54

ESPERABA CON IMPACIENCIA el momento en que Veronica había quedado en venir a recogerme para volver a Kingsland Hall, a mitad del trimestre. Era una mañana fría y la neblina blanca todavía cubría los campos. Veronica aparcó en un costado del colegio, donde el viento y la lluvia habían agrietado la fachada.

No me di cuenta de que algo pasaba hasta que subí al coche. Le pregunté qué ocurría, pero apenas me miró y, cuando le pregunté si iríamos directamente a Kingsland Hall me miró con una sonrisa triste.

—No. Lo siento. Vamos a casa.

—¿Qué ha pasado?

—Tu padre lo sabe.

Arrugué la frente.

—Sabe que lo hemos engañado, que te llevé a Kingsland Hall sin decírselo. Está muy enfadado. Dice que no he sido leal.

—¿Cómo puede decir eso después de lo que ha hecho él?

Veronica movió la cabeza. Parecía que iba a romper a llorar.

—¿Cómo se ha enterado?

—Anoche me oyó hablar por teléfono con tu abuela, de los billetes.

Lo dijo sin alterarse, pero yo supe de inmediato lo que eso significaba. Sonrió, a pesar de su estado de ánimo. Fue un momento mágico. No podía creerlo. Me abracé y sentí un cosquilleo de emoción. ¡Billetes para ir a Malasia!

—Creo que ya sabes que después de leer la entrevista de tu madre, tu abuela consiguió la dirección de su amiga Cicely. Por lo visto se la facilitó el periodista que escribió el artículo.

—Me acuerdo de Cicely —dije. Yo no había recibido respuesta del editor, pero estaba contentísima de que mi abuela hubiese tenido más éxito.

—Tu abuela envió un telegrama a Cicely, pero como no ha tenido respuesta, va a enviar una carta por avión para anunciar que iréis las dos a Malasia.

Se me ocurrió una idea aterradora.

—¿Y si papá no me deja ir?

—En ese caso, tu abuela irá sola. De todos modos, tenemos que ir directamente a casa. Tu padre está de muy mal humor y quiero ver si consigo convencerlo. Tenemos que renovar tu pasaporte y para eso necesito su ayuda. No quiero que tenga demasiado tiempo para rumiar por su cuenta.

El ambiente en casa era muy tenso. Fleur se había ido a pasar el día con una compañera de clase y se quedaría a dormir en su casa. Yo estaba en mi habitación, con la puerta entornada. Oía la voz de mi padre abajo y, aunque no llegaba a entender lo que decía, supe, por el tono, que no estaba dispuesto a facilitar las cosas.

Veronica subió por fin, con los ojos hinchados y más pálida que de costumbre.

—Vamos a dar una vuelta. Lo he convencido para ir a Costwolds y comer en Chipping Campden. ¿Tú estás bien?

Contesté con una sonrisa.

Mientras tuviese a mi abuela, ¿qué podía hacer mi padre? Mi abuela. Repetí la palabra varias veces y tuve que pellizcarme. Sin embargo, no sabía si ella sería capaz de resistir el clima de Malasia, y eso me preocupaba. Y aún estaba por resolver el asunto del pasaporte.

La tarde pasó despacio. Me sentía tranquila y esperanzada, soñando con el calor de Malasia, cuando oí un ruido fuera de casa. Fruncí el ceño. ¿Había vuelto Fleur antes de lo previsto? Bajé a mirar por la ventana de la cocina. El sol estaba bajo y brillaba al fondo del jardín por detrás del haya sin hojas. Faltaba poco para que oscureciera y vi que allí había alguien. Abrí la puerta de la cocina.

—Algún día escribirás de todas estas cosas —dijo Billy, dándome un beso en la mejilla.

Yo no estaba tan segura. Había escrito muy poco desde que abandoné a Claris a su destino.

—¿De qué cosas?

—De tu pelo al viento, Em. Tengo la moto de mi padre. ¿Adónde quieres ir?

Camino de Kingsland Hall, me fijé en el río, negro y frío, y me acordé de cuando Billy y yo metíamos las piernas en el agua. Cuando subíamos por la larga avenida de la finca, la luna creciente asomó por detrás de la casa. Respiré despacio. Luna nueva. Vida nueva.

El empleado de mi abuela nos abrió la puerta.

—Tu abuela no está en casa —dijo, con gesto preocupado.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿Dónde está?

—Está en el hospital. Lo siento mucho.

—¿Puedes llevarme, Billy? Por favor.

—Me temo que está muy grave —dijo el empleado, levantando una mano—. Con tantas emociones, ya sabía yo que ocurriría algo así. Acabo de hablar con la enfermera. No permitirán visitas hasta mañana por la mañana.

—¿Billy?

—Vamos, Em. Iremos mañana, como él dice.

Me acerqué al mostrador con las piernas temblando como flanes. El recepcionista nos mandó a la última planta del ala principal. Era muy temprano, pero el hospital estaba en plena actividad, y un fuerte olor a éter nos seguía a todas partes. Pasaban celadores empujando las camillas, y tuvimos que sortear a un grupo de médicos con batas blancas que hablaban en voz baja. Empujé una puerta y entramos en una sala muy ruidosa. Todo el mundo iba corriendo de un lado a otro, un teléfono no paraba de sonar y varias voces frágiles pedían ayuda. Un cartel en la puerta indicaba: Vigilancia Intensiva. Estaban sirviendo el desayuno, así que di media vuelta y al hacerlo tropecé con una enfermera regordeta.

—No es horario de visitas —dijo, con mala cara—. En eso somos muy estrictos.

