18

Berger detuvo el autobús rojo detrás del último coche de la cola que había bloqueado los cruces y calles. Todos los vehículos estaban vacíos. Sus ocupantes intentaban abrirse paso a pie hasta el centro de control situado al otro lado del puente.

Los niños bajaron y se apiñaron en torno a Anne.

—Condúzcanos al centro de control —dijo Berger—. Muéstreles su pase. Si no lo hace, iré a la policía y le denunciaré por el asesinato de dos niños. Y no me lo pensaré dos veces.

El alcalde Rapp asintió sin rechistar.

El grupo emprendió la marcha: Berger y Rapp en cabeza, Anne cerrando la comitiva con una niñita de cuatro años exhausta en brazos. Michaela caminaba a su lado, tan próxima como podía.

La plaza Kilian estaba convertida en un hospital de campaña. Había centenares de personas sentadas o tendidas sobre los bordillos, el asfalto y la tierra, rodeadas de maletas, ropas y cochecitos de niño; las que podían se agolpaban en los bancos, a la sombra de los tilos.

La tos y el respirar entrecortado de la gente sofocaba cualquier otro ruido: voces de niños, sollozos de las madres, gritos llamando a algún pariente perdido. Un vapor acre mezclado con un olor a quemado impregnaba el ambiente: del techo de «El águila negra» salían penachos de humo. Alguien debía haberse olvidado de apagar un hornillo de gas o una plancha eléctrica con la precipitación de la huida. Nadie parecía prestar atención al incendio.

Anne no localizó ningún rostro conocido. Esa gente debía haber llegado hacía pocos minutos de las zonas próximas a la Central. Estaban enfermos. Instintivamente, Berger hizo describir un ancho círculo a los niños, procurando evitar ese centro de dolor.

Anne sintió deseos de ayudar; de acercarse al chico que se revolcaba en el suelo y escupía sangre; de consolar a la mujer que estrechaba la cabeza pálida de su marido contra su pecho, con mucho cuidado para no hacerle daño con el cortante broche de brillantes que llevaba prendido en la blusa, no para engalanarse, sino porque justamente había sido adquirido y guardado para casos de necesidad como ése, al igual que la cadena que le colgaba del cuello, los anillos que decoraban sus dedos.

Anne sabía que nada podía hacer. Esa gente había tardado demasiado en huir, los rayos mortíferos les habían dado alcance y ahora les corroían las entrañas.

Inconscientemente iban propagando el veneno. La madre que entre retortijones, que le hacían brotar lágrimas de los ojos, acariciaba a su hijo desconcertado, intentando consolarle, iba dejando la sustancia mortífera sobre su piel. La muchacha que se arrojaba desesperada sobre el amigo cuyas piernas demasiado débiles ya no podían tenerle en pie, estaba acariciando un cuerpo que irradiaba pestilencia.

Detrás de la plaza Kilian encontraron las primeras personas de la cola, las últimas de la marea humana que iba avanzando centímetro a centímetro hasta el puente. A Anne le fue imposible distinguir el puente bajo la masa de cabezas y cuerpos. Sabía que estaba situado justo donde en esos momentos despegaba un helicóptero.

Berger y Rapp lograron hacer avanzar a su grupo unos cincuenta metros, a base de apretones, empujones y codazos. Rapp no paraba de gritar:

—Soy el alcalde. Debo acudir al centro de control para colaborar en las operaciones. Abran paso.

Al principio la gente se fue apartando sin ofrecer resistencia. La larga espera bajo el sol de plomo les había tornado apáticos. Pero cuando advirtieron que el que quería abrirse paso era un hombrecillo vestido de civil, bajito y muerto de miedo, comenzaron a surgir las primeras protestas.

Un joven fornido, un afro rubio, se plantó frente a Rapp y extendió el brazo para cortarle el paso.

—Esperarás como todo el mundo. Vamos, ponte a la cola como los demás — dijo en el sonoro dialecto de Hesse.

Rapp hurgó con manos temblorosas en la chaqueta arrugada hasta que logró encontrar la cartera y pudo extraer su pase. El tipo robusto le arrancó la cartera de la mano, volvio a guardar el pase sin siquiera mirarlo y le introdujo nuevamente la cartera en el bolsillo de la chaqueta. Luego cogió a Rapp por los hombros y le obligó a dar media vuelta.

Rapp gritó:

—Soy el alcalde. Le denunciaré.

