55

EN EL PUERTO DE LIVERPOOL, la gente esperaba con inquietud, reunida en pequeños grupos. La palidez del día resultaba deliciosa en comparación con los nubarrones y las tormentas tropicales de Malasia. Algunos hombres, tiznados de grasa de las máquinas, tocados con gorras y vestidos con monos azules, forcejeaban con las maromas y las cadenas. Una capa de hollín cubría el suelo, pero más allá del bullicio y de la suciedad, había en la escena una calma muy inglesa. Lydia casi no se atrevía a pensar en sus hijas y en los tres largos años transcurridos desde que las vio por última vez. Recordaba como un sueño la temporada en que las creyó muertas.

Le había sorprendido no recibir otro telegrama de la señorita Cooper-Montbéliard, pues esperaba que le indicasen adónde dirigirse, y decidió probar suerte de todos modos en casa de los padres de Alec. Apretó con fuerza la mano de Maz, sintió el gusanillo de la emoción y se imaginó el ondulante paisaje de colinas verdes que tenía por delante. Varias personas la miraron cuando levantó la cabeza, abrió los brazos con las palmas de las manos vueltas al cielo y dejó que la humedad se posara en su piel.

El taxi iba despacio. Lydia pidió al taxista que aparcase un poco antes y esperara.

Acarició a Maz en la cabeza.

—Maz, quédate aquí. No tardaré —le dijo.

Desde lejos, la casa de los padres de Alec parecía idéntica. Al acercarse, sin embargo, vio que el jardín estaba descuidado. Algo no iba bien. El padre de Alec no lo toleraría. Vio un cartel de «Se Vende», tirado y abandonado entre los hierbajos, al lado del seto de la entrada, y le dio un vuelco el corazón.

Buscó con la mirada. En la casa de al lado, un vecino rastrillaba el césped. Lydia se acercó y carraspeó. El hombre levantó los ojos.

—Perdone que le moleste. Estoy buscando a Eric Cartwright y a su mujer. ¿No sabrá usted dónde están?

El vecino se incorporó, se frotó la espalda y se puso la mano detrás de la oreja.

—¿Qué dices, querida?

—Busco a Eric Cartwright —repitió, en voz más alta.

—Se han marchado —dijo el hombre, negando con la cabeza—. Lo siento, querida. —Y, cogiendo su rastrillo, echó a andar hacia la puerta de su garaje.

—¿Sabe adónde han ido? —preguntó, cuando el vecino ya se alejaba. Pero este no la oyó, y cerró la puerta.

En el mostrador de la oficina de correos, habló con una empleada de pelo canoso a través de unos barrotes. Lydia vio como miraba la mujer a Maz y apretó con fuerza la mano del niño a la vez que ponía una sonrisa convincente.

—Recibí un telegrama de una tal señorita Cooper-Montbéliard. La dirección era un apartado de correos. Contesté al telegrama y esperaba noticias, pero no he tenido respuesta.

—¿Cuál es su apartado de correos? —preguntó la empleada.

—No, yo no tengo un apartado de correos.

—Pero acaba usted de decir que esperaba noticias.

—Perdone, no me explicado bien. Lo que necesito es la dirección de la persona que me envió un telegrama desde un apartado de correos. —Rebuscó en su bolso y sacó un papel—. Miré, aquí he anotado el número.

La empleada apretó los labios.

—No, no. No facilitamos las direcciones. Para eso están los apartados de correos.

—Pero esto es muy importante.

—Siempre lo es, querida —contestó la empleada con irritación—. Y ahora, si no quiere nada más…

Lydia negó con la cabeza. No había hecho un viaje tan largo para que la despacharan así, sin más.

—Sí quiero algo más. Mire, este es el número. ¿Puede comprobar al menos si me han enviado otro telegrama? Soy Lydia Cartwright.

—Eso sí puedo hacerlo. —La empleada hizo una pausa, miró el número y frunció el ceño.

—¿Está segura de que es ese número?

Lydia asintió.

—¿No tiene el telegrama original?

Lydia rebuscó en el bolso, cada vez más nerviosa. ¿No habría sido capaz de dejarse el telegrama en casa de Adil? Se acordaba de que anotó el número en un papel, guardó el telegrama para no perderlo y fue con el papel a la oficina de telégrafos. El mismo papel que acababa de enseñarle a la empleada.

