3
EN EL TAXI, CAMINO del puerto, yo no entendía por qué mamá no había llegado a tiempo de venir con nosotros, a pesar de que papá había dicho que llegaría. El último día que pasamos en nuestra casa de Malaca, hasta el último minuto tuve la esperanza de que mamá consiguiera llegar a tiempo, y a cada rato corría a la ventana para verla aparecer.
Papá era inútil para las tareas domésticas, y al no estar mamá para organizarlo todo, tuve que ayudar a la amah. Fleur solo tenía ocho años y lo único que hacía era estorbar.
Lo primero que hice fue guardar en el baúl el vestido de batista rosa que me había hecho mamá. Con su falda larga y las mangas de farol, era el único vestido que me gustaba. Lloré cuando se me quedó pequeño y Fleur empezó a ponérselo.
Papá vino a nuestro dormitorio.
—No necesitas vestidos de fiesta —dijo.
—¿Es que en Inglaterra no hacen fiestas?
—Lo que quiero decir es que no lleves la ropa malaya, nada más —dijo con un suspiro—. Y no tenemos mucho tiempo.
—Y ¿qué pasa con las cosas que dejemos? ¿Vuelvo a guardarlas en el armario?
—No hace falta. La amah se ocupará de eso.
—¿Cuánto tiempo estaremos allí?
Mi padre se aclaró la garganta, pero no dijo nada.
Le di el vestido a nuestra amah, Mei-Lien, y ella lo dejó encima del montón de cosas que no queríamos, cada vez más grande.
—¿Y nuestros vestidos de la Coronación?
Levanté en alto el vestido blanco de Fleur, adornado con una trenza roja y azul, que ya no le valía.
Papá negó con la cabeza y yo me escondí detrás de la espalda mi preciado ejemplar de Dandy dedicado a la Coronación. Con un caballo dorado y otros seis caballos blancos en la cubierta, era demasiado bonito para dejarlo allí.
—¿Dónde está Fleur?
Amah señaló el patio.
—Montando en la carretilla, supongo —dijo papá—. ¿Os arregláis bien vosotras dos solas?
Asentí.
Ya estaba a punto de retirarse cuando echó un vistazo a mi cama y se detuvo.
—¿Qué tienes ahí?
—Le he escrito a mamá —dije. Y cogí el sobre para que lo viera.
—Ah —contestó, enarcando las cejas—. ¿Qué le cuentas?
—Solo que la echo mucho de menos y que estoy deseando verla en Inglaterra.
—Muy bien. Dámelo a mí.
—Quería dejarlo en la mesita del vestíbulo.
—No hace falta —dijo, tendiendo la mano—. Yo me ocuparé.
—Quería hacerlo yo.
—Emma, he dicho que yo me ocuparé.
Tuve que aguantarme.
—Así me gusta —asintió. Y dio media vuelta.
—Papá, antes de que te vayas. —Cogí el conejito de Fleur—. ¿Qué hacemos con esto? ¿Lo guardo o Fleur querrá llevarlo en el camarote?
—¡Ay, Dios mío! No tengo tiempo para minucias. Se avecinan grandes cambios, Emma, grandes cambios.
Arrugué la frente, sin entender del todo. A mí me parecía que los cambios ya se habían producido. Hacía más de tres semanas. Fue entonces cuando empezaron, al menos que yo recuerde.
Volvíamos a casa, después de una boda. Era de noche y llovía. Mamá había bailado en la fiesta, con un vestido amarillo claro y zapatos de tacón, de piel de cocodrilo. Mamá es más joven que papá, y es guapísima: tiene una piel preciosa, muy blanca, y los ojos de color avellana. Papá no bailó, porque tiene una herida de guerra. Aunque por lo visto eso no le impide jugar al tenis. Cuando subimos al coche, mamá se frotó la frente con la punta de los dedos y me di cuenta de que papá estaba enfadado.
—¡No corras, Alec! —gritó mi madre—. Ya sé que estás enfadado, pero estás yendo demasiado deprisa. El suelo está mojado. Por favor, fíjate en el agua.
Me asomé por la ventanilla. Estábamos al pie de las montañas y la carretera estaba encharcada.