Entonces localizó a un policía con un radioteléfono en medio de la multitud. Se deslizó entre los cuerpos de la gente y una vez a su lado empezó a decir con voz entrecortada:

—Sáquenos de aquí, llévenos al centro de control. Tenemos que poner a salvo a cuarenta niños. Están heridos y...

Volvió a exhibir su pase. El policía lo examinó, luego observó de arriba abajo a Berger, Anne y los niños. Le devolvió el pase a Rapp.

—Lo siento. No puedo hacer nada por usted. Ni aunque quisiera, nadie puede pasar. Es preciso tener paciencia. Ya le llegará su turno.

La voz de Rapp se transformó en graznido.

—¡Ya me llegará el turno! Las radiaciones avanzan hacia Grenzheim y todos quedaremos convertidos en fiambres atómicos si no logramos salir de aquí en menos de cinco minutos.

Se hizo un silencio absoluto.

El policía le hizo callar:

—¿Se ha vuelto loco?

El joven fornido le obligó a volverse de un tirón.

—¿Está chiflado? ¿Quién se lo ha dicho?

—Soy el alcalde — contestó Rapp.

El hombre se volvió hacia el policía:

—¿Es cierto eso que dice? ¿Que los rayos vienen hacia aquí?

El policía no respondió. Luego murmuró a toda prisa unas palabras incomprensibles en su aparato de radio.

—¿Lo habéis oído, amigos? —gritó el hombre—. Esos cerdos del puente no nos dejan pasar, a pesar de que saben perfectamente que los rayos atómicos vienen hacia aquí.

La multitud comenzaba a agitarse intranquila. Se oyeron algunos gritos aislados:

—Basta ya... empujad... tomad el puente por asalto...

El policía intentó decir algo, pero dos hombres le derribaron a puñetazos. Un helicóptero anunció sobre las cabezas del gentío:

—Peligro grave de hundimiento del puente. Los pioneros interrumpirán la evacuación hasta que se hayan reforzado las columnas. Mantengan la calma, por favor...

La muchedumbre comenzó a empujar hacia delante.

—Salgamos de aquí —gritó Berger—. De lo contrario, moriremos aplastados.

Anne se fue abriendo paso de costado, mientras intentaba proteger a los niños con su cuerpo. Dos, tres niños fueron arrastrados y devorados por la marea humana. Anne podía oír los jadeos del alcalde Rapp a su espalda. De pronto topó con una verja. Ayudó a los niños a saltarla. Berger la izó desde el otro lado.

Rapp fue el último en saltar la reja, junto a la cual seguía avanzando la muchedumbre.

—Tenemos que volver al autobús — dijo Rapp arrastrando las palabras —. Conozco otro camino.

Anne intentó calmar a los niños. Sus ojos decían claramente que no podrían resistir mucho más. Sin embargo, Anne también advirtió con un suspiro de alivio que ninguno presentaba los síntomas de la enfermedad radiactiva. Por lo menos, de momento.

Atravesaron jardines, saltaron rejas y cruzaron patios hasta llegar a la plaza donde habían dejado el autobús.

El interior del vehículo ardía como un horno. Anne cuidó de que los niños que parecían más exhaustos se tendieran en el suelo. Berger había desaparecido. Poco después apareció en la puerta con los brazos llenos de botellas de agua.

—De la tienda —anunció—. No está cerrada.

Anne hizo beber a los niños y les refrescó las caritas empapadas de sudor.

Berger preguntó:

—¿Por qué no seguimos hacia el oeste hasta coger la B—9? — Rapp, que ignoraba la operación—tanque de Andree, meneó la cabeza—. Está embotellada. Iremos hacia el este, por el viejo camino de la cantera. Cruza la carretera nacional y luego desemboca en un puente sobre el Alzach. Desde allí no tardaremos mucho en llegar a la autopista.

Berger puso el motor en marcha.

—Pero ese puente también estará cerrado.

—Siempre está cerrado —dijo Rapp—. Está en ruinas.

Nadie recuerda el camino de acceso—. Sonrió satisfecho—. Excepto yo, como es lógico. Tengo un terreno allí cerca.

Sólo tuvieron problemas para cruzar la B—44. Fue necesario que Berger y Rapp apartaran algunos coches. El camino que conducía al puente era una huella apenas visible entre los pinos, pero los neumáticos del autobús consiguieron aferrarse al suelo surcado de vez en cuando por las raíces de los árboles.

Frente al puente, una construcción medieval de piedras cubiertas de musgo, había unos cuantos vehículos abandonados, tractores, trilladoras, camiones destartalados.

Un grupo de soldados ocupaba el puente.

Berger y Rapp descendieron del autobús y caminaron hacia ellos.