—Lo siento, querida. Este número no es nuestro. Abarcamos una zona bastante amplia, pero ninguno de nuestros códigos empieza por siete cinco. Buenos días.

Lydia dio media vuelta y trató de no perder la compostura. Se estrujó el cerebro intentando recordar. Tenía que haberlo traído. Recordaba que había preparado una maleta para ella y otra para Maz, pero no conseguía acordarse de cuándo había vuelto a coger el telegrama. No recordaba haberlo guardado en el bolso. ¿Cómo podía haber sido tan descuidada? Con las prisas, seguramente se había equivocado al anotar el número y luego, con tantas emociones, se había dejado el telegrama.

Estaba claro que la señorita Cooper-Montbéliard no había recibido su respuesta.

Salió con Maz a la calle y se le cayó el alma a los pies. Y ahora ¿qué? Las cosas no estaban saliendo en absoluto como había planeado, y el miedo a que al final no consiguiera encontrar a sus hijas le causaba un dolor tan fuerte en el pecho que casi se olvidó de respirar.

—Tengo frío, señora —dijo Maz, castañeteando los dientes.

Lydia lo abrazó, arropándolo con su abrigo de mohair.

—Pobrecito. Me había olvido del frío. Tenemos que comprarte un abrigo mejor.

Después de comprar una buena trenca, se sentaron en un café para entrar en calor. Maz lo miraba todo, lleno de preguntas.

—¿Adónde vamos ahora? —dijo.

—Precisamente en eso estoy pensando.

A través de las ventanas empañadas, Maz miraba a la gente que pasaba por la calle. Todos iban enfundados con bufandas y gorros de lana. No podían ser más distintos de la gente a la que él estaba acostumbrado.

—¿Siempre hace tanto frío?

—En verano no.

—En verano ¿hace calor como en Malasia?

—No, cariño.

Lydia sonrió, pues de pronto había caído en la cuenta de lo que tenía que hacer. La agencia inmobiliaria, por supuesto. Se levantó de un salto y le hizo una señal a Maz.

Con las manos en los bolsillos de su trenca azul marino, Maz se quedó en el taxi, a unos metros de la casa.

—Lo siento, cielo —dijo Lydia—. Espera un minuto.

Habían vuelto a casa de los padres de Alec. El viento doblaba la hierba por todas partes. Lydia sacó del bolso un lápiz y un papel, abrió la cancela y se agachó junto al cartel de «Se Vende», al lado del seto. Copió el nombre, la dirección y un número de teléfono de la inmobiliaria, sin darse cuenta de que un coche se acercaba.

Un hombre dijo en voz alta:

—Hace un tiempo de perros. Más vale que esta vez lo sujete mejor. No me extraña que no hayamos tenido suerte.

Lydia reconoció la voz al instante. Se incorporó, se secó las manos húmedas en el abrigo y dio media vuelta.

Él se quedó mirándola y retrocedió.

—¡Lydia!

Hubo un largo silencio.

Sorprendió a Lydia que, entre todos los sentimientos posibles, sintiera lástima. Alec parecía agotado, como si la vida le hubiera vapuleado y vaciado por dentro. Llevaba un abrigo azul oscuro y estaba muy envejecido, con el pelo corto y ralo y unas ojeras azules muy marcadas. Una niña miraba por la ventanilla del coche. A Lydia le dio un vuelco el corazón y abrió unos ojos enormes cuando la niña bajó del Morris Oxford y se quedó pegada a la puerta.

Aquella no era su niñita rubia, con el pelo peinado a raya y un lazo a un lado. Esta Fleur tenía el pelo castaño claro, recogido en una larga trenza, y llevaba gafas.

—¿Fleur?

Lydia sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Sin moverse de donde estaba, intentó decir algo, pero no le salían las palabras. El momento se prolongó. Abrió la cancela y echó a andar, incapaz de ver con claridad entre las lágrimas. Se detuvo. La niña seguía sin moverse. Lydia le tendió los brazos.

—Fleur, soy mami. ¿No me reconoces?

Lydia se secó las lágrimas. Al otro lado del coche vio a una mujer alta y rubia, con traje sastre de color gris. La mujer rodeó el coche, susurró algo en el oído de Fleur y después de darle una palmadita en el hombro la empujó hacia Lydia. Fleur avanzó unos pasos, como una muñeca de cuerda. Lydia se movió al mismo tiempo. Se miraron fijamente, Fleur callada y muy pálida. Lydia se arrodilló delante su hija con un nudo en la garganta. No podía hablar, apenas podía respirar.

Sintió el suave olor a champú en el pelo de Fleur y levantó una mano, a punto de acariciarlo.

Fleur se volvió a la mujer rubia, como si le pidiera permiso. La mujer asintió, pero Fleur seguía sin moverse. Confundida, Lydia miró también a la mujer, que asintió de nuevo.

Lydia y su hija seguían a unos pasos la una de la otra, sin tocarse, hasta que Fleur se inclinó levemente hacia su madre. Captando la insinuación, Lydia acarició con cariño el pelo de su hija.

—Qué pelo tan largo. Y tan bonito —dijo.

Y abrazó a la niña. Había imaginado este momento docenas de veces, había abrazado en sueños los fantasmas de sus hijas y había buscado la luz en sus ojos. Pero esta vez era real. Le habían devuelto a su hija, más preciosa que su propia vida.

—Bueno, no podemos quedarnos aquí con tanto frío. Más vale que entres —interrumpió Alec.

Lydia no se movió.

—¿Lydia? —dijo él.

Lydia cogió la mano de Fleur, se incorporó y miró a Alec a los ojos.

—¿Adónde han ido tus padres?

—No han ido a ninguna parte.

—El vecino ha dicho que se habían ido.

—Lo siento mucho. Eric ha muerto. La madre de Alec está en una residencia —explicó la mujer rubia. Se acercó y le tendió la mano a Lydia—. Soy Veronica.

Lydia le estrechó la mano, a pesar de que solo pensaba en sus hijas. Entonces examinó la calle.

—¿Dónde está Emma?

Alec señaló a unos cincuenta metros por detrás. Una chica alta bajaba de una motocicleta. Se quitó un casco, se sacudió el pelo y se puso de puntillas para dar un beso en la mejilla al chico que conducía.

—Siempre aparca ahí abajo, para que no lo veamos —dijo Veronica—. Pero lo sabemos, naturalmente.

La chica dio media vuelta y se quedó completamente inmóvil. Esbelta, con ropa moderna. Pantalones por la mitad de la pierna, a pesar del frío que hacía, botines y el pelo corto. Lydia besó a Fleur en la frente. Veronica puso la mano en el hombro de la niña con gesto tranquilizador, y Lydia corrió hacia Emma. Resbaló en la hierba. Se detuvo. Emma no se había movido. ¿De verdad era su hija aquella chica tan mayor? La misma niña que se vestía de payaso y salía del colegio a todo correr, gritando: «¡Mami!».

Pareció que Emma se tambaleaba.

Lydia se acercó a ella y la sujetó de los hombros.

—¿Mami? —dijo Emma, con la barbilla temblorosa.

Lydia estudió el rostro adulto de Emma y vio cómo se llenaban de lágrimas sus ojos de color turquesa.

—¡Ah, mi niña querida! ¡Tenía tanto miedo de no encontrarte!

—Te dejé una carta, mami. Te decía adónde íbamos.

Lydia tomó aire y volvió la cabeza para mirar a Alec, sin soltar los hombros de Emma. Alec bajó la vista.

—Cuando volví os habíais ido y la casa estaba vacía. No encontré ninguna carta —dijo. Se tragó las lágrimas y vio un dolor muy profundo en los ojos de su hija.

Tenía la sensación de que todo el mundo las observaba. No solo Alec, Fleur y Veronica, sino los ojos del mundo entero.

—Ay, mami —susurró Emma.

Lydia abrazó a su hija y sintió el latido de su corazón en su pecho. Jamás en la vida habría podido imaginar un momento tan maravilloso como aquel. Emma empezó a sollozar y ella le apartó las lágrimas con los dedos.

Se separaron para mirarse atentamente, buscando pequeños cambios: una arruga, un contorno, una zona más o menos carnosa.

Emma dio un paso atrás.

—Tienes más canas. Estás distinta.

—Tú también.

Emma se sonrojó y trató de decir algo en mitad de otro ataque de llanto. Lydia le acarició la espalda mientras el pecho de Emma subía y bajaba con cada respiración. Fleur se acercó y se puso al lado de su hermana. Lydia miró a sus hijas y sintió que iba a estallar de orgullo.

—Sois guapísimas las dos.

Fleur respondió con una sonrisa dulce y Emma se puso colorada.

Alec y Veronica seguían la escena a cierta distancia.

—Es simpática —cuchicheó Fleur al oído de Lydia—. Ha perdonado a papá, a pesar de que él iba a ser «pígamo».

¿Ah, sí?, pensó Lydia. Y echó a andar hacia Alec, sin soltar la mano de sus hijas.

—Será mejor que entremos —insistió él.

—Sí, por favor —dijo Veronica—. Prepararé un poco de té y podréis hablar en privado.

Al principio nadie se movió, hasta que el chico de la moto hizo ademán de retirarse.

—Esto es un asunto de familia. Ya nos veremos luego, Em.

—¿Verdad que Billy también puede venir? —preguntó Emma.

—Mejor que no. Tenemos que hablar de algunas cosas —dijo Lydia—. ¿Por qué no entras con Veronica y Fleur mientras yo hablo un momento con tu padre?

Fleur miró a Veronica con aire interrogante y esta sonrió y asintió con la cabeza.

Mientras Fleur y Veronica entraban en el jardín y Emma se despedía de Billy con un beso, Lydia y Alec se miraron.

Al verse libre de las miradas de los demás, la expresión de Alec se alteró.

—Yo te quería, Lydia. Y tú me contaste esa historia de que una amiga estaba enferma. Me abandonaste.

—Te elegí a ti.

Alec la miró.

—Hacía mucho tiempo que dejaste de elegirme. Elegiste a las niñas.

Lydia lo observó con atención. Se había cortado en la barbilla al afeitarse y tenía el cuello de la camisa gastado. Su aspecto no era impecable, como antes. Pero lo miró a los ojos, con la esperanza de encontrar un rastro del hombre al que en otro tiempo había querido.

Se hizo un incómodo silencio y Alec cruzó los brazos.

Emma, que ya se había despedido de Billy, siguió a Veronica y Fleur, ya en la puerta principal. Lydia oyó pasos a sus espaldas y una vocecita que la llamaba desde donde esperaba el taxi.

—¿Señora Lydia?

Se volvió y vio venir a Maz.

—Ay, Dios mío. Me había olvidado de ti. —Cogió al niño de la mano y les dijo a sus hijas—. Niñas, por favor, venid un momento antes de entrar.

Fleur se acercó a Emma.

Lydia acarició la espalda de Maz.

—Maz, di hola a tus hermanas.

Lydia vio que Emma se ponía blanca y negó con la cabeza.

—No, cariño. No es mi hijo —explicó. Y miró a Alec, que no apartaba los ojos de Maz.

Hubo un largo silencio.

Lydia notó que el viento volvía a levantarse y oyó su rumor en la hierba. Los tres últimos años pasaron por su cabeza a toda velocidad. El dolor. El inmenso dolor que había causado Alec. No podría repararlo con nada. O quizá únicamente con esto.

Alec sostuvo la mirada de Lydia unos momentos y luego, al oír la exclamación de Veronica, la miró y trató de sonreír, pero ella negó con la cabeza y retrocedió hasta la puerta. Alec miró a las niñas, que seguían esperando, y por fin se volvió a Maznan Chang.

Maz sonrió y dio muestras de reconocer a Alec.

Todas miraron a Alec cuando se agachó para coger al niño en brazos.

Maz se abrazó a su padre y miró a Lydia con una sonrisa radiante.

—Señora, mi madre me dijo que no lo contara nunca. Este es mi papá.

Fleur se quedó boquiabierta y Emma intentó tranquilizarla, poniéndole una mano en el hombro.

Veronica abrió la puerta.

—Creo que ya he oído suficiente —dijo, con voz tensa—. Propongo que entremos todos. No pretendo entender nada de esto, pero está claro que hay muchas cosas que explicar.