secretaria, Gerlinde Katz, le esperaba con una larga lista de llamadas que se habían recibido para él a partir de las ocho. Podían esperar. No estaba de humor para pelearse con el jefe de la empresa de limpieza sobre la calidad de las mujeres de faenas turcas, ni de discutir con el mayorista sobre el precio del próximo pedido de lubricante.

Echó un vistazo a su agenda.

—Gerlinde —preguntó—, ¿podría hacerme un favor? ¿Se encargará de la entrevista con el jefe de Prensa, a las nueve y media? Seguro que querrá repasar otra vez toda la ceremonia, y usted se sabe el programa mejor que yo. Dígale que estoy demasiado ocupado. Tiene plenos poderes.

—Con mucho gusto —dijo Gerlinde Katz.

Born sorbió con satisfacción el primer café decente de la mañana, mientras tamborileaba impaciente con el lápiz sobre el teléfono.

Eran casi las nueve cuando llamó Baumann, el jefe del servicio de guardia.

—Siento molestarle, Dr. Born. Pero a las nueve vendrá el jefe del destacamento de Policía para planificar el servicio y aún no ha llegado el señor Larsen.

—No vendrá hasta las diez —dijo Born—. Ha tenido que encargarse de otro asunto. Zander puede sustituirle.

Baumann se preguntó si debería decirle a Born que no le habían visto el pelo a Zander en toda la noche. Pero luego pensó que ello podría crearle problemas y no deseaba perjudicar a Zander. Era un buen tipo.

—El señor Zander estuvo de guardia esta noche — dijo Baumann.

—Claro, se me había olvidado, cambió su turno con Larsen. Bueno, ya iré yo. Espero que no lleve mucho tiempo. Estoy esperando una llamada y en seguida bajo.

Larsen le llamó a las nueve y cinco. Sí, habían encontrado radiactividad en la casa. Sí, pronto terminarían. Sí, tendrían que llevarse un armario y una cama de niño, porque estaban demasiado contaminados. Sí, a las diez en punto estaría en la Central. Naturalmente, sellarían la casa.

Después de esa conversación, Born casi no prestó atención a lo que se decía en la sala de juntas. Se trataba de decidir cómo se distribuiría el cuerpo de guardia de la Central junto con la policía —cincuenta hombres— y la policía de fronteras — cien hombres, dos vehículos blindados — para impedir cualquier intento de perturbar la inauguración. Baumann dominaba su trabajo. Y con la ayuda de un experto de la policía y un comandante de la policía de fronteras no podía haber problemas.

La explosión
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