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LYDIA TIRÓ AL SUELO LA MALETA llena de polvo. Las bicicletas de sus hijas estaban abandonadas en el patio, debajo del jacarandá.

—Emma, Fleur —llamó—. Ya estoy aquí.

Salió del patio para asomarse al camino de piedra que llegaba hasta el prado de altas hierbas. El cielo se oscurecía y una polilla enorme, que salió de la orilla de la selva, se estampó contra su mejilla. Lydia se sacudió el polvillo y entró corriendo en casa al ver que estaba a punto de llover.

—¿Alec? —volvió a llamar—. Ya estoy en casa.

Evocó los rasgos bien perfilados de su marido, su intenso olor a jabón del mercado chino, su pelo castaño claro, corto en la nuca y las patillas. No hubo respuesta.

Resistió la punzada de decepción que le causó encontrar la casa tan silenciosa. Había enviado un telegrama, tal como él le había pedido. ¿Dónde estaba su familia? Hacía demasiado calor para que hubieran salido a dar un paseo. ¿Estarían en la piscina? ¿O habrían ido a merendar al club?

Subió a su dormitorio, vio la foto de Emma y Fleur en la mesilla de noche y sintió una oleada de amor. Las había echado de menos.

Se desnudó, se pasó los dedos por el pelo castaño rojizo, que le llegaba hasta los hombros, y encendió el ventilador. Cansada del viaje y después del mes que había pasado cuidando de una amiga enferma, necesitaba un buen baño. Cuando abrió el armario, se paró en seco y frunció el ceño. Se quedó boquiabierta: la ropa de Alec no estaba. Se puso el kimono de tela fina y, descalza, fue corriendo al dormitorio de sus hijas.

Alguien había dejado el armario abierto, y también estaba casi vacío. No quedaban más que algunos pantalones cortos, mal doblados, en la balda de arriba, y una bola de papel arrugada en la de abajo. ¿Dónde estaba la ropa de sus hijas?

¿Y si…? No llegó a terminar la frase. Respiró hondo. Eso es lo que quieren los hombres de la selva. Quieren asustarnos. Se imaginó qué diría Alec: «Levanta la cabeza. No les dejes ganar». Pero ¿qué se siente cuando lanzan una granada en un mercado lleno de gente?

Dio media vuelta al oír un grito y se acercó corriendo a la ventana. Hundió los hombros. Eran solo los zorros voladores, colgados de un árbol.

Llevándose una mano al corazón, deslizó los dedos por debajo del papel con el que habían forrado el armario y sacó un cuaderno de Emma, con la esperanza de encontrar alguna pista. Se sentó en el arcón de alcanfor, aspiró su olor familiar y abrazó el cuaderno. Tomó aire, lo abrió y leyó:

La matriarca es una señora gorda, con el cuello fofo. Se llama Harriet Parrott. Tiene los ojos como uvas pasas y trata de disimular con polvos el brillo de la nariz grasienta. Arrastra los pies, muy pequeños, calzados con unas babuchas chinas, pero como lleva faldas largas, solo se le ven las puntas.

Harriet. ¿Se han ido con Harriet?

Lydia se paró en seco y tuvo que agarrarse al borde del arcón, mareada de pronto al sentir una oleada de calor y pánico. Faltaban demasiadas cosas. Una nota. Por supuesto. Alec tendría que haber dejado una nota. O un recado con los criados.

Bajó las escaleras de dos en dos, con dificultad para no perder el equilibrio, y entró corriendo en todas las habitaciones: en el salón, en la cocina, en el fregadero, en el pasillo cubierto que llevaba a las habitaciones de día del servicio y en los cobertizos. No vio nada más que un par de cajas de madera abandonadas. Todo estaba oscuro y desierto. Los criados se habían marchado. Ni la mecedora de la amah, ni la cama de la cocinera ni las herramientas del jardinero. Registró la estancia: ninguna nota.

Se quedó escuchando la lluvia y mordiéndose una uña. El ambiente estaba tan cargado que tuvo que hacer un esfuerzo enorme para pensar. Repasó cómo había sido su viaje de vuelta a casa: había pasado horas apretujada contra la ventanilla del tren abarrotado, tapándose la nariz con la mano. El olor ácido del vómito de un niño indio. El ruido de disparos a lo lejos.

Se dobló por la mitad, angustiada al no encontrar a su familia. Le costaba respirar. No podía ser cierto. Estaba cansada. No acertaba a pensar con claridad. Tenía que haber una explicación racional. Tenía que haberla. Si hubieran tenido que marcharse por alguna razón, Alec habría encontrado la manera de decírselo. ¿No?

Dio media vuelta y llamó a sus hijas: «Emma, Fleur». Contuvo un sollozo y se imaginó el hoyuelo que Fleur tenía en la barbilla, sus ojos azules, el pelo rubio recogido con un lazo. Entonces se acordó de las brumas de la selva donde se ocultaban hombres desesperados y sus peores temores se llevaron cualquier resto de esperanza racional. Empezó a sudar por debajo del kimono, le escocían los ojos y se tapó la boca con la palma de la mano.

Con manos temblorosas, cogió el teléfono para llamar al jefe de Alec. Él sabría qué había ocurrido. Él le diría qué hacer.

Se quedó sentada con el teléfono en las rodillas y sintió que el sudor empezaba a enfriarse. Varias moscas zumbaban cerca del techo, el ventilador daba vueltas entre chasquidos y una polilla revoloteaba alrededor. No había línea.