Desde mi asiento vi que a mi padre se le hinchaban las venas del cuello y a mi madre se le caía uno de sus pendientes con forma de lagartija cuando se acercó para sujetar el volante. Quise avisarla, pero el coche salió disparado hacia el otro lado de la carretera. Sin levantar el pie del acelerador, papá intentó volver al carril derecho, pero entró en una curva demasiado deprisa y tuvo que pisar el freno.
El coche se fue a la cuneta, con un buen trompazo, y se quedó medio atascado en una zanja de tormenta, al lado de unas cañas de bambú.
—¡Joder, Alec! —exclamó mi madre, con la voz quebrada—. Estás mal de la cabeza. ¡Mira lo que has hecho!
Supe que teníamos problemas, porque mi madre solo decía palabrotas cuando creía que no la oíamos, aunque yo la oía a veces, cuando ella y mi padre habían bebido más de la cuenta. Yo las repetía después, las decía primero en voz baja y luego me atrevía a subir el tono un poco más e intentaba hacer rimas.
—No nos dejes aquí —suplicó mi madre—. ¿Y si han cortado la carretera? —Parecía asustada, pero mi padre no cambió de opinión.
—Toma. Utilízala si es necesario —dijo, y tiró una pistola en el asiento del conductor—. Emma, cuida de Fleur.
En cuanto se fue en busca de ayuda, la selva empezó a rodearnos, con sus hojas del tamaño de sartenes y llena de ojos que parpadeaban en las ramas. Mamá dejó de sollozar y volvió la cabeza, como si de repente se acordara de que estábamos allí, con las piernas pegadas a los asientos de cuero.
—Emma, Fleur. ¿Estáis bien?
—Sí, mami —dijimos. Fleur con la voz más llorosa que yo.
—No os preocupéis, cariños. Papá ha ido a buscar ayuda. —Nos miró deprisa. Intentaba aparentar que no pasaba nada, pero yo sospechaba que no era verdad. Sabía que había terroristas en la selva. Ataban a la gente a un árbol y le cortaban la cabeza sin contemplaciones. Luego clavaban la cabeza en una estaca. Cerré los ojos con todas mis fuerzas, aterrada al imaginarme una cabeza que me sonreía.
Mamá empezó a tararear una canción.
No tardó en oscurecer del todo. Salieron las estrellas, y entonces la situación mejoró un poco. Aunque en cuestión de terror, mamá no sabía que yo había visto cosas mucho peores en el museo de cera. Justo después de las cabezas reducidas había una sección prohibida para los niños. No estuve mucho rato. Solo el tiempo suficiente para ver unas figuritas de cera muy pequeñas, de mujeres y niños blancos, clavados al suelo, vivos, con los labios rojos y la boca muy abierta, gritando. Una apisonadora que conducía un japonés, como las que se utilizan para asfaltar las carreteras, se acercaba a ellos. Iba a aplastarlos. Cuando salí de allí tuve que vomitar en una papelera.
Los japoneses eran malos. Eso decían mis padres. Pero los que se escondían en la selva, a los que llamaban terroristas, eran chinos. Yo no lo entendía. Nuestra amah, Mei-Lien, era china y yo la quería mucho. ¿Por qué antes los malos eran los japoneses y ahora eran los chinos, pero solo algunos? No tenía sentido.
Estábamos bastante lejos de la carretera principal, muy cerca de la zona donde estaban los guerrilleros. Y aún más dentro de la selva vivían los espíritus que se comían a los niños. Nos lo había contado nuestro jardinero, que siempre tenía la boca manchada de rojo, de masticar nuez de betel.
—Si alguna vez os perdéis en la selva, tened mucho cuidado con los hantu hantuan —nos advirtió. Entrecerró los ojos, de una forma que daba mucho miedo, pero no nos dijo qué aspecto tenían.
—Emma, ¿puedes mover los brazos y las piernas? —preguntó mamá.
Los moví para demostrar que podía.
—¿Fleur?
Fleur hizo el intento, y movió los brazos y la pierna izquierda, pero al mover la derecha se le escapó un grito.
—Quítale el zapato, antes de que se le hinche el pie, Emma.
Lo intenté, pero Fleur no me dejaba.
—No quiero. ¿Dónde está papá?
Le dije que tenía que estarse quieta, y que papá había ido a pedir ayuda. Lloriqueó un poco y por fin se calló.
Aunque ya era de noche, una explosión rompió el silencio a lo lejos.
—¡Mami! —gritamos mi hermana y yo.
—Chss. Aquí no hay nadie.