—Por favor, he venido a ver a mi abuela. Cooper-Montbéliard.

Se quedó un momento pensando y después nos llevó por un pasillo. Se detuvo en la puerta de una habitación, donde parpadeaba una luz roja, y me miró.

—Es la única habitación individual de la planta. Podéis entrar, pero que no se altere. Está muy enferma.

Respiré hondo.

—¿Me esperas aquí, Billy?

Asintió y empujé la puerta. Las cortinas estaban cerradas y había poca luz. En una mesita de metal vi una botella de refresco con un envoltorio de celofán naranja, un bote de cereales solubles y una caja de bombones sin abrir. Al principio no vi a mi abuela, confundida entre las almohadas con la cara blanca y el pelo blanco. Me pareció que la habitación estaba vacía. Sin embargo, un silbido suave me indicó que no estaba sola. Atenta a su respiración, me acerqué a la cama y me senté en una silla dura, de respaldo recto.

Mi abuela tenía puesto un gotero. Me recosté en la silla y cerré los ojos. Nunca hasta entonces había deseado nada con tanta fuerza. Le rogué a Dios que mi abuela se curase y que viviera para que mi madre pudiera conocerla. Comprendí que el viaje a Malasia estaba fuera de lugar, a la vista de la situación, pero me daba lo mismo. Solo quería que ella viviese. Sería demasiado injusto perderla tan poco después de haberla encontrado. Me sequé las lágrimas, pero no podía parar de llorar.

Al cabo de un rato, mi abuela se despertó. Tenía una expresión extraña y no dio muestras de reconocerme, sino que volvió a cerrar los ojos. Poco después entró una enfermera con gesto preocupado, me saludó con la cabeza y se retiró. Me quedé tantas horas en aquella silla dura que al final ya no sentía el trasero. Billy me trajo un chocolate caliente y un bollito y siguió esperándome en la cafetería.

Vino un médico.

—¿Se pondrá bien? —pregunté, con los hombros tensos.

El médico carraspeó.

—Tiene neumonía —explicó, con voz neutra, sin ninguna emoción.

—Es mi abuela. Dígamelo, por favor.

Pareció reflexionar unos momentos.

—No es fácil saberlo. Es asmática y eso presenta una complicación importante. Estamos muy pendientes de ella. Puedes quedarte aquí, aunque sería mejor que bajaras a la cafetería.

—Prefiero quedarme.

El médico abrió las cortinas antes de retirarse.

La luz me hizo parpadear. La ventana daba a un aparcamiento, y me fijé en la gente que iba y venía, con sus penas y sus temores. Acerqué la silla a la cama, cerré los ojos y pensé en todo lo que había ocurrido en los tres últimos años. Cuando me fui de Malasia todavía era una niña, pero ahora, mientras escuchaba la respiración de mi abuela, me di cuenta de que había recorrido un camino muy largo. Estuve así una eternidad, con la mirada puesta en el suelo de linóleo gris, reflexionando.

Me sobresaltó la voz de mi abuela.

—¿Emma?

Me quedé sin aire al ver sus ojos, llenos de vida y plenamente conscientes.

—Te pondrás bien —dije.

Me sonrió y me habló con voz jadeante.

—Escucha, hija. He cambiado mi testamento. Lo tiene mi abogado y mi asistente sabe lo que hay que hacer. Si algo me ocurriera, todo es para ti y para Fleur, cuando seáis mayores de edad.

—Pero no va a…

Mi abuela levantó una mano temblorosa.

—Hasta entonces he dispuesto un fondo para que podáis recurrir a él en caso de necesidad. Las dos podréis vivir en mi casa, en cuanto alcancéis la mayoría de edad, si así lo queréis. Tengo muchas ganas de conocer a mi otra nieta.

—¿Y a mi madre?

—Sí. Si es que me perdona. Pensaba ir a tu colegio cuando me ocurrió esto. Quería darte una sorpresa con los billetes para Malasia, y mira… —Suspiró y se encogió levemente de hombros.

Le di la mano.

—¿Qué va a pasar con mamá? ¿Volveremos a escribir a su amiga?

—Ya he escrito. El correo es lento, incluso por avión, pero deberíamos tener noticias relativamente pronto. Claro que podría ser que esta Cicely no supiera dónde está Lydia, pero al menos es un comienzo. Por cierto, mi asistente ya ha cancelado los billetes. De todos modos, todavía podemos ir cuando me encuentre mejor.

Me latía con fuerza el corazón, y mi abuela me acarició el pelo cuando apoyé la mejilla en la colcha.

—No te preocupes, cielo. Volverás a verla. Tenéis muchas cosas que contaros.

—Y tú —dije, mirándola.

—Yo también —cerró los ojos—. Solo estoy cansada. Me pondré bien antes de que te des cuenta. Ahora tengo muchas razones para vivir. Muchas más de las que merezco.

Tenía la garganta seca y no podía hablar. Iba a ponerse bien. Y algún día, viviríamos todas juntas en Kingsland Hall.

Me vino a la cabeza una imagen fugaz de los techos altos y las escaleras de madera reluciente. ¿Sería posible? Ni en mis relatos más fantásticos había imaginado nada igual. Estaba tan feliz que tenía ganas de ponerme a dar saltos, pero, al mismo tiempo, una voz me susurraba: ¿Por qué no ha contestado Cicely al telegrama de tu abuela? ¿Y si tu madre ya no te quiere? Moví la cabeza para apartar este pensamiento. No podía respirar, de tanto como necesitaba a mi madre y tanto como deseaba verla. Era inconcebible que no lo consiguiéramos.