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Alexander Fuchs esperaba la llegada de los pesados camiones de la central de control de radiaciones de Karlsruhe. En caso de accidente, así decían todos los planes de actuación, la central de Karlsruhe acudiría de inmediato en ayuda del personal de la central Helios. Los camiones no llegaron. Fuchs esperaba ver aparecer los coches de bomberos que en caso de accidente debían enviar rápidamente a Helios todas las ciudades y pueblos de la zona. Así lo estipulaban todos los planes de actuación. Los coches de bomberos no llegaron. La Central estaba abandonada. La chatarra de los automóviles destrozados humeaba en el aparcamiento. De la chimenea de ventilación brotaba una columna de humo negro.
Fuchs no oía las palabras de Sibylle.
—Sí, como una verdadera tonta — decía ella —. Todo resultaba tan romántico: mujer experimentada conoce a apuesto joven. El joven se deja seducir, la mujer experimentada se entrega a él. Y yo que me lo había creído. Nunca noté que eras un frío maquinador. Creí que te acostabas conmigo porque mi cuerpo aún no estaba tan mal. Pero ahora veo que te hubieses lanzado a la cama aunque yo fuera una vaca gorda o una tullida en una silla de ruedas. Sólo te interesaba porque era la mujer del director. Podía serte útil. Podía proporcionarte los planos. Podía confiarte los nombres. Supongo que ahora estarás satisfecho. Has conseguido lo que buscabas. Ya no me necesitas. Vamos, ya puedes darme la patada.
Las sirenas comenzaban a ulular desde todas direcciones, con un gemido atormentado y dolorido, sin ninguna coordinación, que más parecía un presagio del desastre que una señal de lucha. Las sonoras campanas de las iglesias interrumpían de vez en cuando el lamento.
Fuchs comprendió entonces que su acción había fracasado. Había cometido algún error. Había sobrevalorado la capacidad de resistencia de la técnica y los tecnócratas. Y los había destruido. No derramaría ni una lágrima por ellos. Pero, ¿y los inocentes cuyas vidas estaban en peligro, las mismas gentes que había querido salvar con la señal de advertencia del accidente de Helios? Había matado a dos tecnócratas con sus propias manos, porque así lo exigía el interés supremo de la humanidad. Fuchs sólo los veía como un ladrón ve las cerraduras de las puertas: como unos obstáculos molestos.
Pero cuando las sirenas y las campanas comenzaron a tocar una melodía que le ponía la piel de gallina y le hacía rechinar los dientes, una melodía que anunciaba el peligro, el miedo y una muerte dolorosa, por fin comprendió: era un asesino. Alexander Fuchs, el soldado desconocido del Ejército de la Humanidad, era un carnicero. «No — pensó Fuchs — No es cierto. No ha sido así. Lo he hecho sólo por vosotros. Por vuestro bien. Tenéis que creerme.»
—Tal vez me equivoque —siguió diciendo Sibylle—. No se puede ser tan buen actor. ¿O habrá sido como un —matrimonio de conveniencia: con el tiempo nace el amor?
«Pero, qué dirán de mí —pensaba Fuchs—. Dirán: un loco que buscaba publicidad y no se paró en medios para conseguir su fin. Los periódicos escribirán series de artículos sobre mí: el asesino de Helios. Me pondrán en la misma categoría que los insensatos que desean pasar a la historia con sus actos de destrucción. Todos podrán ver lo que he hecho y ello les impedirá intuir cuáles eran mis intenciones.»
Recordó el bondadoso rostro arrugado de Russell. «He deshonrado tu memoria. Ahora me repudiarás.»
Ese calor. Y esa criatura ahí a su lado, que no cesaba de repetir su nombre. Su cabeza. ¿Comenzaría a sentir ya los efectos de la radiactividad? ¿Se habría roto ya el cascarón de ese blanco huevo diabólico? Fuchs arrojó los prismáticos en dirección a la cúpula de Helios. Los prismáticos golpearon unas rocas, diez metros más abajo, y saltaron en mil pedazos. Fuchs cayó de rodillas y rompió a llorar.
Sibylle le hizo apoyar la cabeza en su pecho. Comenzó a acariciarle la espesa cabellera con ambas manos mientras le susurraba:
—No es nada, Sascha. Estoy aquí, contigo.
Fuchs balbuceaba palabras ininteligibles. Tenía el rostro muy pálido. Sus ojos miraban al vacío. Le temblaban las manos.
Sibylle se estremeció. Eso no era un cálido día de verano entre los verdes viñedos de las colinas. Era una helada noche de luna en el Ártico azul. Sentía como se le escapaba la vida del cuerpo paralizado. ¿Era posible amar a una persona, sin advertir que el ser amado en realidad no existía? ¿Era posible estar acostándose durante meses con una persona sin reconocer su locura?
Ahora, que había abierto los ojos, le venían a la memoria palabras y escenas que hubieran debido hacerle comprender la verdad. Alexander, deambulando horas y horas por las calles sin rumbo fijo; Alexander, profeta del fin del mundo; Alexander y sus comentarios sobre secretos que no podía revelar a nadie... señales claras que su ceguera le había impedido interpretar.
Jamás había abrigado la menor duda. ¿Por qué iba a tenerla? Ahí estaba el otro Alexander: Alexander con los ojos relucientes al verla; Alexander y su boca acariciante; Alexander, con el delgado cuerpo tendido hacia ella.
Y a pesar de sentirle muy lejos de sí, aún pudo descubrir rastros de ese Alexander, mientras le abrazaba y le secaba las lágrimas de las mejillas.
Estaba enfermo. Había asesinado y destruido porque estaba enfermo. Y su estado se había agravado al comprender el alcance de su acción. Era como un niño desamparado. No podía dejarle solo.
Sibylle contempló la blanca cúpula de Helios. ¿Estaría Martin ahí dentro? ¿Habría muerto? ¿Habría huido? Todo lo habías previsto, maldito perfeccionista, pensó. Habías preparado un computador para cada eventualidad. Y ha bastado que una mujer insatisfecha conociera a un fanático enloquecido para dar al traste con tu perfeccionismo. Sibylle deseaba que Martin siguiera con vida. Sabía que vivía. Fuera lo que fuera lo ocurrido en la Central, él sabría resolverlo.
Fuchs gimoteó.
—No es nada, todo se arreglará — dijo Sibylle.
Fuchs necesitaba ayuda. Sibylle estuvo pensando si debía entregarlo a la policía. Recordó entonces el frío rostro burocrático del inspector que la había interrogado un par de horas antes La policía trataría a Fuchs como un delincuente, no como un enfermo. Le atormentarían y le hundirían. Tenía que llevarlo a un hospital, a una clínica. Wagner, el Dr. Wagner podría ayudarla.
Se incorporó y le tendió una mano a Fuchs para que se levantara.
—Tenemos que regresar a Darmstadt, Sascha. Estás enfermo. Tienes fiebre. Conozco a un médico que te ayudará. Bajaron la colina a trompicones entre la fragancia de los pinos.
—Me odian — dijo Fuchs —. Pero yo lo he hecho porque les quiero, ¿comprendes?
—Claro.
—Lo había calculado todo al milímetro, en serio.
—Te creo.
—Lo calculé todo. Pasé semanas enteras haciendo los cálculos.
—Vamos ya.
Sibylle tiró de él para llevarle hasta el coche.
—Hubiera podido colocar perfectamente la bomba en la barrera de protección biológica. El explosivo era suficiente para... puedes leerlo en el manual... Pero la puse a más de dos metros...
Sibylle abrió la portezuela derecha y le hizo sentarse en el coche. Se quedó mirando el maletín, ahí en el suelo, y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Ella y Fuchs ya no necesitarían ese dinero.
Fuchs abrió la puerta cuando advirtió que ella estaba poniendo en marcha el motor.
—Quiero morir.
—¿Tan poco me amas?
—Me desprecian. Me odian. No saben que sólo pensaba en ellos... —Se la quedó mirando—. Y tú también me desprecias —gritó—. «Estás enfermo, Sascha, necesitas un médico, Sascha, vamos, Sascha...», ¿crees que estoy loco, verdad? Largo ya, déjame en paz, no entiendes nada, quieres dártelas de mujer razonable, pero tú también estás chiflada.
Intentó bajar del coche.
—Sólo hay una forma de hacerles comprender tus razones — dijo Sibylle—. Tú mismo tienes que explicárselas. Y sólo podrás hacerlo si vienes conmigo. La policía te está buscando. Si te quedas aquí, te cogerán.
—Bueno, ¿y qué? ¿No es eso lo que quieres? Así conseguirás deshacerte de mí. Y yo también lo deseo. Así podré hablar. Les convenceré de que..
—Sé razonable. La policía sólo quiere una declaración. No les interesan las explicaciones. Tergiversarán todo lo que digas.
Fuchs se dejó caer en el asiento. Se inclinó hacia Sibylle y la besó.
—Perdóname. Tienes razón. Necesito tiempo. Necesito reflexionar con calma. Oh, sí, encontraré las palabras adecuadas para despertarles... Mi testamento... Después podrán hacer lo que quieran conmigo.
Un helicóptero sobrevoló el coche a muy poca altura, ya en la carretera de Worms. Sibylle sólo logró captar la palabra «evacuación» brotando del altavoz. Miró a Fuchs de reojo. Estaba sonriendo. Sibylle sintió miedo.