El cielo empezó a ponerse marrón y una neblina blanca bajó de la montaña. Al menos no estábamos exactamente en las montañas. Porque Ada bukit, ada paya: «Donde hay montañas hay pantanos». Y los pantanos se tragaban a la gente enterita.
Al cabo de un rato papá volvió con un camión del ejército que regresaba a Malaca. Tuvimos que bajar del coche mientras los soldados lo sacaban de la zanja, y cuando por fin llegamos a casa y nos acostamos era más tarde que nunca.
Al día siguiente mamá no fue a buscarnos al colegio. Fue papá. Con cara de «No estoy de humor para preguntas», no nos hizo caso cuando le preguntamos por mamá. Solo dijo que nos íbamos a Inglaterra.
En casa, mi hermana y yo subimos corriendo a ver a mamá. No estaba. Me llegó el olor del limonero en la ventana de nuestro dormitorio y me acordé de la sonrisa de mi madre y de su pelo ondulado. Se lo recogía en un moño y se ponía una flor, un ave del paraíso de color naranja, pero a la hora de comer ya se le había deshecho. Y siempre estaba cantando, desde que se levantaba.
—Vamos, Em —dijo Fleur—. No está aquí. Vamos a jugar al patio.
Negué con la cabeza.
Fleur se fue a jugar con la carretilla. Tenía el tobillo perfectamente. Siempre armaba un escándalo por cualquier cosa.
Me cepillé el pelo. Lo tengo más rizado que mamá, y más rojizo. Mi madre dice que tengo un pelo rebelde. Después busqué mi cuaderno, debajo de la almohada, y allí encontré un sobre, dirigido a Fleur y a mí. Qué sitio tan raro para dejar una carta, pensé, mientras lo abría.
Cariños, leí.
Hoy ha llamado Suzanne. Lo siento mucho, pero tengo que ir a ayudarla. Le han diagnosticado una enfermedad muy mala, y no puede estar sola. Su marido, Eric, vuelve de Borneo dentro de un par de semanas, así que no tendré que quedarme mucho más tiempo con ella. Cuidaos mucho. Sed buenas. Papá y Mei-Lien se ocuparán de las cosas del colegio. Podéis ir en autobús. Ya sé que siempre habéis querido ir. Si necesitáis ayuda para algo, decidle a amah que llame a Cicely o a Harriet Parrott. Su dirección está en el listín rojo.
Os quiero mucho,
Mami.
Guardé la carta debajo de la almohada y salí a esconderme debajo de la casa.
Era nuestro último día. Hacía más de tres semanas que mamá se había marchado. Muy poco antes de salir camino del puerto, amah seguía doblando ropa y guardándola en el baúl. Pantalones, ropa interior y un par de jerséis. A mí todo me daba igual. Mi vestido de batista rosa estaba en el montón de cosas que no íbamos a llevarnos, y yo, sentada en la cama, pensando en mi colegio, el Holy Infant. Mi colegio, pintado de blanco, estaba al lado de una hilera de palmeras, y tenía aulas añadidas, sin cristales en las ventanas, solo con persianas de bambú que cerraban cuando volvíamos a casa.
Estaba triste. Ya no iríamos a aquel colegio, pero lo que más pena me daba es que parecía que íbamos a marcharnos antes de que mamá hubiera vuelto, porque entonces ella se encontraría la casa vacía. Por eso me alegraba que, al menos, encontrase mi carta.
Mei-Lien cogió mi uniforme del colegio.
—¿Quieres guardarlo?
Lo miré y negué con la cabeza.
—¿Para qué?
—Tu papá dice que terminemos ya. Nada de fantasías. Hay que irse.
Cogí el pichi, lo doblé con cuidado y lo dejé encima del montón. Guardé en el baúl la nota de mi madre y una foto suya, en un barco, con los ojos entrecerrados. Lo último que hice fue guardar el conejo rosa de Fleur. Si lo llevaba en el camarote, podía perderlo, incluso podía acabar cayéndose por la borda.
Media hora más tarde salíamos sin mamá. Un camión vino a llevarse los baúles, y un taxi a recogernos a papá, a Fleur y a mí. Cuando salimos de Malaca, miré el mar y bajé la ventanilla para aspirar el aroma de las orquídeas silvestres. Eran preciosas, pero yo no paraba de hacerme preguntas, y tuve que pellizcarme con todas mis fuerzas para no llorar.