—Ni un paso más —gritó un suboficial—. No se puede pasar por aquí. La estación de descontaminación más próxima está en Grenzheim, a dos kilómetros...

—Ya lo sabemos — dijo Rapp. Sacó su pase. Lo había guardado al alcance de la mano en un bolsillo lateral de la chaqueta—. Soy el alcalde de Grenzheim. Tengo una misión especial. Debo sacar a estos niños —señaló el autobús con la cabeza — de la zona contaminada.

Le arrojó el pase al suboficial. El pase cayó al suelo. El suboficial no lo tocó.

—Cuidado con esas bromas —dijo—. No tengo ningún interés en atrapar la radiactividad. Diríjase al centro de descontaminación de Gre...

La oreja mutilada de Rapp se puso encarnada.

—Maldito cabeza cuadrada —bramó—, ¿no me ha entendido? Tengo una misión especial. El presidente del Consejo en persona me...

—No le conozco — dijo el suboficial —. Si tiene algo que decir, diríjase al comandante.

—¿Dónde está el comandante?

—En Grenzheim.

Rapp avanzó un par de pasos hacia el puente. El suboficial levantó la ametralladora. Rapp susurró:

—No me costaría nada interceder en su favor ante el presidente del Consejo.

—Cuanto más se entretenga aquí, menos probabilidades tendrá de llegar a Grenzheim antes de que aparezca la nube radiactiva. Dentro de dos minutos volaremos este puente.

Anne se plantó junto a Rapp, con Michaela cogida de la mano y le preguntó al suboficial:

—¿Qué clase de hombre es usted?

—Cumplo órdenes.

—Ya conozco esa frase — dijo Anne —. Sólo cumple con su deber, ¿verdad? ¿Por qué no les dice a sus soldados que nos fusilen ahora mismo? Tal vez aún tengan tiempo de cavar una fosa. Y no se olviden de arrancarnos los dientes de oro antes de enterrarnos.

El suboficial sonrió incómodo.

—No tiene porqué alterarse tanto. Nadie morirá si se dan prisa. Regresen por donde han venido.

El alcalde Rapp comenzó a desabrocharse el cinturón. Cuando volvió a enseñar la mano, ésta sostenía una pistola. Rapp atrajo a Michaela hacia sí y le apoyó la pistola en la sien. Anne cogió el brazo de Michaela. Rapp le dio un puntapié en la rodilla que la hizo caer al suelo con un gemido.

—Muy bien — dijo Rapp. Comenzó a retroceder lentamente hacia el autobús—. Despeje el puente. Rápido. Ordene a sus hombres que se retiren. Haga dar media vuelta al tanque.

El suboficial hizo una seña a sus hombres.

—Tengo siete balas —dijo Rapp, con un pie en el autobús — Eso representa siete niños. Y no crea que hablo en broma. Prefiero pasarme la vida en la cárcel, que reventar por culpa de la radiactividad.

Berger ayudó a Anne a incorporarse.

—Venid conmigo — dijo Rapp —. Rápido.

Anne fue cojeando hasta el autobús, apoyándose en el brazo de Berger.

Rapp se sentó en el asiento del acompañante del conductor sin soltar a Michaela.

—Todos los niños atrás. —Anne vaciló un instante—. Usted también. A su hija no le pasará nada, si no hace tonterías.

Anne le sonrió a Michaela. La niña se secó las lágrimas, sin devolverle la sonrisa.

Berger condujo el autobús hasta el puente, Rapp se había encogido en el asiento para que no le pudieran ver desde fuera. Era un puente arqueado. El autobús subió, volvió a bajar, pisó la otra orilla. Rapp le dio un codazo a Berger.

—Dígales que mataré a los niños si intentan seguirnos.

Berger bajó la ventanilla y así se lo dijo a los soldados.

—Ya os atraparemos —replicó el suboficial.

—No ha sido idea mía — dijo Berger; notó que el suboficial no le creía.

Tres kilómetros más adelante llegaron a una carretera secundaria. Rapp soltó a Michaela. La niña corrió hacia Anne y rompió a llorar en su hombro.

—No se admiten expresiones de gratitud; se agradecerá un donativo a la obra de protección de la madre — dijo Rapp—. Y ahora, rumbo a Griesheim.

Anne se lo quedó mirando.

Rapp hizo una mueca.

—¿No irá a creer que de verdad hubiera sido capaz de matar a su hija?

—Pues sí — dijo Anne —. Sí, le creo capaz de hacerlo.

La explosión
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml