Prólogo
1931: Weston-super-Mare, Inglaterra
EL ESCULTOR ALISÓ LAS ZARPAS del león después de mojar la esponja en un cubo de agua y sacó un cuchillo de la funda de cuero que llevaba en la cintura. Miró a la multitud expectante antes de inclinar la cabeza para perfilar con mimo las garras del animal.
La niña, que estaba en cuclillas a unos palmos, intentó acariciar la melena del león con la punta de los dedos.
—¡No! —La apartó el escultor, con un grito—. Todavía no.
Y ella agachó la cabeza, pero al momento miró por encima del hombro, sonrió tímidamente a la mujer que observaba la escena y siguió contemplando al animal.
Una ráfaga de viento levantó la arena, y miles de partículas se arremolinaron y bailaron por el aire. El artista reaccionó al instante, humedeciendo la superficie de la fiera para protegerla.
La mujer se estremeció. Tenía el pelo rubio cobrizo, muy corto y ondulado a la permanente, y llevaba un vestido azul claro, estampado con flores de aciano de un azul más oscuro en el dobladillo, y una rebeca de algodón fina y blanca para protegerse del fresco que se había echado encima inesperadamente.
Satisfecho con el resultado de su trabajo, el escultor saludó a la gente con una reverencia y empezó a pasar la gorra. La mujer oyó el tintineo de las monedas y buscó en su bolso.
Los cascos de un caballo repicaron en los adoquines, detrás de la explanada, pero no fue esto lo que llamó la atención de la mujer. No dejaba de mirar a la niña, que jugaba con la arena, cogiendo puñados que lanzaban destellos de oro y plata a la luz del sol tenue.
Cuando la multitud se dispersó, en lugar de sus murmullos o de los graznidos de las gaviotas y el rumor de las olas, los golpes de un martillo contra una superficie de metal lo inundaron todo. La mujer se volvió a mirar lo que antiguamente había sido el magnífico paseo marítimo, con su elegante baranda de hierro forjado deformada por el fuego. Le llegó un olor a berberechos en vinagre.
—¿Tienes hambre? —le preguntó a la niña.
La niña negó con la cabeza. Un leve rubor en sus mejillas reflejó su duda y su inseguridad.
—¿Te apetece un regaliz?
La mujer se arrodilló muy cerca de la niña. Lo suficiente para sentir el dulce olor de su pelo. Aspiró despacio y soltó luego el aire con apenas un leve temblor de los labios. Se levantó, se sacudió la arena del dobladillo de flores de su vestido y cogió de la mano a la pequeña.
—¡Vamos a echar una carrera!
Se miraron y echaron a correr por la playa, salpicando arena y conchas, tropezando y resbalando hasta que llegaron adonde esperaba una monja.
En el fondo, la monja no era insensible, y tocó a la mujer en el hombro con una mirada compasiva. Fue un roce fugaz, lo justo para garantizar una comunicación serena, con la emoción contenida y sin lágrimas. La niña volvió la cabeza, miró a las dos mujeres con sus ojos de color avellana y a continuación centró la vista más adelante, hacia la hilera de banderas rojas y azules que jalonaba la bahía.
El día había empezado para la mujer lleno de ilusión y de euforia. Ahora que estaba a punto de concluir, no podía dejar de mirar a la niña angulosa y flaca. Le acarició el pelo castaño rojizo y grabó aquel momento en su memoria.
Para la pequeña, sin embargo, sería muy distinto. Cuando sus recuerdos se fundían en el pasado, la duda se apoderaba de ella: no sabía si aquel día el león y la mujer existían únicamente en su imaginación. Intentaba atrapar los detalles de un tiempo que ya no podía recobrar. Del que no quedaba nada más que un eco: un vestido, una sonrisa. Y la mujer seguiría dominando su tristeza.
—Vamos —dijo la monja, dando la mano a la niña—. Tenemos que coger ese tranvía para llegar a tiempo a la estación.
La mujer del vestido azul se alejó y volvió la vista al león de arena dorada, consciente de que la marea, que ya empezaba a subir, no tardaría en llevárselo.